Sin permiso
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Podría ser mi historia, pero es la de todas las mujeres
Ellos no se han dado cuenta de nada, porque para ellos es lo normal, ni culpa, ni vergüenza, pero de qué patriarcado habláis, si ahora no puedes ni echar un piropo a una mujer
De pequeña, enseguida, te das cuenta que tu cuerpo va a ser un tema toda la vida, simplemente, no te haces cargo de hasta qué punto. Una falda inocente con unos leotardos de esos bien gordos suponían todo un acontecimiento para una niña; los chicos venían y te levantaban la falda, y aunque no se veía nada por el grosor de los leotardos, las mejillas te brotaban hasta sentir esa vergüenza que nunca se iría del todo. Primer aviso, ellos podían venir a levantarte la falda y hacerte sentir mal. Impunidad. Luego la cosa no mejora. Conforme te vas desarrollando, los pechos comienzan a ser esa protuberancia molesta y dolorosa que hace que tus compañeros dejen de mirarte a la cara. ¡Oye! Que tengo los ojos en la cara, ¿eh?. Incomodidad total, odio hacia un cuerpo que no puedes controlar y vergüenza ante los primeros sujetadores que se transparentan con las camisetas infantiles. Ya no entramos en eso del periodo y el pavor a que traspase el pantalón… aún no sabías que peor que eso sería tener que escuchar, que estás en esos días.
La adolescencia explota dentro de ti y provoca un tsunami en tu entorno. A tus amigos, sus padres, nunca les dicen que ojo cómo vuelven a casa, que procuren volver acompañados con otros amigos o que nunca se queden a solas con un grupo de mujeres. Pero a todas las chicas nos lo han dicho. En ese momento, padres y madres bienintencionados, envían mensajes a sus hijas absolutamente contradictorios: tú puedes ser lo que quieras, estudia y lo conseguirás… al mismo tiempo que te meten el miedo en el cuerpo para que no vuelvas sola a casa. Es decir, puedo llegar a ser presidenta del gobierno, pero no puedo volver segura a casa. Y te encuentras en esa situación, una noche, tus amigas se han quedado, a ti no te apetecía seguir la fiesta y recorres calles mal iluminadas con mil ojos y mil temores. Te encuentras a un grupo de hombres, da igual si son más jóvenes o más mayores que tú, ni siquiera atiendes a esos detalles. Tampoco sabes la ropa que llevas puesta, por eso de ir provocando. Y uno de ellos se hace el gracioso con el resto, grita: oye, rubia, ¿te vas sola a casa? Y en ese momento, explotan todos los avisos de tus padres y no sabes lo que van a hacer contigo, pero agarras las llaves fuerte y empiezas a caminar muy rápido. Ellos, solo se están riendo; siempre hay otro que quiere ser más gracioso que el primero. "Mujer, no corras, que no mordemos". Llegas a casa con el corazón a mil. No vuelvas a volver sola, has conocido el miedo.
Las primeras relaciones con los chicos son muy complejas. A las mujeres no nos han enseñado a disfrutar de nuestro cuerpo, sino a temerlo. Además, ya se sabe, si eres una chica que sales con muchos chicos, te conviertes en la fulana del barrio. Si, por el contrario, eres de las que vas poco a poco, eres una estrecha y una calienta braguetas. Por supuesto, nunca se sabe qué es mucho o poco. Así, que, la vergüenza, la culpa vuelven a ser tus mejores consejeras para que sientas algo parecido a la disociación entre tu cuerpo y tus deseos, en una batalla entre lo que deberías y lo que te apetece, buscando el tipo adecuado, que en esos momentos resulta el que no sea un bocazas que le cuente a toda la pandilla cómo tienes esas partes de las que te avergüenzas especialmente. En estos primeros encuentros sueles encontrarte con chicos de todo tipo, desde los respetuosos, hasta los que te exigen desde el primer momento qué hacer y cómo. Si no te apetece, si va muy deprisa y lo dices, te pueden soltar: "Es que, todavía eres una niña" y con esa afirmación que se supone que te deja mal a ti, te larga de su lado, porque le has fastidiado el plan y se ha quedado a medias. La culpa de nuevo de tu parte.
Joven, preparada, con el mantra de tus padres "tú puedes ser lo que quieras" rebotando en tu cabeza, entras en el mundo laboral pensando que ahora tienes las riendas de tu futuro. Y ahí es cuando comienzas a darte cuenta de que la carga de tu cuerpo te sigue persiguiendo también cuando trabajas. Miradas de arriba a abajo de superiores o compañeros cuando sales del despacho; nota mental, no te vuelvas a poner minifalda; mensajes con doble sentido que debes capear para no herir los sentimientos de nadie, roces casuales en las rodillas. Pronto asumes que las relaciones laborales son un campo de minas, y que ser espontánea y cariñosa puede llevar aparejado mensajes malinterpretados con opciones a más. Mensaje: "Oye, la idea que has tenido es buenísima, podríamos quedar luego, tomamos algo y la discutimos, porque te puedo ayudar a que prospere". Y tú, pensando, a lo mejor es una oferta real y todo está en mi cabeza, pero, y si luego quiere algo más. Respuesta: "Esta noche no puedo, muchas gracias, me encanta que te guste". Nuevo mensaje: "Y, mañana?". La insistencia del asunto a horas extra laborales sabes perfectamente lo que significa. Respuesta: "Tampoco, tenemos un compromiso con los amigos de mi chico". Pones a tu novio, lo tengas o no, como negativa explícita. Silencio. En la próxima reunión, en esa en la que se iba a discutir esa propuesta que tan buena idea le había parecido, él es el que primero se dedica a criticarla y, muy sutilmente, afirmar que no mereces el puesto que te han dado, te queda grande.
Puedo llegar a ser presidenta del gobierno, pero no puedo volver segura a casa
Conforme vas haciéndote adulta y gracias a tu trabajo, a la dedicación, el no permitirte ningún tipo de error, consigues hacerte una carrera profesional, con cargos de responsabilidad y poder. Siempre corre el mismo rumor. "Ésta dicen que es buena, pero siempre se dice que su ascenso se lo debe a su 'relación' con tal jefe, tú ya me entiendes". Da igual que no fuera cierto, sabes que está ahí y que además, como nadie te lo dice en tu cara, no lo puedes desmentir, te imaginas "oye, que no me he acostado con tal jefe, eh, que he trabajado en este proyecto más que todos vosotros juntos". Viajes y cenas de negocios sabes perfectamente que son un terreno abonado para meterte en la boca del lobo. Así, que poco a poco, vas prescindiendo de esa camaradería sana que tanto te gustaba, para imponer una barrera fría con otros colegas de trabajo. Prefieres que se te conozca como la Teniente O’Neill que tener que estar enemistándote con señores que se creen merecedores de una noche contigo. Hombres casados, con hijos, todo muy familiar y correcto, hasta que en un viaje de negocios se encuentran en un terreno para soltar presión o lo que es lo mismo, echar una canita al aire y tú eres la presa fácil. Saben que nunca podrás pavonearte diciendo que "te has ido a la cama con tal" comprometiendo su matrimonio, porque aunque tú seas soltera, la mala fama sería para ti ¿con un hombre casado? Mala mujer.
En este relato no hay ni una sola violación, ni un abuso, ni un solo acto delictivo. Es el día a día en una sociedad patriarcal, la cotidianidad de la relación de superioridad del hombre sobre la mujer que es evidente pero sutilmente ejercida desde la misma infancia. Roles asignados, estereotipos en los que la mujer debe cuidarse para no provocar, cuidarse para no ser violada, cuidarse para no perder un puesto de trabajo, cuidarse para no ofender. La culpa, la vergüenza, la relación de odio con el propio cuerpo te acompaña desde bien niña hasta que te emancipas de ellas con mucho trabajo personal y con amigas con las que compartes estas experiencias y otras, mucho más duras. Y la sensación de que cuando te liberas de todo ello ya has aguantado tanto que las secuelas son para siempre. Ellos no se han dado cuenta de nada, porque para ellos es lo normal, ni culpa, ni vergüenza, pero de qué patriarcado habláis, si ahora no puedes ni echar un piropo a una mujer.
Esta podría ser mi historia, pero es la de todas las mujeres.
De pequeña, enseguida, te das cuenta que tu cuerpo va a ser un tema toda la vida, simplemente, no te haces cargo de hasta qué punto. Una falda inocente con unos leotardos de esos bien gordos suponían todo un acontecimiento para una niña; los chicos venían y te levantaban la falda, y aunque no se veía nada por el grosor de los leotardos, las mejillas te brotaban hasta sentir esa vergüenza que nunca se iría del todo. Primer aviso, ellos podían venir a levantarte la falda y hacerte sentir mal. Impunidad. Luego la cosa no mejora. Conforme te vas desarrollando, los pechos comienzan a ser esa protuberancia molesta y dolorosa que hace que tus compañeros dejen de mirarte a la cara. ¡Oye! Que tengo los ojos en la cara, ¿eh?. Incomodidad total, odio hacia un cuerpo que no puedes controlar y vergüenza ante los primeros sujetadores que se transparentan con las camisetas infantiles. Ya no entramos en eso del periodo y el pavor a que traspase el pantalón… aún no sabías que peor que eso sería tener que escuchar, que estás en esos días.
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