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Ángel Villarino

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La profesión más triste de España

La degradación de la política tiene que ver también con su incapacidad para incorporar talento. No hay mucha gente dispuesta a meterse en una lista electoral si puede dedicarse a otra profesión

Foto: Alberto Garzón. (EFE/Kiko Huesca)
Alberto Garzón. (EFE/Kiko Huesca)
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Que Alberto Garzón haya acabado siendo víctima de su propia demagogia no significa que haya que aplaudirla. La degradación de la clase política española es un asunto demasiado serio como para zanjarlo por justicia poética. Los incentivos para presentarse en una lista electoral o aceptar un cargo son ya tan pocos que la profesión -vocaciones aparte- atrae a quien no tiene otra cosa mejor que hacer, a quien ya llega con las espaldas cubiertas (una plaza de funcionario a la que volver o un patrimonio esperando) o a personas con trastornos de personalidad narcisista.

La política en España nunca ha estado muy bien pagada en términos relativos. No lo ha estado en comparación con otros países y, sobre todo, en comparación con profesionales del sector privado a los que se les exige el mismo nivel de responsabilidad, exposición pública y dedicación. Para cargos de bajo y medio nivel, es complicado incluso conseguir una hipoteca, ya que su trabajo solo está garantizado hasta las siguientes elecciones o la próxima purga. Hace un par de décadas, la carrera política al menos gozaban de prestigio social. “Uno podía salir a cenar siendo ministro y el camarero te reservaba la mejor mesa. Ahora, con suerte, no te cae un escupitajo en la sopa”.

Si solo fuera eso, ni tan mal. Pero la progresiva judicialización de la política ha hecho que se convierta además en una profesión de riesgo. Cualquier decisión administrativa, cualquier licitación, cualquier descuido… pueden acabar con una imputación. Aunque no haya condena, es un proceso desagradable al que nadie tiene ganas de someter a su familia. A todo eso hay que sumar la exposición mediática, enloquecida por las redes sociales y por influencers salvajes que persiguen la vida privada de cualquier alcalde de pueblo, que tergiversan, exageran y hacen saltar por los aires las barreras entre lo público y lo privado.

Foto: Ilustración: R. Arias

Antes de seguir hay que aclarar algo importante: existen muchas formas de derrochar dinero desde la política que tampoco generan incentivos para atraer a los más preparados. Algunas de las más efectivas son ampliar el número de cargos, inventarse asesores o chiringuitos enteros, tejer redes clientelares, tratar de colocar a los rebotados o a los que se quedan sin hueco. Y, aunque suene contradictorio, es otra cara del mismo problema.

Porque lo que viene después, lo que viene cuando se acaba la carrera política, puede ser incluso peor, sobre todo para quienes no han pasado de cierto nivel o para quienes, al revés, se han achicharrado en las filas delanteras. Hace tiempo hablé (para documentar este reportaje) con un exdiputado autonómico que tuvo que eliminar del CV sus siete años de experiencia en política porque nadie quería contratarlo. “Me di cuenta de que era un problema en todas las entrevistas y de que era mejor tener esos siete años sin actividad, inventándome que había estado en el paro y dedicado a proyectos propios, antes que poner que había sido político”.

Un head hunter al que consulté, Alfonso Villarroel, me resumía el problema con esta imagen avícola: “Es muy difícil emplearlos porque vienen de un ecosistema totalmente distinto. Sobre todo si llevan muchos años viviendo de los partidos, sacarlos al mercado laboral es como llevar perdices de la granja al campo. Van a sobrevivir el 5 o el 10%. (...) La cultura directiva política no tiene mercado. La agresividad, el cortoplacismo y la intimidación son técnicas que ya no son trasladables a la empresa privada. De hecho, son repudiadas”.

Así que las consultorías de asuntos públicos están entre las escasas salidas para los expolíticos que no pueden regresar a su plaza de funcionario y quieren seguir trabajando. “Algunas, como Acento [por la que iba a fichar Garzón], están más enfocadas en los contactos, en las relaciones. Otras se basan más en la estrategia, en lo aprendido”, explican desde dentro. “Los perfiles que pueden medrar mejor son aquellos que han tenido experiencia internacional, que no son muchos. Cualquier diputado puede salir bien relacionado en Madrid, pero muy pocos son capaces de abrir puertas en Arabia Saudí, en Bruselas, Marruecos, en Estados Unidos o donde sea". Pablo Casado está valiéndose de eso para el fondo de inversión que ha montado. Aunque en otro ámbito, Zapatero o Moratinos se han dedicado a lo mismo.

Foto: Juanma Moreno recibe el aplauso de su Gobierno saliente y la bancada popular tras el discurso de investidura. (EFE/Julio Muñoz)

No es precisamente popular narrar las penas de los políticos. Y en un país con tantos sectores realmente precarios, el tema no tendría mayor trascendencia si no fuese porque sus miserias cotidianas alejan el ideal de que nos gobiernen los mejores. Esos, los mejores, hace mucho que ya no están y que no tienen intención de volver. Comparar la trayectoria profesional de los primeros diputados de la democracia con la de los actuales es hacerse daño. Incluso en los más altos cargos del Estado hay problemas para contratar a los perfiles idóneos porque casi nadie quiere dar el salto. “La gente realmente buena, en general, no quiere meterse en estos líos. Tienen que renunciar a mucho dinero, trabajar más y luego no saben lo que les espera, ni por cuánto tiempo”, explica un exministro.

La degradación de la clase política es además cancerígena para el sistema. La entrada de perfiles inadecuados, sin formación ni experiencia laboral fuera, nos resta competitividad como país, rompe los marcos de referencia y propicia la erosión de instituciones que no entienden ni respetan. Hagan el experimento. Vayan a la página web de su ayuntamiento y examinen a sus concejales con los datos que proporcionan ellos mismos. En las ciudades grandes no están definitivamente los mejores, pero en las de tamaño medio es descorazonador (con notables excepciones, como pasa siempre). Y las decisiones de las que depende nuestro futuro están en sus manos.

Que Alberto Garzón haya acabado siendo víctima de su propia demagogia no significa que haya que aplaudirla. La degradación de la clase política española es un asunto demasiado serio como para zanjarlo por justicia poética. Los incentivos para presentarse en una lista electoral o aceptar un cargo son ya tan pocos que la profesión -vocaciones aparte- atrae a quien no tiene otra cosa mejor que hacer, a quien ya llega con las espaldas cubiertas (una plaza de funcionario a la que volver o un patrimonio esperando) o a personas con trastornos de personalidad narcisista.

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