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Trump está teniendo éxito en una única cosa, pero es importante
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Ángel Villarino

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Trump está teniendo éxito en una única cosa, pero es importante

La entrada de extranjeros en Estados Unidos se ha desplomado. La campaña del miedo está surtiendo efecto y los sondeos demuestran que para los votantes republicanos el fin justifica los medios

Foto: EEl secretario de Estado de EEUU, Marco Rubio supervisa en Panamá un vuelo de deportación de 43 migrantes colombianos pagado por EEUU. (EFE/Carlos Lemos)
EEl secretario de Estado de EEUU, Marco Rubio supervisa en Panamá un vuelo de deportación de 43 migrantes colombianos pagado por EEUU. (EFE/Carlos Lemos)
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Aunque cueste, se puede intentar hacer una lectura desapasionada de los cien primeros días de Trump. El saldo económico ha sido nefasto y seguramente el principal responsable de la caída progresiva en los índices de popularidad que muestran todas las encuestas. En el terreno geopolítico, y aunque aquí la propaganda permite maquillar el desastre, el resultado es también lamentable. Trump ha enfurecido a casi todos los aliados tradicionales de Estados Unidos, ha llevado a los conservadores a perder unas elecciones que tenían ganadas en Canadá, ha conseguido que China refuerce sus alianzas y su poder blando en todo el planeta, etcétera. Los dos conflictos que prometió pacificar en 24 horas se siguen recrudeciendo. Tanto Vladímir Putin como Benjamin Netanyahu se sienten más libres que nunca para llevar la guerra hasta las últimas consecuencias.

Pero hay algo con lo que sí puede sacar pecho Trump, al menos frente a su electorado. La entrada de extranjeros a Estados Unidos ha caído a plomo gracias a una campaña salvaje de acoso que está dando resultados y que siguen de cerca, para copiarla o adaptarla, activistas antiinmigración y políticos de todo el mundo. Las deportaciones masivas, los arrestos (incluído el de una jueza) y el aluvión de órdenes ejecutivas utilizadas para trasladar la imagen de que ya nadie es bienvenido ponen a prueba las costuras de la Constitución y la independencia del Poder Judicial. Pero para la mayoría de los votantes republicanos (el 87%, según las últimas encuestas) lo único importante es el gráfico que muestran los portavoces de la Patrulla Fronteriza a todas horas. En marzo solo entraron 7.181 personas por la frontera sur. Recordemos que durante la Administración Biden se superaron en muchos momentos los 200.000 ingresos mensuales.

Esta idea de que el fin justifica los medios en lo referente a inmigración abre un nuevo ciclo en la manera en la que Estados Unidos maneja una de sus principales tensiones fundacionales: la batalla entre la apertura y el aislacionismo. En contra de lo que se suele pensar, la sociedad estadounidense no se ha visto siempre a sí misma como una “nación de inmigrantes”. La expresión es, de hecho, el título de un breve ensayo de John F. Kennedy alrededor del cual se construyó un consenso que ha durado varias décadas: la convicción de que el país triunfará o fracasará en la medida en que sea capaz de incorporar a nuevas olas de inmigrantes en igualdad de derechos y oportunidades.

Pero la historia de Estados Unidos ha estado siempre sacudida por las divisiones en torno al hecho migratorio. En 1798, en medio de un episodio de tensión prebélica con Francia, se promulgaron las Leyes de Extranjería y Sedición. Esta normativa, rescatada ahora por Trump y cuya aplicación está siendo cuestionada por el Poder Judicial, otorga al presidente, entre otras cosas, la capacidad de deportar a “extranjeros peligrosos”.

Foto: Imagen de archivo de un guardia de la CECOT de El Salvado. (EP)

Durante el siglo XIX, la industrialización multiplicó tanto la necesidad de mano de obra como los temores nativistas. Millones de irlandeses huyeron de la hambruna, los alemanes escaparon de la represión post‑1848, y los chinos llegaron para construir ferrocarriles que cosieran los nuevos territorios. Al mismo ritmo que crecía la contribución de los extranjeros a la grandeza americana —canales, vías férreas, fábricas— se multiplicaban los recelos. Entre 1840 y 1860, un grupo nativista llamado Orden de los Know‑Nothing se organizó para perseguir a los católicos, especialmente a los irlandeses. Años después, en 1882, se aprobó la primera ley de exclusión, prohibiendo la entrada de los trabajadores chinos.

En los años 20 llegaría la legislación migratoria más importante, el Johnson-Reed Act, la que introdujo el concepto de “inmigrante ilegal”. Se impusieron cuotas que privilegiaban a los llegados del centro y el norte de Europa, a la vez que excluían a asiáticos, europeos del sur, judíos y eslavos. Para la historiadora Mae Ngai, la categoría de “ilegal” no solo respondía a una cuestión administrativa o legal, sino que estaba imbuida de connotaciones raciales y culturales. El concepto se convirtió desde entonces en un pilar para estructurar la identidad nacional estadounidense, moldeando la concepción sobre quién pertenece a la nación americana y quién no. Los recién llegados eran sometidos a largas colas en Ellis Island, las que se ven en las películas, y a duras pruebas de idoneidad. Cualquiera podía ser deportado a su país si no era considerado apto en base a criterios culturales y sanitarios.

Foto: Manifestantes proisraelíes se manifiestan en Nueva York. (EFE/SARAH YENESEL)

Como sucedió en etapas posteriores, el empuje nativista fue combatido sobre todo por quienes necesitaban mano de obra para sus empresas. En el Suroeste, por ejemplo, se reclutaron masivamente mexicanos para la agricultura, personas que después fueron deportadas en masa durante la Gran Depresión. La Patrulla Fronteriza se creó en esos años, concretamente en 1924, para gestionar el trasiego y cabalgar contradicciones. Mientras los empresarios llamaban a los mexicanos a cruzar la frontera con iniciativas como el Programa Bracero, a lo largo del Río Grande se reforzaban las primeras alambradas.

La tensión no se suavizó durante la Segunda Guerra Mundial. Aparecieron nuevos miedos raciales y cerca de 120.000 americanos de origen japonés pasaron años encerrados en diez campos de concentración en California. Mientras Estados Unidos se presentaba como baluarte contra el racismo nazi, sus propias leyes consagraban jerarquías raciales. La periodista Jia Lynn Yang relata las batallas parlamentarias y propagandísticas que condujeron, acabada la guerra, a la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965, inspirada en las ideas que Kennedy relató en su libro y patrocinada por dos senadores demócratas. La reforma abolió las cuotas basadas en el origen y priorizó la reunificación familiar y la captación de profesionales. Fue celebrada como una victoria de los derechos civiles, aunque introdujo nuevos límites a la población proveniente de América Latina. Circunstancia que, irónicamente, alentó la migración indocumentada y engendró el modelo de “exclusión selectiva” que persiste hasta hoy.

Pese a las nuevas restricciones, inmigrantes de todo el mundo siguieron llegando en oleadas cada vez más numerosas. Entre los años 70 y 80, la controversia se trasladó definitivamente hacia la frontera sur. En 1986 la situación era insostenible y la Administración Reagan amnistió a casi tres millones de indocumentados tratando de hacer borrón y cuenta nueva, al tiempo que se endurecía la vigilancia en la frontera y se desplazaban los controles hacia la trampa mortal del desierto.

Foto: Miembros de la Patrulla de Fronteras de EEUU tras la valla de separación con México, a la altura de Tijuana, el 13 de marzo de 2018. (Reuters)

Pero el viraje antiinmigración que han efectuado millones de estadounidenses no se explica sin el desastre provocado a partir de los años 90 por la combinación de políticas laxas y restrictivas. Esto propició que entre 10 y 15 millones de personas tuvieran acceso inmediato al mercado laboral nada más cruzar la frontera, se les diese entrada en la educación pública, un permiso de conducir, cobertura médica en algunos estados, incluso se habilitase el pago de impuestos, etcétera. Mientras, se les mantenía en la clandestinidad formal y sin ningún horizonte para solucionar su estatus o la ciudadanía. Haciendo vidas normales en casi todos los estados -con excepciones como el derecho al voto o a viajar al extranjero-, muchos de esos indocumentados se manifestaron y organizaron a cara descubierta durante la segunda Administración Obama. Cientos de miles habían llegado siendo niños, habían estudiado en suelo estadounidense y no tenían un país al que volver ni un idioma alternativo al inglés.

Barack Obama fue el último en intentar solucionar esta situación absurda provocada por un doble discurso sostenido para contentar al mismo tiempo a los empresarios que reclamaban mano de obra, a los entusiastas de la “nación de inmigrantes” y a los ciudadanos que empezaban a asustarse ante una oleada migratoria que estaba transformando el aspecto de sus barrios. El propio Obama, como Reagan, defendió una reforma migratoria que les diese papeles a quienes llevaban años dentro del país, al mismo tiempo que aumentaba el ritmo de las deportaciones y trataba de frenar las nuevas oleadas que se amontonaban en la frontera. Aunque el saldo migratorio neto con México se había estabilizado hacía algunos años y dejó de ser un problema, empezaron a amontonarse cientos de miles de centroamericanos, caribeños, etcétera. Por si fuera poco, el desastre de la guerra contra el narcotráfico impulsado por sucesivos Gobiernos mexicanos -fuertemente asesorados y financiados por Estados Unidos-, propició una auténtica industria migratoria con un peso específico en la economía de muchas regiones del país.

Ya en la campaña para ganar las primarias republicanas, Donald Trump propuso mover de nuevo el péndulo de la historia. Rompiendo el consenso y levantando un muro frente a México. Desde entonces, ningún político estadounidense con posibilidades de ganar unas elecciones importantes ha vuelto a hablar de amnistías, ni a pronunciar un discurso favorable a la inmigración masiva. Aunque las encuestas indican que la actitud de los americanos ante los inmigrantes no ha empeorado desde el punto de vista conceptual, el tema se ha convertido en un obstáculo insalvable para votantes de todos los estados y de casi todos los espectros ideológicos. El mensaje ha calado incluso entre colectivos de migrantes latinos o africanos de primera generación. Por eso, cuando en enero arrancó el segundo mandato de Trump, los demócratas no respondieron denunciando las deportaciones televisadas. Al revés, su lema era que Biden deportaba más pero con menos crueldad. Que deportaba mejor.

La mentalidad ya se ha transformado. Lo que queda por definir en este segundo mandato son los límites y las normas del nuevo consenso migratorio, un marco conceptual y también legislativo que será estudiado y copiado en muchos otros países del mundo.

Aunque cueste, se puede intentar hacer una lectura desapasionada de los cien primeros días de Trump. El saldo económico ha sido nefasto y seguramente el principal responsable de la caída progresiva en los índices de popularidad que muestran todas las encuestas. En el terreno geopolítico, y aunque aquí la propaganda permite maquillar el desastre, el resultado es también lamentable. Trump ha enfurecido a casi todos los aliados tradicionales de Estados Unidos, ha llevado a los conservadores a perder unas elecciones que tenían ganadas en Canadá, ha conseguido que China refuerce sus alianzas y su poder blando en todo el planeta, etcétera. Los dos conflictos que prometió pacificar en 24 horas se siguen recrudeciendo. Tanto Vladímir Putin como Benjamin Netanyahu se sienten más libres que nunca para llevar la guerra hasta las últimas consecuencias.

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