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En Ripoll sí hablan claro. ¿Por qué los llaman inmigrantes si quieren decir musulmanes?
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Ángel Villarino

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En Ripoll sí hablan claro. ¿Por qué los llaman inmigrantes si quieren decir musulmanes?

La alcaldesa de Ripoll se ha declarado abiertamente islamófoba, enmarcando con más claridad que el resto el sentimiento antiinmigración que recorre Europa

Foto: Musulmanes rezando. (EFE/Monirul Alam)
Musulmanes rezando. (EFE/Monirul Alam)
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En una entrevista reciente, Silvia Orriols, la alcaldesa ultraderechista de Ripoll, se mostraba orgullosamente islamófoba. Ante una pregunta directa de la periodista, ella decía que sí, que por supuesto que es islamófoba. La argumentación que hacía después podría suscribirla hoy una proporción considerable del electorado catalán. También del electorado español y del europeo. “Lo que es evidente”, decía ella, “es que es una religión que atenta contra los derechos y las libertades occidentales y que, por tanto, su avance en territorio europeo supone una amenaza para nuestra civilización”. Minutos antes, Orriols se había negado a responder en español a la periodista porque su nación “hace 400 años que está ocupada por el Estado español, que nos ha impuesto su lengua”. Aunque esa es otra historia.

Cataluña es desde hace décadas la región con mayor proporción de musulmanes de España. Mientras en otras comunidades autónomas los hispanohablantes llegados de América se convirtieron pronto en los extranjeros más numerosos, en Cataluña se instalaron miles de familias cuyo primer idioma no era el español. Y a las que, por ello, se percibía como una alternativa benigna para los intereses nacionalistas. En pueblos como Alcanar (Tarragona), se desenvuelven en perfecto catalán comunidades marroquíes que apenas son capaces de comunicarse en castellano. No solo hay magrebíes. Barcelona, por ejemplo, es la segunda ciudad de Europa con más pakistaníes, solo por detrás de Londres. Su ubicuidad, sumada a la situación geográfica —como la conexión con Perpiñán, feudo de Le Pen— y sociológica, ha propiciado que Cataluña se haya convertido en la puerta de entrada de la islamofobia. Sirva para documentarlo este spot publicitario del partido de Josep Anglada, Plataforma per Catalunya, rodado hace ya bastantes años.

Foto: Un grupo de inmigrantes en el exterior del albergue que la Cruz Roja gestiona en la Casa del Marino de Las Palmas de Gran Canaria. (EFE) Opinión

La islamofobia, a menudo diluida en mensajes ambiguos sobre la inmigración ilegal o sobre el legítimo derecho a discutir la regulación de sus flujos, es ya uno de los vectores de la política europea. Y ha tenido un impacto incuestionable en los discursos y los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo del 9-J. Sus apologetas suelen mezclar hechos incontestables —atentados islamistas atroces, machismo rampante, violencia sexual— con anécdotas, extrapolaciones históricas y leyendas para presentar el tema como un auténtico desafío existencial. Una amenaza potencialmente letal y ante la que hay que reaccionar antes de que sea tarde. La génesis y el desarrollo del fenómeno comparte narrativas con otras expresiones de odio a lo largo de la historia. También con la página más negra de la Europa contemporánea, con el antisemitismo. Fernando Bravo López, profesor e investigador de la Universidad Autónoma de Madrid, publicó en 2011 este ensayo que establece un juego de espejos entre ambos fenómenos y que está más vigente que nunca.

El autor cree que la islamofobia en Europa no puede compararse con el antisemitismo explosivo del periodo de entreguerras, sino más bien con la situación previa a la Primera Guerra Mundial. El debate entonces giraba en torno a la conveniencia de permitir que los judíos fueran considerados ciudadanos, con derechos equiparables al resto. Y a que lo hiciesen sin renunciar a su identidad religiosa, social y política. Había quien defendía que nunca podrían ser ciudadanos europeos y otros que pensaban que la ciudadanía no podía condicionarse a una determinada concepción del mundo, sino que bastaba con someterse a la legislación vigente. Al calor del debate surgieron movimientos más radicales que exigían sacar a los judíos del ámbito público, ya sea convirtiéndolos en ciudadanos de segunda con menos derechos, o expulsándolos.

Foto: Viajeros llegando al aeropuerto Adolfo Suárez Madrid Barajas. (EFE/Fernando Villar)

Bravo López subraya que el andamiaje intelectual del antisemitismo y el de la islamofobia tienen puntos de encuentro. Y no habla solo de las teorías de la conspiración extremas como los Protocolos de los Sabios de Sión, el Gran Reemplazo o las leyendas sobre Soros —la mayoría son más intensas, por cierto, en el este de Europa—, sino que también compara sus argumentos sobre la incompatibilidad cultural y la imposibilidad de convivencia. Ambos fenómenos establecen una barrera que en principio no es racial, sino religiosa, pero que enseguida se traslada a una esfera étnica al poner énfasis en los apellidos o los orígenes familiares. Otra técnica argumentativa recurrente es utilizar los textos sagrados e interpretarlos desde la literalidad, eligiendo pasajes que vendrían a demostrar que estamos ante un pueblo incapaz de convivir junto a otros por considerarse especial y/o determinado a dominar al resto.

Plantear una revocación de sus derechos como ciudadanos, o directamente su expulsión, es un tema muy distinto a la gestión de las fronteras

En todas las construcciones de odio, incluida la que enarbolan los islamistas frente a Occidente, hay "granos de verdad", enfatiza Bravo López, El radicalismo islámico y el terrorismo son por supuesto reales y abominables. El autor recuerda que el antisemitismo culpó durante mucho tiempo a los judíos de contagiar el bolchevismo y de su contrario: el capitalismo financiero. El relato de las banlieues como caso de estudio, como ejemplo vivo de la amenaza, recuerda al que se hizo de guetos empobrecidos, problemáticos y aislados a los que llegaron cientos de miles de judíos que huían de los pogromos de Europa del Este.

Pero incluso abstrayéndose del debate sobre los motivos, aun dándoles carta de naturaleza, la islamofobia es un fenómeno real y en fermento que no conviene equivocar con un debate migratorio más amplio. Entre otras cosas porque muchos de los musulmanes que viven en Europa no son inmigrantes ni nacieron fuera del continente. Tienen pasaporte europeo, juegan en nuestras competiciones deportivas —véase la Eurocopa— y han adquirido un peso significativo. Plantear una revocación de sus derechos como ciudadanos o incluso su expulsión, algo que ya expresan algunos políticos en voz alta, es un tema muy distinto a la gestión de fronteras y visados. Y un abismo al que no creo que convenga asomarnos.

En una entrevista reciente, Silvia Orriols, la alcaldesa ultraderechista de Ripoll, se mostraba orgullosamente islamófoba. Ante una pregunta directa de la periodista, ella decía que sí, que por supuesto que es islamófoba. La argumentación que hacía después podría suscribirla hoy una proporción considerable del electorado catalán. También del electorado español y del europeo. “Lo que es evidente”, decía ella, “es que es una religión que atenta contra los derechos y las libertades occidentales y que, por tanto, su avance en territorio europeo supone una amenaza para nuestra civilización”. Minutos antes, Orriols se había negado a responder en español a la periodista porque su nación “hace 400 años que está ocupada por el Estado español, que nos ha impuesto su lengua”. Aunque esa es otra historia.

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