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Takoma
Por
En manos de sonámbulos o los 37 días que preceden a una gran guerra
Los 37 días que precedieron a la Gran Guerra fueron "una cadena de decisiones tomadas por actores que se formaban los mejores juicios que podían basándose en la mejor información disponible"
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Muchos análisis cualificados tienden a relativizar la gravedad de la situación actual y a descartar la posibilidad de una escalada global inminente. Rusia ha incumplido sus amenazas nucleares demasiadas veces como para seguir tomándolas al pie de la letra, Irán solo pretende salvar la cara y por eso realiza ataques limitados y telegrafiados, China no está dispuesta a entrar en un conflicto abierto todavía, la diplomacia estadounidense no va a permitir una escalada que comprometa su seguridad... Son argumentos razonados, y razonables, reforzados por las ganas de seguir con nuestras vidas sin torturarnos con pensamientos angustiosos. Incluso los mercados parecen validar esta calma, y la Bolsa se mantiene inmutable ante noticias que, décadas atrás, habrían provocado un terremoto.
Esa sensación de que estamos jugando con fuego, pero que al final no va a ocurrir nada, se parece bastante a la que describe el historiador australiano Christopher Clark en un libro (Sonámbulos) en el que analiza los 37 días precedentes a la Primera Guerra Mundial. Fue publicado una década antes de que empezase el conflicto de Ucrania, en 2012, y Clark ya insistía en que los hechos que narra mantienen parecidos razonables con los que nos ocupan en el presente. Es una lectura complementaria a la famosa autobiografía de Stefan Zweig (El mundo de ayer). Trata de detallar con hechos y datos lo que Zweig transmite con sensaciones: cómo el mundo pasó en muy poco tiempo de un orden que parecía inquebrantable a la peor espiral de violencia que había vivido la humanidad hasta entonces. Solo superada por la que se produjo unos años después.
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Clark desgrana cómo “una serie de decisiones erradas, malentendidos y un sistema diplomático fallido” contribuyeron a provocar la guerra. Habla de países y líderes "sonámbulos" que se movían con aparente determinación, pero sin un entendimiento claro de las consecuencias de sus actos. Describe las pugnas entre “imperios en decadencia y potencias emergentes”. Y abunda: “Los que tomaban las decisiones fundamentales -reyes, emperadores, ministros de Asuntos Exteriores, embajadores, mandos militares y un montón de funcionarios menores- caminaban hacia el peligro con pasos calculados y atentos”. El estallido de la guerra fue “la culminación de una cadena de decisiones tomadas por actores políticos con objetivos deliberados, que eran capaces de una cierta autorreflexión, reconocían una serie de opciones y se formaban los mejores juicios que podían con base a la mejor información que tenían a mano”.
Clark dice que las instituciones de hace un siglo repetían “rituales decadentes” con “uniformes estridentes”, que centraban el debate en asuntos que ya no importaban a casi nadie. Describe a sus protagonistas como personas de un mundo que ya había desaparecido. “Se reafirma la suposición”, escribe, “de que si llevaban vistosas plumas de avestruz color verde, probablemente sus pensamientos y motivaciones las llevaban también”. Al hablar del atentado de Sarajevo contra el archiduque Francisco Fernando de Austria se fija en la “cruda modernidad” de los autores, “una organización terrorista de reconocido culto al sacrificio, la muerte y la venganza (...) diseminada en células a lo largo de las fronteras políticas”.
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Clark también trata de demostrar que una lectura de lo que ocurrió basada en “imputaciones de culpa” sobre uno u otro bando es errónea y parte del problema. Una perspectiva que se impuso porque cada contendiente justificó sus acciones hasta el último aliento, creando mitos y leyendas compartidos por toda la sociedad. Trata de entender cómo se gestó esa “polarización de Europa en bloques opuestos”, cómo “las alianzas que las grandes potencias habían formado para disuadir conflictos se convirtieron, en última instancia, en mecanismos que los facilitaron”, como resultó imposible prever que “una región periférica cómo los Balcanes, alejada de los centros de poder y riqueza, acabara desencadenando una crisis de semejante magnitud”.
Todo ello, concluye, propició el fracaso de “un sistema internacional que parecía estar entrando en una época de distensión prodigiosa y que acabó provocando una guerra generalizada”. Cada potencia pensó que estaba actuando para proteger sus intereses, pero ninguna comprendió que las acciones acumulativas estaban llevando al colapso de la paz.
La historia no tiene por qué repetirse, y por supuesto no va a repetirse siguiendo al pie de la letra un guion que tiene cien años de antigüedad. Pero no está mal parar un momento y sentir el escalofrío de verse reconocido en la descripción de un mundo, en la vida de una de esas decenas de millones de personas que permanecieron distraídas con pequeñas cuitas y problemas triviales durante los 37 días que precedieron al desastre.
Muchos análisis cualificados tienden a relativizar la gravedad de la situación actual y a descartar la posibilidad de una escalada global inminente. Rusia ha incumplido sus amenazas nucleares demasiadas veces como para seguir tomándolas al pie de la letra, Irán solo pretende salvar la cara y por eso realiza ataques limitados y telegrafiados, China no está dispuesta a entrar en un conflicto abierto todavía, la diplomacia estadounidense no va a permitir una escalada que comprometa su seguridad... Son argumentos razonados, y razonables, reforzados por las ganas de seguir con nuestras vidas sin torturarnos con pensamientos angustiosos. Incluso los mercados parecen validar esta calma, y la Bolsa se mantiene inmutable ante noticias que, décadas atrás, habrían provocado un terremoto.