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Hay que decir ya la verdad sobre las imágenes que llegan de Francia
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Ángel Villarino

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Hay que decir ya la verdad sobre las imágenes que llegan de Francia

A través de la pantalla del móvil llegamos a conclusiones rotundas sobre la vida de millones de personas con las que compartimos nuestras vidas sin pensar en el fondo del fenómeno migratorio

Foto: Disturbios en Francia tras el tiroteo policial mortal contra un adolescente. (EFE/Mohammed Badra)
Disturbios en Francia tras el tiroteo policial mortal contra un adolescente. (EFE/Mohammed Badra)
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Circulan escenas protagonizadas por inmigrantes, o por hijos de inmigrantes, o por nietos de inmigrantes. Son imágenes que no hemos visto con nuestros propios ojos, pero sí a través del teléfono móvil, o de la televisión, o insertadas oportunamente en los relatos de personas de las que, por el motivo que sea, tendemos a fiarnos. A partir de esas escenas de violencia, de odio, de rabia, llegamos a conclusiones muy rotundas sobre las vidas de millones de seres humanos.

Luego hay otras escenas que también protagonizan inmigrantes, o hijos de inmigrantes, o nietos de inmigrantes. Imágenes que sí vemos con nuestros propios ojos todos los días y que, sin embargo, raramente nos conducen a conclusión alguna. Me refiero, por ejemplo, a las cañas y los menús que se sirven en los bares y restaurantes de Madrid; a las labores de las mujeres que limpian casas a cambio de dinero; a las de quienes cuidan de nuestros ancianos; a las sombras encogidas que recogen melocotones y espárragos para nuestra industria agroalimentaria; a los albañiles que se doblan la espalda en la reforma de nuestra cocina…

Foto: Los Campos Elíseos tuvieron que ser cerrados por los disturbios. (EFE/Mohammed Badra)

Estas escenas llevan muchos años sucediéndose e intensificándose delante de nuestros ojos sin haber suscitado ningún debate que nos ocupe la atención más de dos minutos. Nos hemos acostumbrado a que las personas que hacen los trabajos más humildes sean de procedencia extranjera. Basta prestarle un poco de atención para entender que este no es un asunto estrictamente humanitario, y no es desde luego una trama orquestada por enigmáticos millonarios con intereses demoniacos para destruir desde dentro nuestra civilización. Es más bien un fenómeno económico con el que convivimos desde hace décadas y que está transformando las sociedades en las que vivimos

Lo que sucede es que hemos elegido un estilo de vida determinado, evitando en la medida de lo posible la carga que supone criar hijos y renunciando a los trabajos más duros, a los menos prestigiosos y a los peor pagados. Con el objetivo de entregarnos a nuestras legítimas ambiciones y a nuestras múltiples neurosis, hemos encontrado una fórmula para que se puedan seguir sirviendo cañas en los bares, limpiando casas a diez euros la hora, recogiendo espárragos a destajo y reformando cocinas sin pagar una fortuna.

Estas escenas llevan muchos años sucediéndose e intensificándose delante de nuestros ojos sin haber suscitado ningún debate

El método que hemos ideado para lograrlo consiste en hacer un hueco en nuestro entorno a cantidades cada vez mayores de personas procedentes de países donde las posibilidades de prosperar y llevar una vida digna son mucho más remotas que en los nuestros. Hemos adornado el fenómeno con un discurso humanitario en el que son ellos los que nos deben todo, mientras que nosotros no les debemos nada. Suficiente hacemos con permitir que paseen por nuestras calles, sean atendidos en nuestros hospitales y lleven a sus hijos a nuestros colegios. Por si fuera poco, les estamos pagando por servir las cañas, cuidar de los ancianos y reformar las cocinas.

Tenemos mucha prisa y muchas cosas que hacer, y muchos problemas que inventarnos, como para dedicarle tiempo y esfuerzos a pensar a quién queremos recibir, cómo van a llegar, dónde van a instalarse o de qué manera están educando a sus hijos. Nos aburre el tema, nos incomoda, nos sobra y no queremos gestionarlo, ni procesar la magnitud del fenómeno, el mogollón que supone acoger cada año a cientos de miles de personas que han cambiado de continente, de marco cultural, de lazos familiares.

Foto: Ramón Tamames. (Reuters/Juan Medina) Opinión

Así que dejamos todo el tránsito en manos de mafias y por el camino mueren a miles; o al albur de la picaresca de los visados turísticos y rutas migratorias cada vez más extravagantes. Es un trato (mano de obra a cambio de un hueco en nuestra sociedad) en el que el peso de la iniciativa recae fundamentalmente sobre una de las dos partes. Luego, cuando finalmente se incendia el experimento de ingeniería social improvisado con el que estamos transformando nuestros países, entonces sí nos asustamos.

Una de las mejores maneras de afrontar cualquier problema, real o percibido, es estudiar sus alternativas. ¿A qué estamos dispuestos a renunciar? ¿Vamos a tener más hijos y asumir que algunos tendrán trabajos que no hemos querido hacer nosotros? ¿Hasta qué edad estamos dispuestos a trabajar para mantener la pureza étnica? ¿Queremos afrontar las consecuencias de un invierno demográfico?

¿Hasta qué edad estamos dispuestos a trabajar para mantener la pureza étnica? ¿Queremos un invierno demográfico?

Repasando los ejemplos de la historia, hay experiencias migratorias muy exitosas, otras mejorables, y algunas desastrosas. Pueden contribuir a revitalizar un país, y también pueden acabar convirtiéndolo en un polvorín, en función de cómo se hagan las cosas. Suele ser mal síntoma que se perpetúe el color de piel o los rasgos faciales como indicadores de clase social generación tras generación. Lo más grave es que solo le prestamos atención (y tampoco mucha) cuando empiezan a arder coches.

(Un matiz importante sobre el caso francés: los problemas de la 'banlieues' no siempre son homologables a los de otras comunidades inmigrantes en Occidente porque su origen se remonta a la asimilación de los nacidos en África fundamentalmente en el Magreb durante el periodo colonial francés. Por eso, algunos académicos prefieren comparar sus problemas con los de la comunidad afroamericana de Estados Unidos. Pero esa es otra historia).

Circulan escenas protagonizadas por inmigrantes, o por hijos de inmigrantes, o por nietos de inmigrantes. Son imágenes que no hemos visto con nuestros propios ojos, pero sí a través del teléfono móvil, o de la televisión, o insertadas oportunamente en los relatos de personas de las que, por el motivo que sea, tendemos a fiarnos. A partir de esas escenas de violencia, de odio, de rabia, llegamos a conclusiones muy rotundas sobre las vidas de millones de seres humanos.

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