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La pregunta del 'CIS catalán' que nos debería preocupar a todos
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Ángel Villarino

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La pregunta del 'CIS catalán' que nos debería preocupar a todos

¿Prefiere vivir en un país gobernado democráticamente, aunque eso no garantice un nivel de vida ajustado a sus expectativas? ¿O está dispuesto a sacrificar libertades a cambio de bienestar?

Foto: Protestas de la oposición en Belgrado por irregularidades en las elecciones municipales y parlamentarias. (Reuters)
Protestas de la oposición en Belgrado por irregularidades en las elecciones municipales y parlamentarias. (Reuters)
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El Centro de Estudios de Opinión (el CIS catalán) publicó en febrero una Encuesta sobre valores con temas muy diferentes a los que se abordan en el Barómetro de Opinión Política, el que se suele citar para medir la temperatura al independentismo. Una de las preguntas llamaba mucho la atención, dando a elegir entre dos opciones:

- Vivir en un país gobernado democráticamente, aunque no garantice un nivel de vida adecuado a sus ciudadanos.

- Vivir en un país capaz de garantizar un nivel de vida adecuado a sus ciudadanos, aunque no sea del todo democrático.

La primera opción era mayoritaria entre los nacidos durante el franquismo, mientras que la segunda lo era entre los que vinieron al mundo tras la muerte del dictador. Resulta que los más mayores (+65 años) eran quienes más valoraban la democracia. Mientras que los más jóvenes (16-24 años), los que más valoraban el nivel de vida. Y el punto de inflexión se situaba precisamente entre los nacidos en los años de la Transición.

El director del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales de Barcelona, Oriol Bartomeus, recogía los resultados en un tuit y lo acompañaba con un párrafo de El peso del tiempo, un ensayo que publicó al año pasado, reflexionando sobre el relevo generacional y que decía lo siguiente acerca de los nacidos después de 1977:

"La democracia es lo que han vivido, su cotidianeidad, con sus elecciones, sus gobiernos y partidos. Y con sus miserias, su corrupción y sus escándalos. La Transición actúa como freno para los que la vivieron, pero no sirve para los que han llegado después. En este sentido, su relación con el sistema es más descarnada, y su reacción ante su decadencia, radical". Añadía un pronóstico: "Ni las nuevas generaciones van a acabar con la democracia, ni son un ejemplo de perfección democrática. Son lo que son, y lo que hay que intentar es entender por qué esto es así".

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Se pueden hacer muchas interpretaciones, dependiendo del prisma. Quizá nuestra sociedad de consumo ha triturado el idealismo propio de los primeros años de vida adulta, o lo ha orientado hacia cuestiones menos abstractas, como la aspiración a una vida con más tiempo de ocio. O quizá sea justo al revés: el deterioro de los salarios y las condiciones laborales, la expectativa de vivir peor que las generaciones anteriores, y el reparto desigual de la renta, hace que ellos pongan énfasis en la calidad de vida, mientras que los mayores ya han alcanzado un estatus que no ven comprometido.

En cualquier caso, la encuesta del CEO encaja con una tendencia acusada en la mayoría de los países occidentales. Los jóvenes no rechazan abiertamente la democracia, pero han dejado de otorgarle la importancia que le dieron sus mayores. Se sienten cada vez más alejados, indiferentes y, en última medida, enrabietados. Concluyen que el sistema no sirve para mejorar sus vidas y reafirman esa impresión durante episodios lamentables como el que estamos viviendo estos días en la política española.

En Estados Unidos la tendencia es ya muy acusada, y fuente creciente de inquietud. Según el Instituto de Política de Harvard, tres de cada cuatro jóvenes de entre 18 y 29 años creen que la democracia está en riesgo. En un más trabajo global, Freedom House alerta de que se están desenganchando de la vida política en prácticamente todo el mundo. Un último dato antes de abandonar la ensalada de encuestas: el Pew Research Center indica que seis de cada diez estadounidenses están ya insatisfechos con su sistema político, la cifra más alta de toda la serie histórica y especialmente acusada entre los jóvenes. La tabla del desencanto por países, por cierto, la encabezan Grecia, Italia y España.

Foto: Figuras de cera de Trump y Obama. (Reuters) Opinión

La desafección viene acompañada de otros síntomas. Las generaciones que no han vivido en carnes propias sistemas políticos autoritarios suelen identificar la democracia con sus manifestaciones más visibles: campañas electorales desquiciadas y votaciones retransmitidas como espectáculos deportivos. Sin embargo, un Estado de derecho democrático es mucho más que eso.

Lo anterior resulta evidente comparando nuestra vida cotidiana con la de los ciudadanos de las dictaduras más férreas, como puede ser la de la República Popular China. Pero para interiorizarlo, creo que resulta más útil mirar hacia lugares cercanos, hacia escenarios que se parecen más a lo que podría ser nuestro futuro. Me sirve como ejemplo un país que conozco de cerca, Serbia. Allí también se celebran elecciones en aparente libertad, también hay campañas electorales desquiciadas, posibilidades reales de alternancia de poder y escándalos de corrupción mediáticos. Se depositan papeletas con siglas enfrentadas periódicamente, existen tribunales capaces de resolver asuntos cotidianos con cierta autonomía y hay un entramado institucional que otorga un grado de seguridad y libertad a sus ciudadanos.

Pero la fachada se viene abajo de manera clamorosa cuando los derechos individuales se ponen en el camino de la élite que controla el país. Uno de mis ejemplos preferidos es el ocurrido en la madrugada del 24 de abril de 2016 en el paseo fluvial de Belgrado, cuando un ejército de gánsteres encapuchados sacaron de sus viviendas a cientos de vecinos, los esposaron, les arrebataron sus teléfonos móviles y los mantuvieron retenidos mientras las excavadoras demolían sus casas con todas sus pertenencias dentro. La policía, alertada por algunos vecinos, ignoró las llamadas de socorro. Sobre las ruinas de sus viviendas se construyó después un imponente desarrollo urbanístico de lujo, el Belgrade Waterfront, que parece sacado de una postal de Dubai.

Foto: Jovana Gligorijević. (Cedida)

Esta salvajada, orquestada por poderosos promotores conectados con la clase política y ejecutada por clanes mafiosos, fue obviada por los grandes medios de comunicación e ignorada en los juzgados. Las pocas manifestaciones convocadas en protesta fueron aplacadas rápidamente y las escasas voces que se atrevieron a levantar la voz, amenazadas. Según la periodista Jovana Gligorijević, a quien entrevistamos hace un par de años, muchas pruebas conducen hasta el entonces alcalde de la ciudad, Siniša Mali, uno de los colaboradores más cercanos del presidente Aleksandar Vučić, y quien posteriormente fue premiado con la cartera de Finanzas.

Por muy acosadas que estén nuestras instituciones, aún estamos lejos de vivir situaciones parecidas, como tampoco vivimos la compra masiva de votos o la manipulación descarada de las listas electorales. Pero eso no quiere decir que no puedan volver a aparecer los fantasmas, que no estén acechando. El margen de degradación es todavía enorme y no hace falta instaurar una dictadura de partido único para acabar sufriendo este tipo de abusos.

Sensaciones como la impotencia, la indefensión y el miedo a los caciques locales son difíciles de transmitir a quienes no lo han vivido en carnes propias. La jueza Natalia Velilla, que lleva tiempo haciendo esfuerzos divulgativos al respecto, suele insistir en la idea de que la democracia no empieza, ni acaba, con la celebración de elecciones. "Todo se santifica con las elecciones y se ha extendido la idea de que, una vez depositada la papeleta, el que gobierne está legitimado para hacer lo que quiera. Sin embargo, votar es condición necesaria pero no suficiente. Sin poder votar no hay democracia, pero poder votar no significa que haya una democracia, tampoco cuando hay alternancia de poder. Resulta fundamental el sometimiento de los poderes públicos a la ley, mecanismos de control a todos los poderes".

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De manera que el problema no es solo la desafección, sino también la incomprensión profunda de lo que significa la democracia. Todo lo que rodea al acto de votar y que seguramente motiva la respuesta de los más mayores a la pregunta del 'CIS catalán' con la que arrancábamos este artículo. "La gente joven", insiste Velilla, "cree que el estado natural de las cosas es el que tenemos ahora mismo y, cuando algo les incordia, optan de manera natural por restar derechos: libertad de opinión, libertad de movimiento, etcétera". Como hemos crecido dándolo por hecho, no terminamos de entender lo que significa vivir sin ello.

El Centro de Estudios de Opinión (el CIS catalán) publicó en febrero una Encuesta sobre valores con temas muy diferentes a los que se abordan en el Barómetro de Opinión Política, el que se suele citar para medir la temperatura al independentismo. Una de las preguntas llamaba mucho la atención, dando a elegir entre dos opciones:

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