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La segunda Revolución Francesa o las consecuencias de un discurso confuso en lo económico y devastador en lo social
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La segunda Revolución Francesa o las consecuencias de un discurso confuso en lo económico y devastador en lo social

El rechazo de los franceses al Tratado para la Constitución Europea ha puesto de manifiesto, con notable claridad, la divergencia entre los proyectos virtuales o voluntaristas

El rechazo de los franceses al Tratado para la Constitución Europea ha puesto de manifiesto, con notable claridad, la divergencia entre los proyectos virtuales o voluntaristas que se fraguan en Bruselas y los deseos e intereses inmediatos de los ciudadanos europeos que, desde hace más de una década, vienen soportando las consecuencias de un discurso confuso en lo económico y devastador en lo social, que está dando al traste con un modelo político, alumbrado tras la Segunda Guerra Mundial, que ha proporcionado a Europa Occidental los mayores niveles de cohesión social y estabilidad política.

Tiempo habrá de analizar y seguir las consecuencias políticas y económicas de lo sucedido, una vez que se supere la retórica huera y simplista de muchos de nuestros hombres públicos y la terca realidad se vaya imponiendo. Pero en este momento sí se pueden destacar, desde una perspectiva española, dos aspectos del referéndum francés: el ejercicio abrumador por parte de los franceses de los valores democráticos y republicanos y la defensa del interés nacional frente al abandono o inhibición de éste por algunas élites políticas.

Francia, gracias a su tradición republicana, suele ser ejemplo de pluralismo y democracia para aquellos países deficitarios de ambos. Y el referéndum ha sido una muestra de ello: los políticos franceses y la sociedad civil han demostrado una soltura notable amén de gran libertad para manifestar sus posiciones, desembarazándose del cliché del pensamiento único y de la disciplina partidaria. El debate ha sido intenso y ha logrado interesar a los ciudadanos hasta tal punto que la participación ha llegado al 70% del censo electoral. Desde España, todavía tan poco plural y democrática a pesar de la retórica del establishment, sólo nos queda envidiar el comportamiento de los franceses y observar con cierta tristeza nuestro pobre y magro referéndum de febrero.

En cuanto al interés nacional, conviene señalar que los países que forman la Unión Europea representan en conjunto el núcleo más desarrollado de Europa y también el más socializado, si bien con diferencias notables entre ellos. Pues bien, con motivo de los objetivos de saneamiento de las cuentas públicas acometidos por los gobiernos europeos para alumbrar la unión monetaria y con la excusa de la construcción europea, se ha pretendido hacer almoneda de valores como el equilibrio y el bienestar social y de la propia seguridad, devaluando y desprestigiando al Estado y lo público en general en contraposición con un individualismo que, en la práctica, se viene traduciendo en el desamparo de amplias capas de la sociedad.

Los ciudadanos de esos países que han crecido y se han educado en un mundo de valores que había recuperado para Europa los sentimientos de la seguridad y del equilibrio social, cuya pérdida anterior había causado graves estragos al Continente, han pasado del desconcierto inicial a la protesta, cuando no a la desafección al propio sistema político. Hasta el momento, las sucesivas llamadas de atención se vienen despachando con escasa autocrítica por parte de la estructura dirigente, cuyo inmovilismo doctrinal y de gestión resulta cada vez más chocante.

El Estado nacional, creación europea y motor de progreso para nuestras sociedades modernas, ha sido puesto en crisis en la UE de forma prematura, ya que las llamadas instituciones comunitarias carecen de vigor y de eficacia, por lo que a los ojos de la mayoría de los ciudadanos no pasan de ser una tecnoestructura lejana que vive en un Olimpo burocrático desde el que se lanzan reiterados mensajes que, en la mayoría de los casos, suelen ser sembradores de inquietud.

Pero lo grave no es que tales mensajes se lancen desde Bruselas o Estrasburgo, sino la aquiescencia generalizada de los gobiernos nacionales sin distinción ideológica alguna. Ese es, en mi opinión, el punto de partida de la protesta de los ciudadanos que observan a los gobernantes que ellos han elegido poco resueltos en la defensa del interés nacional.

Hemos vivido tiempos en que se han creado burbujas económicas y políticas que han despreciado tanto a la economía real como a la política cercana y tradicional. Ha sido un vendaval de tal intensidad que no ha distinguido el grano de la paja y, si nos descuidamos, puede hacer tabla rasa de los valores de seguridad e igualdad especialmente apreciados en la Europa de la posguerra y que están en el origen del bienestar actual.

Todo lo señalado puede justificar el ‘no’ rotundo de los franceses, que pretende afirmar la validez del Estado y su función social y también poner freno al desvarío de algunos gobernantes que parecen olvidar cuál es su verdadero papel. Los ciudadanos europeos y los españoles en particular deberíamos tomar buena nota de ello y exigir las rectificaciones del rumbo de la construcción europea, no sea que, recordando palabras del presidente Azaña, el arroyuelo murmurante de gentes descontentas se convierta en ancho río que, en este caso, no sería símbolo de libertad y justicia.

El rechazo de los franceses al Tratado para la Constitución Europea ha puesto de manifiesto, con notable claridad, la divergencia entre los proyectos virtuales o voluntaristas que se fraguan en Bruselas y los deseos e intereses inmediatos de los ciudadanos europeos que, desde hace más de una década, vienen soportando las consecuencias de un discurso confuso en lo económico y devastador en lo social, que está dando al traste con un modelo político, alumbrado tras la Segunda Guerra Mundial, que ha proporcionado a Europa Occidental los mayores niveles de cohesión social y estabilidad política.