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¿Las mujeres son un dique contra la derecha? No tan rápido
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Ángel Villarino

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¿Las mujeres son un dique contra la derecha? No tan rápido

En países de nuestro entorno, las derechas han logrado revertir la tendencia y atraer el voto femenino. El problema de Vox con las mujeres no es el espectro ideológico que ocupan, sino su torpeza

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal, y Macarena Olona. (EFE/Raúl Caro)
El líder de Vox, Santiago Abascal, y Macarena Olona. (EFE/Raúl Caro)
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La idea de que la política se está convirtiendo en una discusión de pareja lleva años rondando. Los resultados del 23-J han traído a España, con el retraso habitual, un asunto muy tratado en otros países. La inclinación quedó reflejada en un trabajo de Metroscopia el 25 de julio y recibió el sello del CIS esta semana, en su estudio sobre las tendencias de voto.

De acuerdo con los datos manejados por el organismo público, las mujeres determinadas a votar a la izquierda (44,1%) superaban en 12,7 puntos a las que preferían la derecha (31,4%). En Metroscopia, la distancia se hacía patente sobre todo entre los votantes de Vox (70-30%), y con más intensidad entre las franjas de edad más jóvenes, según explican los autores del estudio.

Foto: Las zonas de mayor renta y edad media votaron más a la derecha. (EFE/Alberto Estévez)

Estos sondeos han extendido la creencia de que las mujeres se han convertido en una suerte de dique frente a la derecha y la extrema derecha. La serie histórica muestra que la divergencia entre géneros es una realidad desde 2005, que se suavizó cuando acabó la crisis económica (en torno a 2013) y que se ha disparado con fuerza en las últimas elecciones. Y también que no siempre ha sido así: entre 1998 y 2004, el voto femenino era ligeramente más de derechas que el masculino.

Tradicionalmente, las mujeres han preferido las opciones más conservadoras en todo el mundo. Es famosa esa frase atribuida a Winston Churchill en 1911, cuando era ministro del Partido Liberal, advirtiendo a su jefe, Herbert Henry Asquith, de los peligros de permitir el voto femenino, algo que ocurriría años después. “Corremos el riesgo de morir como Sísara, a manos de una mujer”. Se consideraba que las mujeres eran más temerosas a los cambios, menos expuestas a las tendencias sociales que rugían en los talleres y los bares. Y más preocupadas por la seguridad, encerradas en casa, e influenciables por su principal entorno de socialización: la Iglesia.

La inclinación se empezó a invertir hace más de una década en casi todos los países anglosajones (y en los nórdicos) y así se ha mantenido hasta ahora. Ni siquiera cuando los candidatos han sido mujeres (como pasó con Theresa May) se le ha logrado dar la vuelta. Con líderes del pelo de Boris Johnson y Donald Trump, la brecha ha ido creciendo. Las encuestas en Estados Unidos dicen que la mitad de los hombres votaría hoy a Trump, frente al 36% que se decantaría por Biden. Entre las mujeres, sin embargo, el presidente demócrata le sacaría más de 12 puntos a su rival.

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La tentación es concluir que todo tiene que ver con el auge de los movimientos feministas y la reacción a los mismos. Pero al intentar cruzarlo con otras variables, en encuestas más complejas, la teoría no termina de sostenerse. Se ha achacado también el fenómeno a una teórica aversión al riesgo y el cambio propia del género femenino, a la brecha de estudios universitarios (60-40 a favor de las mujeres en algunos países) o a su sentido colectivo en defensa del estado de bienestar y sus avances (educación, sanidad…). Pero no se terminan de descubrir conclusiones universales y todos los estudios encuentran fisuras y excepciones. En Israel, por ejemplo, las mujeres son mucho más partidarias que los hombres de imponer medidas autoritarias con tal de mejorar la seguridad de sus familias.

Una de las teorías más convincentes es la que se ha utilizado para explicar la aversión de los hombres estadounidenses al Partido Demócrata. Además de rupturista frente al statu quo actual (las élites de Washington y todas esas cosas), la propuesta de Trump es una vuelta al pasado feliz del sueño americano. Y volver a los años cincuenta es una idea que seduce mucho más a los americanos que a las americanas. No solo por el reparto de las tareas domésticas y los roles proyectados en las salas de cine, sino también por la evolución del mercado laboral, como explicaba Debora Spar en esta entrevista. Mientras los trabajos tradicionalmente masculinos han sufrido un grave deterioro (industria, agricultura…), los empleos feminizados van viento en popa (educación, cuidados, sanidad…). Se podría cerrar el círculo hablando de la crisis de la identidad masculina tras la recomposición de los roles, como argumenta Richard V. Reeves, a quien también hemos entrevistado aquí.

Foto: Debora Spar. (Cedida)

Pero todas estas teorías tienen al menos dos salvedades importantes, tan relevantes y tan cercanas que no pueden ser consideradas como la excepción que confirma la regla. La primera: Fratelli d’Italia logró cerca de un 30% del voto femenino en las elecciones que hicieron presidenta del Consejo de Ministros a Giorgia Meloni, frente al 21% del Partido Demócrata. En Francia, Marine Le Pen ya ha registrado más intención de voto entre las mujeres que entre los hombres, invirtiendo una tendencia que parecía consolidada en la serie histórica.

La primera gran diferencia es la más evidente: ambos candidatos son mujeres. En el caso italiano, Meloni ha logrado crear una narrativa capaz de seducir a las mujeres. Su autobiografía (Yo soy Giorgia) está claramente construida con ese propósito. Se retrata como una mujer moderna, que siempre ha salido adelante por sí misma, que prefiere vivir separada de su pareja (siguen juntos, pero no viven en el mismo apartamento) aunque tengan una hija. Es católica, pero más como reivindicación cultural que como dogma social, y vive su sexualidad sin demasiados tabúes. Habla de su padre, que la abandonó cuando era una niña, y dedica muchas páginas a reivindicar la fuerza femenina, la capacidad de soportar el dolor físico y psíquico, la determinación en la pelea de la vida... Aunque se distancia de los discursos feministas contemporáneos con abundantes y profusos matices, subraya en cada capítulo todo lo que ha tenido que batallar para llegar donde ha llegado a pesar de ser una mujer.

Foto: Giorgia Meloni, en la sede de su partido, Fratelli d'Italia, durante la noche electoral en Roma. (EFE/Ettore Ferrari)

En el caso de Le Pen, ocurre algo parecido. La presidenta de Agrupación Nacional siempre ha jugado con la idea de un feminismo distinto, mostrando su preocupación por los problemas de las mujeres (y también de los homosexuales, como muchos de los ultraderechistas centroeuropeos). Y se ha beneficiado de un factor externo a su partido: la llegada de Éric Zemmour a su espectro ideológico, un candidato que ha capitalizado el voto más machista y retrógrado, equilibrando sus apoyos, cediéndole espacio para construir un discurso menos testosterónico.

En definitiva, el problema de Vox, como quizá también el de Donald Trump, no es tanto que la ultraderecha repela estructuralmente a las mujeres por sus propuestas políticas, sino que las aleja porque han decidido explotar especificidades discursivas muy acentuadas. O dicho en otras palabras, Meloni y Le Pen han sabido crear una alternativa política de derecha populista sin espantar el voto femenino. Por una serie de casualidades biográficas y otros motivos que dan para otro artículo, en Vox han preferido copiar a los movimientos surgidos en América y en Europa del Este (Polonia y Hungría). Si quieren aspirar a algo más que a ser una incómoda muleta, quizá deberían fijarse en lo que ocurre a menos distancia de nuestras fronteras.

La idea de que la política se está convirtiendo en una discusión de pareja lleva años rondando. Los resultados del 23-J han traído a España, con el retraso habitual, un asunto muy tratado en otros países. La inclinación quedó reflejada en un trabajo de Metroscopia el 25 de julio y recibió el sello del CIS esta semana, en su estudio sobre las tendencias de voto.

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