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Amnistía, razón y emoción
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Verónica Fumanal

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Amnistía, razón y emoción

Puigdemont perdió porque Cataluña hoy sigue siendo España. Y en política, los vencedores deben recuperar a los vencidos. La amnistía es una operación delicada, pero es la acción más racional para garantizar la convivencia

Foto: Protesta contra el gobierno en funciones tras negociaciones con Junts y ERC. (EFE/Fernando Alvarado)
Protesta contra el gobierno en funciones tras negociaciones con Junts y ERC. (EFE/Fernando Alvarado)
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Confrontar emoción y razón es siempre un ejercicio complejo, porque el primero se impone sobre el segundo debido a que los sentimientos son respuestas automáticas, viscerales, mientras que la razón implica operaciones cognitivas más complejas que incluyen, sobre todo, una voluntad expresa: hay que querer pensar. La amnistía es una operación política delicada porque toca los sentimientos de gran parte de la población; sin embargo, al mismo tiempo es la acción más racional ante el nudo que supuso el procés para Cataluña y para el conjunto de España.

Posiblemente, la peor consecuencia del procés a nivel social fue la ruptura emocional de una parte de los ciudadanos catalanes y de todo el país. Sentirse parte de un grupo diferente implica una preferencia por uno y un cierto rechazo del otro. Los que se sienten parte de una colectividad tienden a minusvalorar las diferencias que existen dentro del grupo, mientras exacerban las que puede haber con el resto: se trata de un proceso de cohesión endogrupal y de diferenciación exogrupal. El independentismo recorrió este camino, haciendo que partidos tan diferentes como Junts, ERC y la CUP parecieran lo mismo en lo que se llamó la "unitat d’acció". Cuando lo cierto es que un independentista republicano puede tener más que ver con un militante de izquierdas de Parla que con un exconvergente del Empordà. Esta comparación tiene que ver con la razón, mientras que el grito de unidad de acción durante los años del procés tenía más que ver con la emoción.

Durante el procés, se rompieron muchos lazos, generando emociones muy negativas de unos, recelando de otros. Los gritos de "a por ellos" con los que marchaban los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado eran respondidos en Cataluña con barricadas en la calle y ocupación de espacios públicos en los que se odiaba a España con todas las fuerzas. Las emociones del miedo, la traición y la rauxa tomaron el control de la situación política, en detrimento de las opciones racionales que intentaban hacerse hueco en forma de banderas blancas que invitaban al diálogo en catalán desde Madrid. Parlem?

Han pasado 6 años, y las emociones empiezan a encauzarse en una operación política en la que imperan la razón, el pensamiento y la voluntad de poner fin a una etapa: un borrón y cuenta nueva en la que queden atrás los odios y los recelos hacia "los otros". Sin embargo, la tentación de seguir aferrado a ese sentimiento de ofensa es tan grande y tiene tantos actores dispuestos a avivarlo que, a pesar de que finalmente llegue a aprobarse esa ley de amnistía, no garantiza que pueda acabar con toda la emocionalidad destapada durante los años duros de la unilateralidad.

Puigdemont está sentado haciendo política con el país al que hace unos años no reconocía

Cada día que pasa, reconozco que es más duro defender una medida de gracia para unos tipos que parecen querer humillar a quienes están dispuestos a concederla. Pensar en Puigdemont, su soberbia, sus ganas de protagonismo y cómo volverá a España envuelto en su desnudez de rey pretencioso desata emociones negativas que conducen directamente al sentimiento de venganza. ¡Puigdemont a la prisión! Humillación, soberbia, venganza. Un país y su convivencia no puede quedar atrapado en estos sentimientos. Nada bueno proviene de una política envenenada por el odio al otro, por el insulto, por la falta de ganas de querer llegar a una solución.

Por ello, cuando una se para a pensar en la situación que ahora acontece en la política española, se da cuenta de que el señor Puigdemont está sentado en una mesa pactando la gobernabilidad de España. El mismo país que él pretendía desestabilizar en la UE, el mismo país al que acusaba de vulnerar los derechos políticos de sus ciudadanos, el mismo país al que prometía romper en dos trozos. Puigdemont está sentado haciendo política con el país al que hace unos años no reconocía. Y sí, con un componente de beneficio personal también para él. Pero, sinceramente, no cabía esperar otra cosa de alguien que le prometió a los suyos que no huiría. Por lo tanto, el análisis racional de esta situación tiene una conclusión: Puigdemont perdió porque Cataluña hoy sigue siendo España. Y en política, los vencedores tienen la responsabilidad de recuperar a los vencidos.

Nada bueno proviene de una política envenenada por el odio al otro, por el insulto, por la falta de ganas de querer llegar a una solución

Otro argumento racional desmiente ese emocional que asegura que todos los independentistas que estuvieron en las manifestaciones y que apoyaron el 1 de octubre están en contra de que Junts pacte el nuevo gobierno del PSOE. Más de 3.000 personas están imputadas por casos relacionados con el procés. Esto quiere decir que casi un 100% de los ciudadanos catalanes conocen a alguien imputado y pendiente de ser juzgado o condenado. Una gran parte de ellos son personas que un día fueron conducidos con un sentimiento de entusiasmo a un callejón sin salida, como se demostró con la vía unilateral. Pero hoy, la mayoría de estas personas son conscientes de que, mientras tengan una causa judicial, están mermados como ciudadanos de pleno derecho para la cotidianidad de pedir un préstamo o de conseguir un trabajo. Por lo tanto, la amnistía no es hacer borrón y cuenta nueva con Puigdemont y sus lugartenientes, sino una oportunidad a todas aquellas personas que, con más corazón que cerebro, se dejaron llevar esos días y que hoy, posiblemente, se arrepienten.

Estos días, escuchado tertulias y leyendo tribunas, se encuentran más argumentos emocionales que guiados por la razón. Casi todos se centran en la figura de Puigdemont, haciéndole el caldo gordo al tipo que está encantado con este protagonismo inesperado. Y aluden a que no se puede salir con la suya, a que tiene que tener su merecido y a que se está humillando a España. Entiendo los conceptos sobre aplicar el correctivo al insurrecto, al desobediente, pero no entiendo el concepto "humillar a España". Para empezar, porque no humilla quien quiere, sino quien puede. Y el señor Puigdemont ya no puede humillar al Estado que le ganó la partida. Y en segundo lugar, porque los países no tienen sentimientos, no pueden sentir humillación, en lo que parece una especie de proyección en la que el Estado son ellos mismos y se sienten humillados por la amnistía. De nuevo, más emoción que razón.

Y frente a los que consideran que pagar la pena es indispensable, aposentados en un estado de emoción guiado por la necesidad de venganza, nos situamos los que consideramos que, atendiendo a la razón, si el Estado permite las amnistías es porque hay momentos en los que la política necesita resetear a través de un proceso exprés de perdón que asuma que no todo se hizo bien. Un mecanismo que permita mirar hacia el futuro, dando por acabado debates de suma cero, en los que unos y otros consideran tener la razón con los argumentos más básicos en la mano. Y para muestra, la falta de pronunciamientos explícitos a nivel internacional que evitaron pronunciarse sobre el espinoso asunto del derecho a decidir y de la unidad del Estado durante los años del procés.

Un futuro de convivencia

Se dirá que en esta tribuna en la que confronto razón y emoción estoy eludiendo un tema fundamental, la necesidad de Sánchez de contar con los votos de Junts para reeditar el gobierno de coalición. No hay que ser naif, es evidente que el PSOE no hubiera afrontado esta operación de gracia ahora, sin la necesidad aritmética de los de Puigdemont. Pero no es menos cierto que la vía de la desinflamación del conflicto territorial se hubiera tenido que abordar tarde o temprano. Y la única vía para no dejar cabos sueltos era la amnistía y no el indulto. Porque Puigdemont estaba decidido a no volver más a España y, por lo tanto, no se hubiera podido juzgar nunca a un señor que hubiera seguido haciendo política del agravio. Y el resto de los implicados hubieran sido juzgados con condenas que nunca habrían alcanzado al responsable principal, pero que hubieran devuelto a la esfera pública sentimientos de injusticia y, por ello, de recelo hacia el Estado. En una espiral poco esperanzadora que augura nuevos desafíos en el futuro.

Estos días, como en aquellos del procés, es más fácil defender la vía del sentimiento, de la venganza hacia los que nos intentaron humillar, que la de la razón de pensar que esta vía puede ofrecer unas décadas más de conllevancia que, según Ortega y Gasset, es la única opción posible con el desafío territorial. Ya en la madurez del filósofo, publicó el libro Ideas y creencias, sobre cuáles son las diferencias entre pensar y creer, en el que defiende la voluntad de afrontar racionalmente las situaciones frente a dejarse arrastrar por las asunciones que damos por sentadas. Reivindicarlo hoy en estas dos posiciones resulta pertinente para posibilitar un futuro de convivencia en España.

Confrontar emoción y razón es siempre un ejercicio complejo, porque el primero se impone sobre el segundo debido a que los sentimientos son respuestas automáticas, viscerales, mientras que la razón implica operaciones cognitivas más complejas que incluyen, sobre todo, una voluntad expresa: hay que querer pensar. La amnistía es una operación política delicada porque toca los sentimientos de gran parte de la población; sin embargo, al mismo tiempo es la acción más racional ante el nudo que supuso el procés para Cataluña y para el conjunto de España.

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