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¿Por qué no alegrarse de que Batasuna rechace por escrito el terrorismo de ETA?
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Juan Carlos Escudier

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¿Por qué no alegrarse de que Batasuna rechace por escrito el terrorismo de ETA?

Habrá sido por el acoso policial y por la conciencia de tener todos los caminos cerrados para estar presentes en las elecciones municipales de mayo, pero

Habrá sido por el acoso policial y por la conciencia de tener todos los caminos cerrados para estar presentes en las elecciones municipales de mayo, pero resulta innegable que es una buena noticia que Batasuna, ahora Sortu, trate de legalizarse con una Estatutos en los que manifiesta su rechazo al terrorismo de ETA en cada una de sus formas y a la connivencia política y organizativa con la violencia, tan buena que hubiera sido inimaginable en un pasado no tan remoto.

Por ello, resulta tanto más incomprensible la virulenta reacción que ha desencadenado no sólo en el PP, donde ya se ha acusado preventivamente al Gobierno de traición, sino también entre algunos dirigentes del PSOE, para los que el movimiento es una trampa mayor que las treguas-trampa y las negociaciones-trampa de las que periódicamente alerta Mayor Oreja. La realidad por el momento es que ETA ha dejado de matar y que su considerado brazo político sugiere haberse separado del tronco de la organización terrorista con abundante cirugía.

No tiene mucho sentido, en cualquier caso, colocar la venda antes de tener la herida, ya que no será el Gobierno sino los tribunales los que tendrán que decidir si el proyecto político de la izquierda abertzale cumple las exigencias legales. Más allá de la valoración positiva que el propio Zapatero ha realizado del desmarque formal de la violencia que ha dado Batasuna, el procedimiento está tasado: Interior remitirá los Estatutos de Sortu a la Fiscalía y ésta los pondrá en manos de la sala del 61 del Tribunal Supremo, que será la que acuerde o no la legalización.

Los partidarios de que Batasuna siga proscrita argumentan que quienes impulsan Sortu son los mismos que en el pasado justificaron los atentados de ETA, se encogieron de hombros ante sus asesinatos o, incluso, fueron encarcelados por pertenencia o colaboración con la banda, motivo suficiente para invalidar sus pretensiones. Con ser cierto, lo que ha de dirimirse no son los antecedentes individuales sino la continuidad o no de un proyecto que dice configurarse para “impedir la realización de actividades que lo conviertan en instrumento de continuación o sustitución ideológica o funcional de los partidos ilegalizados y disueltos”. De acuerdo a este razonamiento, la legalización de quien ha sido ilegalizado sería intrínsecamente imposible.

Sostienen, además, que antes de proceder a la legalización sus promotores han de demostrar sinceridad y arrepentimiento, dos condiciones de difícil probatura. ¿Serían sinceros los dirigentes abertzales si condenaran el pasado de ETA y no sólo las acciones terroristas que pudiera perpetrar en el futuro? Más aún, ¿cómo podrá determinarse que son realmente sinceros?

Desde luego que sería deseable que existiera una condena sincera de los crímenes del pasado, aunque dicha contrición sería igualmente juzgada como táctica y, en consecuencia, descalificada

Para comprobar dicha sinceridad se propone someter a la izquierda abertzale a una especie de cuarentena, que consistiría en impedir su presencia electoral durante un número indeterminado de años en los que deberían probar su ruptura con ETA. Con independencia de que la norma no impone cuarentena alguna, ¿cómo estar seguros de que serían más sinceros dentro de cuatro años y que no se pasarían disimulando todo ese tiempo? Así las cosas, parece más razonable la vacuna contra el engaño que PSOE y PP introdujeron en la Ley de Partidos y en la Ley Electoral para impedir repetir experiencias ya vividas con agrupaciones electorales o tapaderas del estilo de ANV o del Partido Comunista de las Tierras Vascas, con la salvaguardia de que los electos estarían obligados a abandonar el cargo si se probara su connivencia con el terrorismo.

Las exigencias que la ley contempla en la actualidad son extraordinariamente más duras que las que hubiera aceptado el propio Aznar allá en año 1998 en plena tregua de ETA. En una entrevista que concedió a El País en octubre de ese año respondía así a la pregunta del director del diario, entonces Jesús Ceberio, sobre las pruebas que deberían dar ETA y su entorno para ser creíbles: “(…) No estoy pidiendo, y podría hacerlo, que asuman todos los pronunciamientos electorales que ha habido en estos veinte años, ni siquiera que hagan explícita condena de sus propios crímenes, pero sí que acepten las reglas democráticas desde el momento en que anunciaron el cese de la violencia”.

Desde luego que sería deseable que existiera una condena sincera de los crímenes del pasado, aunque dicha contrición sería igualmente juzgada como táctica y, en consecuencia, descalificada. Lo que cuenta es el sometimiento a la ley y a las distintas resoluciones judiciales, que es precisamente la cuestión que tendrá que determinar el Tribunal Supremo. Esto es lo que distingue al Estado de Derecho.

ETA está liquidada. Posiblemente su agonía será lenta y no escenificará su final con una rendición sin condiciones como muchos querrían, sino que terminará por extinguirse como lo haría una vela. Representa una losa con la que la izquierda abertzale no parece dispuesta a seguir cargando y, en cierta medida, es indiferente si ha llegado a esa conclusión por convicción o por pragmatismo. Dicen que nada ha cambiado en Batasuna, eppur si muove, que diría Galileo.

Habrá sido por el acoso policial y por la conciencia de tener todos los caminos cerrados para estar presentes en las elecciones municipales de mayo, pero resulta innegable que es una buena noticia que Batasuna, ahora Sortu, trate de legalizarse con una Estatutos en los que manifiesta su rechazo al terrorismo de ETA en cada una de sus formas y a la connivencia política y organizativa con la violencia, tan buena que hubiera sido inimaginable en un pasado no tan remoto.

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