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¿Gibraltar español? Quizás por aburrimiento
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Juan Carlos Escudier

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¿Gibraltar español? Quizás por aburrimiento

Moratinos ha puesto esta semana el pie en Gibraltar, pero su pequeño paso, lejos de ser entendido como un gran salto de la política exterior española

Moratinos ha puesto esta semana el pie en Gibraltar, pero su pequeño paso, lejos de ser entendido como un gran salto de la política exterior española en su tortuosa reivindicación de la soberanía sobre el Peñón, ha sido considerado por distintos sectores de la derecha política y mediática como una traición nacional de terribles consecuencias. Al parecer, con su visita, nuestro insensato ministro de Exteriores ha dilapidado el esfuerzo patriótico de 300 años de incesantes fracasos, lo cual no deja de ser imperdonable. La culpa, obviamente, es de Zapatero, que no respeta nada.

Descartada una solución a la argentina, algo que no intentamos desde 1783 por eso de que en estos tiempos no van por ahí los tiros, con Gibraltar y sus llanitos sólo caben dos actitudes posibles, además de dar la matraca a cada titular del Foreing Office que nos pongan en suerte para ver si le pillamos distraído: o tratamos de hacerles la vida imposible, o intentamos persuadirles de que rindan el fuerte con zalamerías y buen rollo. Ambas se han practicado con idéntico resultado. Esto es, ninguno.

El primero de los métodos fue el que practicó con denuedo nuestro dictador bajito con su decisión de cerrar en 1969 la verja del Peñón y tirar la llave al mar. Lejos de dar los resultados esperados, el asedio contribuyó a engendrar un sentimiento nacionalista que hundió sus raíces en el antiespañolismo. La medida separó familias, dejó sin trabajo a miles de personas del Campo de Gibraltar y obligó a cerca de 2.000 gibraltareños que residían en La Línea a regresar a la Roca, donde tuvieron que ser alojados en barracones militares en condiciones lamentables, lo que lógicamente les supo mal.

Evidentemente, el sitio tuvo importantes repercusiones económicas para el Reino Unido, obligado a sufragar las dos terceras partes del presupuesto de la colonia, toda vez que el comercio y el turismo, dos de los pilares de su economía, se hundieron sin remedio. Así que los habitantes de la Roca se acostumbraron a vivir de los militares, de sus astilleros y de su graciosa Majestad, mientras se acentuaba el odio a España y el arrinconamiento del español como idioma, algo que ya se había establecido en una reforma educativa de los años 40, tras el retorno al Peñón de la población civil evacuada durante la II Guerra Mundial.

Como la situación no era la más propicia para que Gran Bretaña atendiera las reclamaciones soberanistas de España, dos décadas después se pasó al plan B, que era abrir la verja y comprobar si los llanitos habían aprendido la lección. Los ingleses lo agradecieron mucho porque rápidamente, ante el florecimiento económico derivado del contrabando de tabaco, redujeron a la mínima expresión sus aportaciones de capital, mientras que la menor actividad militar y de la construcción naval fue compensada con la conversión del Peñón en el paraíso fiscal al que hoy nos enfrentamos.

Los gibraltareños nos odiaron un poco menos pero empezaron a vivir como reyes, o casi, lo que explica su resistencia a cambiar su estatus por el de simples españoles. Y como no sólo de contemplar monos vive el hombre, la población de la Roca comenzó a salir a La Línea a estirar las piernas, cuando no a comprar residencias en localidades limítrofes. Sus habitantes llenan hoy el carrito en supermercados españoles, van a hospitales españoles, se van de fin de semana por Andalucía y hasta abren cuentas en sus bancos y cajas. De lo que no quieren ni oír hablar es de soberanía compartida ni de nada que se le parezca, como dejaron claro en el referéndum de 2002.

Ante esto, ¿cuál ha de ser la actitud de España? ¿Volver a cerrar la verja para castigar a estos insolentes que tan buen acento andaluz tendrían si lo practicaran un poco más o continuar con la reclamación de la soberanía ante el Reino Unido y dejar que la integración haga el resto con decenios de paciencia? El Gobierno ha optado por la segunda alternativa y por dejar pasar el tiempo, consciente también de que una solución para Gibraltar podría tener consecuencias no deseadas respecto de Ceuta y Melilla, aunque las circunstancias históricas no sean las mismas.

Ese espíritu que animó la Declaración de Córdoba y la creación del Foro Tripartito es el que ha llevado a Moratinos a saltar la verja, con más estrépito que la del Rocío. Los acuerdos alcanzados hasta la fecha han reportado innegables ventajas a los gibraltareños, como las relativas al aeropuerto o a las comunicaciones telefónicas, pero también ha permitido que 7.000 españoles cobren la pensión a la que tenían derecho por haber trabajado en el Peñón.

Sin ceder un ápice en el asunto de la soberanía y en la exigencia de que la Roca deje de ser un paraíso fiscal y un nido de delincuentes de cuello blanco, una política inteligente respecto a Gibraltar tendría que conseguir que Londres volviera a rascara el bolsillo y que España no fuera vista como el enemigo, salvo que queramos que nos devuelvan la plaza sin nadie dentro, lo que es otra posibilidad. En definitiva, firmeza con Gran Bretaña, de cuyo primer ministro se puede ser muy colega sin que ello impida que nos coloque en el patio trasero un cochambroso submarino nuclear averiado, y cooperación con la población de la colonia, a la que habrá que ir convenciendo de que el chocolate con churros es preferible al té de las cinco.

Nada asegura que esta nueva política de resultados pero después de casi tres siglos sabemos que la otra ha sido un fiasco. Podemos despellejar a Moratinos por haber visitado su propio territorio, como ironizaba Fraga. Pero eso sólo sirve para vender tres o cuatro periódicos más en verano, una noble causa a mayor gloria del periodismo independiente.

Moratinos ha puesto esta semana el pie en Gibraltar, pero su pequeño paso, lejos de ser entendido como un gran salto de la política exterior española en su tortuosa reivindicación de la soberanía sobre el Peñón, ha sido considerado por distintos sectores de la derecha política y mediática como una traición nacional de terribles consecuencias. Al parecer, con su visita, nuestro insensato ministro de Exteriores ha dilapidado el esfuerzo patriótico de 300 años de incesantes fracasos, lo cual no deja de ser imperdonable. La culpa, obviamente, es de Zapatero, que no respeta nada.

Miguel Ángel Moratinos Reino Unido