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¿Para cuándo una moción de confianza, señor presidente?
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Juan Carlos Escudier

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¿Para cuándo una moción de confianza, señor presidente?

Existe la duda razonable de que lo que presenciamos este miércoles en el Congreso no fuera la expiación de los pecados económicos de Zapatero sino su

Existe la duda razonable de que lo que presenciamos este miércoles en el Congreso no fuera la expiación de los pecados económicos de Zapatero sino su propio haraquiri político. Un oído atento hubiera podido percibir bajo la entonación de ese plan de ajuste que recortará el sueldo de los funcionarios y congelará las pensiones el desgarro de la daga en el abdomen de quien sabe descubierto el último de sus trampantojos. Los samurais que se daban matarile solían escribir un último poema en el abanico ceremonial. El de Zapatero no lo escribió él sino el que fuera director de su oficina presupuestaria, David Taguas, a quien amigos y servicios prestados colocaron al frente de la patronal de las grandes constructoras. Así decía su SMS de urgencia: “¡Bravo presidente! Felicidades por tu intervención y por impulsar medidas que son imprescindibles. Un muy fuerte abrazo. David”.


Con el aplauso de Taguas, de los banqueros, de la CEOE, de Bruselas y hasta de Obama, que de forma insólita desmentía haber presionado a Zapatero para sacar la podadora mientras alababa su valentía, caían las últimas paletadas de arena sobre su capital político, ya completamente enterrado bajo las dunas. “Los ciudadanos -había dicho en su discurso de investidura de 2004- nos exigen a los políticos que seamos fieles a nuestras promesas. Esta exigencia es, para mí, la más apremiante, la más obligada. Haré honor a la palabra dada”. Y esta palabra dada, machaconamente repetida y recogida con profusión en la propaganda socialista se reducía a lo siguiente: “saldremos de la crisis preservando la protección social y el apoyo a la familia”.


El hombre que hace unos meses en un cónclave de su partido aseguraba haber dicho “no” a los poderosos, a los que acusaba de haberse empleado a fondo para conseguir “otro modelo de sociedad con abaratamiento del despido y con reducción de derechos sociales” recibía sus palmaditas en la espalda por el arrojo de tirar a la papelera la espina dorsal de su discurso de los últimos seis años. Bravo presidente, que diría Taguas.


Habrá quien crea que estamos ante la última manifestación de un filibustero que no sintió reparos en engañar a Artur Mas cuando le prometió en 2006 dejar gobernar a CiU si era la fuerza más votada o en mover a Rajoy los cubiletes de trilero en la negociación con ETA para que no supiera dónde estaba la bolita. O que se trataba del paso lógico de quien primero negó la crisis y luego, atrapado por las circunstancias, habría aceptado meter la piqueta a su fachada socialdemócrata hasta hacer ruina de ella.

Pero nada de lo anterior es comparable con lo ocurrido ahora. Es posible aceptar que Zapatero no alcanzara a ver la dimensión de una crisis para la que nadie estaba preparado -ni siquiera el PP, que prometía el pleno empleo en el programa económico que defendía Pizarro- y, desde luego, no hay político que merezca ser condenado por tomar el pelo a la oposición. De lo que no podrá escapar es de haber tumbado la viga maestra de todo el edificio de su acción en el Gobierno, que se ha derrumbado estrepitosamente sobre su propia cabeza.


Zapatero se ha incapacitado a sí mismo. Y no vale la excusa de la excepcionalidad de la situación, porque eso sólo acrecienta la idea de que quien nos dirige viene a comportarse como un pollo sin cabeza. No se puede mantener un día que es imposible acelerar más el recorte del déficit porque eso pone en peligro la recuperación y hacer lo contrario al día siguiente y a la recuperación que la vayan dando. Especialmente grave es, además, que ese giro copernicano obedezca a una imposición externa, a una tutela que hipoteca definitivamente la autonomía de la política económica del país.

La propaganda socialista se reducía a los siguiente: “Saldremos de la crisis preservando la protección social y el apoyo a la familia”

Si hemos llegado a este punto es por el largo rosario de disparates cometidos por un Gobierno que se decía de izquierdas y que ha conseguido con su único esfuerzo que los millonarios, los ricos de verdad, paguen hoy en la España de la crisis menos impuestos que en la etapa de Aznar. A los funcionarios no les ha recortado el sueldo el ataque de los especuladores sino ese populismo barato que entendía que los impuestos se habían inventado para conseguir votos y no para redistribuir la riqueza y las cargas del Estado.


Sucesivamente, en cuatro años se reformó innecesariamente el IRPF para demostrar que también era de izquierdas bajar impuestos y se recortó el tipo máximo para favorecer a las rentas más altas. La broma costó unos 5.000 millones. Se acordó la devolución lineal de los 400 euros, finalmente eliminada, que volvía a beneficiar a los más pudientes. Otros 6.000 millones. Se eliminó el impuesto del Patrimonio, una medida pensada sin duda para los sin techo: 1.800 millones más. Mientras, había que subir el IVA y los impuestos especiales, porque la igualdad es que todos, ricos y pobres, paguemos lo mismo por la copa de orujo. Y de modificar las bases de un modelo tributario injusto que se ceba con los asalariados, cuya fiscalidad sufraga el 90% del gasto público, ni hablar del peluquín.


Para el recorte decidido ahora, que se ha cebado con funcionarios, pensionistas y dependientes, además de con la inversión pública, no hacía falta ser Galbraith. Bastaba con ser Elena Salgado. Ni una sola de las medidas toca un céntimo de los que más tienen y está por ver que eso llegue a ocurrir en algún momento. Para mayor escarnio basta con comparar el ajuste español con el portugués: allí sube el IRPF para todos, pero un 50% más a los que más tienen; sube el IVA, sí, pero se implanta un impuesto de crisis del 2,5% de su beneficio a las empresas que más ganan y a los bancos. Y también bajan los sueldos un 5%, pero sólo el de los políticos y altos cargos. Dicho ajuste ha sido fruto del pacto entre el Gobierno del socialdemócrata Sócrates y la oposición conservadora. Exactamente igual que aquí.


Vapuleado sin excepción por todos los partidos de la oposición, lo verdaderamente democrático sería que Zapatero se sometiera, como le pedía este viernes el portavoz de CiU, Durán Lleida, a una moción de confianza. Y ello porque quien reclama a los españoles sacrificios tan dolorosos invierte la carga de la prueba. Ya no se trata de que el PP se atreva a presentar un censura para apartarle de sus responsabilidades, sino que quien se dispone a pilotar el país con la desconfianza de más del 70% de la población y sólo promete sangre, sudor y lágrimas, debe tener la certeza de que cuenta con el respaldo necesario. Si no lo tiene, corresponde al PSOE, que ganó las elecciones hace dos años con más de 11 millones de votos, proponer un sustituto hasta el final de la legislatura. Una cosa es que Zapatero haya decidido hacerse el haraquiri y otra que nos salpique con lo único rojo que le queda.

Existe la duda razonable de que lo que presenciamos este miércoles en el Congreso no fuera la expiación de los pecados económicos de Zapatero sino su propio haraquiri político. Un oído atento hubiera podido percibir bajo la entonación de ese plan de ajuste que recortará el sueldo de los funcionarios y congelará las pensiones el desgarro de la daga en el abdomen de quien sabe descubierto el último de sus trampantojos. Los samurais que se daban matarile solían escribir un último poema en el abanico ceremonial. El de Zapatero no lo escribió él sino el que fuera director de su oficina presupuestaria, David Taguas, a quien amigos y servicios prestados colocaron al frente de la patronal de las grandes constructoras. Así decía su SMS de urgencia: “¡Bravo presidente! Felicidades por tu intervención y por impulsar medidas que son imprescindibles. Un muy fuerte abrazo. David”.

Crisis David Taguas