Takoma
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El viaje a ninguna parte de Pelosi en el peor momento para provocar a Pekín
El viaje a Taiwán de la presidenta de la Cámara de Representantes ha descolocado a los analistas y a muchos políticos de su partido. Nadie entiende muy bien la utilidad de provocar justo ahora a Xi Jinping
Dejando a un lado razonamientos tabernarios y un artículo de la propia protagonista escrito en el lenguaje sin significado de la política, no he escuchado ni leído hasta ahora una explicación convincente sobre el viaje de Nancy Pelosi a Taiwán. Es un movimiento tan contraintuitivo, tan ilógico desde tantos puntos de vista, que solo podría entenderse si en el Partido Demócrata saben algo que se nos escapa a todos los demás.
Estados Unidos ha mostrado en diferentes ocasiones su compromiso a defender la isla de una agresión, pero hay que recordar que ni siquiera existen relaciones diplomáticas formales con Taipéi. La última vez que un político estadounidense de la talla de Pelosi visitó Taiwán fue en 1997, el mismo año que Reino Unido cedió el control de Hong Kong, y cuando el poder económico y militar de Pekín era una sombra del actual.
A ojos de Pekín, enviar al segundo líder político estadounidense de más peso (solo por detrás del presidente) de gira por Formosa es una profunda y gravísima humillación. Da un poco igual que en Occidente, a miles de kilómetros de distancia, nos parezca una insignificancia. En el lenguaje diplomático chino, es un mensaje inequívoco que ningún presidente puede ignorar. Por motivos históricos, culturales y por la retórica ultranacionalista que el Partido Comunista ha ido engordando en los últimos años, un martilleo constante con el que han sometido a la población.
Xi Jinping ha sido un líder particularmente agresivo frente a Taiwán y su discurso territorial ha crispado el vecindario como no lo ha estado en décadas. Algunos analistas dan por hecho que convertirá la 'reunificación' en una de las prioridades de su próximo mandato —para darle sentido histórico y ponerse a la altura de Mao y Deng Xiaoping— si consigue la reelección que tratará de lograr este otoño. Pero una provocación como la cometida por EEUU hoy puede acabar reforzando su posición en un momento delicado para sus aspiraciones. Ante la humillación del rival, lo lógico es que el partido cierre filas a su alrededor.
El presidente chino tiene por delante unos meses clave. Está obligado a enderezar el desastre económico provocado por la política ‘covid cero’, se halla inmerso en una nueva purga de la cúpula, anda al frente de la renovación de la vieja guardia diplomática —herederos de los años del diálogo, que serán sustituidos por jóvenes halcones— y preparado para enfrentarse a las tradicionales consultas del balneario de Beidaihe, donde los presidentes chinos se someten a un diálogo con sus predecesores y otros ex altos cargos, una suerte de consejo de ancianos y expertos para transmitir sabiduría, como cuando a los ‘jedi’ se les aparecen sus maestros muertos en combate.
Quizá no ha habido en las últimas décadas un momento peor que el actual para meterle el dedo en el ojo al dragón, con la guerra rugiendo en Ucrania y con clima de recesión en el ambiente. Hasta ahora, Washington ha conseguido mantener a China embridada en su pulso con Rusia. El respaldo de Xi Jinping a Putin ha sido muy ambiguo y mucho más retórico que real. Pekín no ha vendido armas, ni ha llegado a acuerdos tecnológicos para sortear las sanciones. Es cierto que el comercio se ha intensificado, incluidos los hidrocarburos, pero poco más. Siendo realistas, no cabía esperar mucho más de un régimen que ha apostado buena parte de su legitimidad al antagonismo con Estados Unidos.
Algunos analistas creen que el viaje de Pelosi puede servir al menos para demostrar que, pese a su retórica bélica, Xi Jinping no tiene mucho margen de acción. Y para dejar claro que están dispuestos a arriesgar cosas en su apoyo a Taiwán, disuadiendo a China por un tiempo de sus aspiraciones territoriales. “Pekín ha forzado tanto, ha amenazado tanto, que ya no puede subir más la apuesta”. El viaje, argumentan, puede servir como experimento para ver hasta dónde lleva realmente sus amenazas el presidente chino y, si todo sale bien, demostrar que las cosas no van a empeorar. “Si Xi no reacciona con fuerza, habrá descontento con el Partido. Y si reacciona, el escenario que se abre también es delicadísimo”. Pero incluso aunque las cábalas fuesen correctas, el riesgo que se está asumiendo es inmenso para un simple test de estrés.
Ni siquiera se entiende bien en clave electoral estadounidense, ni hay un consenso claro sobre cómo se traduce esto en votos para las elecciones de medio término de noviembre en las que, eso sí es cierto, los demócratas se juegan su futuro y el del país. Quizá se trata de arrastrar a los republicanos a algún lugar incómodo, pero son todo especulaciones y sigue siendo demasiado arriesgado. Tampoco parece que el viaje contribuya a despejar el escenario más temido de todos: acabar 2022 en profunda recesión, con las Cámaras tomadas por congresistas 'trumpistas', Xi Jinping proclamado emperador y Europa sumida en una crisis energética y económica que haga titubear a la coalición.
La fórmula elegida para el viaje (la presidenta y varios legisladores demócratas de alto nivel, pero sin el apoyo de la Casa Blanca) es igualmente desconcertante. Es cierto que los congresistas estadounidenses tienen mucha más libertad que los de otros países y a menudo responden a agendas propias y abandonan la línea del partido. Pero aquí no estamos hablando de un senador de Oklahoma con intereses particulares, sino de una vértebra del 'establishment' demócrata.
El viaje de Pelosi es incómodo incluso en Taipéi, hasta tal punto que ha habido un debate sobre cómo debería ser recibida. Para evitar nombrarla en la agenda oficial, se ha tirado de eufemismos. Es cierto que la visita, si no hay incidentes, podría tener un efecto favorable para las perspectivas electorales del Partido Progresista Democrático de la presidenta Tsai Ing-wen, pero tampoco hay elecciones a la vista y Pekín dispone de muchas palancas para erosionar la economía del país y boicotear a las grandes corporaciones que la sostienen.
En definitiva, es un viaje que no se entiende, cuyo rechazo ha puesto de acuerdo a la mayoría de los analistas cualificados y a comentaristas tan cercanos a la propia Pelosi como Thomas L. Friedman. Solo queda pensar que el Departamento de Estado tiene alguna información, o alguna sospecha fundada, que no puede o no quiere destapar.
Dejando a un lado razonamientos tabernarios y un artículo de la propia protagonista escrito en el lenguaje sin significado de la política, no he escuchado ni leído hasta ahora una explicación convincente sobre el viaje de Nancy Pelosi a Taiwán. Es un movimiento tan contraintuitivo, tan ilógico desde tantos puntos de vista, que solo podría entenderse si en el Partido Demócrata saben algo que se nos escapa a todos los demás.
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