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¿Está la democracia en peligro?
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Juan Carlos Escudier

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¿Está la democracia en peligro?

Dicen las encuestas que la cosa pública nos resbala y que el desinterés es tan notorio que, por lo general, preferimos discutir de fútbol a hacerlo

Dicen las encuestas que la cosa pública nos resbala y que el desinterés es tan notorio que, por lo general, preferimos discutir de fútbol a hacerlo de política, nos afiliamos poco a los partidos y no aspiramos al liderazgo ni de nuestra comunidad de vecinos. Dicen también que cada vez que un español tiene cerca a un político se echa mano a la cartera, hasta el punto de que una amplísima mayoría cree que si alguien quiere ser diputado no es por contribuir al bien común sino al suyo propio, ya sea por acrecentar su ego o su cuenta corriente. Dicen, en definitiva, que desconfiamos de los actores y, sin embargo, la obra no nos desagrada, por eso de que a demócratas no nos gana nadie, aunque echemos pestes de cómo funciona esta democracia.

Del desapego hacia el sistema podríamos atribuirnos alguna responsabilidad, pero basta con mirar a nuestro alrededor para concluir que los verdaderos culpables del descrédito que sufre la política son los propios políticos, cuya última contribución a la causa ha sido esta esperpéntica campaña de las elecciones europeas. A la vista de los principales temas tratados, el personal no tiene muy claro si Zapatero ha de ir a los mítines en avión oficial o privado, si es necesario que Mayor Oreja acuda a su misa diaria en el coche oficial o si son muchos o pocos los 51 escoltas de Aznar, pero se hace una idea de que nadie nos libra de pagar la fiesta a estos señores, con independencia de que haya crisis o de que atemos a los perros con longaniza.

En momentos como los actuales, en medio de una recesión tan profunda que bien podría derivar en estallidos sociales, aventar la podredumbre es un juego tan peligroso como apagar incendios con gasolina, sobre todo porque si de algo estamos bien provistos es de basura, dada esa inclinación natural de nuestra dirigencia a la corrupción o hacer la vista gorda ante los corruptos, a los que se teme no ya por lo que roban sino por lo que saben. Que el 70% de los alcaldes sospechosos de habérselo llevado crudo mantuviera el poder con unas elecciones de por medio (Informe sobre la democracia en España 2008. Fundación Alternativas) demuestra hasta qué punto la ciudadanía ha sido indulgente con estas prácticas, lo que viene a demostrar que cuanto mayor es el grado de corrupción menor es la disposición de los gobernados a exigir que los bolsillos de sus dirigentes sean de cristal o, cuando menos, de vidrio traslúcido.

Sin embargo, en circunstancias especiales, este axioma puede saltar hecho pedazos y poner en cuestión al propio sistema. A la desconfianza en la democracia se refería hace algunos años el ex primer ministro francés Michel Rocard, en un espléndido artículo publicado en la revista Etudes: “Nuestro milagroso y maravilloso proceso de transmisión democrática del poder es un proceso propio de tiempos de tranquilidad. Me temo que sea menos sólido de lo que la gente cree y que con poca cosa se pueda dar al traste con él”.

Salvando las distancias, este fenómeno es el que se vive ahora mismo en una democracia tan asentada y transparente como la británica, donde el descubrimiento de las corruptelas de la casta política y su uso indecente de los recursos públicos tendrá consecuencias imprevisibles, aunque la primera haya sido la precipitada muerte política de Gordon Brown. Por utilizar otra fórmula matemática, si a una terrible crisis económica se le suma el descrédito de la clase política, el resultado no puede ser otro que una crisis de la propia democracia. En mayor o menor medida, es lo que se detecta en toda Europa y, por supuesto, en España.

No hace falta retroceder mucho en la historia para encontrar situaciones similares. La Gran Depresión del 29 puso en jaque a las democracias parlamentarias con los resultados de todos conocidos: la llegada de Hitler al poder y el ascenso de partidos fascistas en países como Francia, Bélgica o la propia Gran Bretaña. La crisis económica provocó el desencanto por la democracia y el florecimiento de dictaduras, ingredientes suficientes para desencadenar la Segunda Guerra Mundial.

Con bastantes matices, hay algo en a Europa de hoy que recuerda a la de entonces. El rebrote del fascismo es algo más que una evidencia –a falta de otros datos, las elecciones europeas han convertido a la extrema derecha en la segunda fuerza en Holanda- y el populismo ha tomado cuerpo en la Italia de Berlusconi y se deja notar en la Francia de Sarkozy. Si entonces la frustración se canalizó en odio hacia los judíos, ahora el chivo expiatorio es la inmigración.

Paradójicamente, la democracia está en declive pese a que nunca en la historia habían sido más los países que se habían dotado de esta forma de gobierno, al punto de que existen más de 120 democracias electorales, 90 de las cuales garantizan los derechos humanos. Si la globalización llevó al convencimiento de que las grandes decisiones se tomaban al margen de cualquier institución elegida por los ciudadanos, la crisis y el descrédito de los políticos han hecho el resto.

Con este panorama, nuestros próceres se han dedicado –con más profusión en esta campaña- a mostrarnos sus vergüenzas con bastante impudicia. La democracia requiere entusiasmo pero, en su lugar, se nos ha servido escándalo. Estos tíos son muy capaces de hacer castillos con cartuchos de dinamita. Basta esperar a que a alguno le entren ganas de fumar.

Dicen las encuestas que la cosa pública nos resbala y que el desinterés es tan notorio que, por lo general, preferimos discutir de fútbol a hacerlo de política, nos afiliamos poco a los partidos y no aspiramos al liderazgo ni de nuestra comunidad de vecinos. Dicen también que cada vez que un español tiene cerca a un político se echa mano a la cartera, hasta el punto de que una amplísima mayoría cree que si alguien quiere ser diputado no es por contribuir al bien común sino al suyo propio, ya sea por acrecentar su ego o su cuenta corriente. Dicen, en definitiva, que desconfiamos de los actores y, sin embargo, la obra no nos desagrada, por eso de que a demócratas no nos gana nadie, aunque echemos pestes de cómo funciona esta democracia.

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