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El caso del metro de Valencia: la política en una sociedad llena de riesgos
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El caso del metro de Valencia: la política en una sociedad llena de riesgos

A punto de cumplirse el año de los atentados de Londres y con Atocha en la mente de todos, la muerte ha vuelto a subirse a

A punto de cumplirse el año de los atentados de Londres y con Atocha en la mente de todos, la muerte ha vuelto a subirse a un medio de transporte público. Volverá a ocurrir. Será un tren o un avión, será un crimen o un error, pero volverá a suceder. Vivimos en lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck ha denominado una “Sociedad del Riesgo” y “…la producción social de riqueza va acompañada sistemáticamente por la producción social de riesgo... ”.

Mientras algunos de nuestros políticos se parapetan tras las cajas negras y las estadísticas (hablan de “accidentes imposibles”), otros se apresuran a mostrar su lado más humano. Estos últimos han comprendido que la “gestión de riesgos” no es un puro asunto estadístico sino, ante todo, una cuestión de comunicación y de política.

En la fase anterior a que ocurra el desastre, la estadística cede progresivamente frente a la sociología y la política. Dado que la “Sociedad del Riesgo” viene caracterizada por conflictos acerca del reparto del riesgo y sus consecuencias, la cuestión de su admisibilidad es clave. Un riesgo es tanto mejor aceptado cuanto mayor es la percepción de ser un riesgo elegido (accidente de tráfico) y no sólo soportado (atentado islamista coincidiendo con nuestra presencia en Iraq). Por ello, muchos españoles culparon a Aznar (y al PP) de los atentados porque los atribuyeron al “efecto foto de las Azores”. Las explicaciones sobre nuestra participación ofrecidas no disiparon la impresión de que se trataba de un empeño personal del ex presidente contra el parecer de la mayoría de los españoles. Para los más, en España, el terrorismo islamista fue un “riesgo soportado”.

Los británicos vivieron sus atentados de otra forma. En el caso del Reino Unido, el amplio debate sobre la verosimilitud de un Atocha londinense y la percepción por buena parte de la población de los condicionantes estratégicos que les llevaron a Iraq propiciaron la convicción de inevitabilidad de un atentado (varias veces los servicios de seguridad manifestaron que era sólo cuestión de tiempo) e hicieron que los británicos no culparan a Blair del ataque.

Una vez que ocurre el desastre, la predisposición del público frente a los encargados de gestionar la situación condiciona la capacidad de generar confianza de éstos. Volvemos a la cuestión del discurso del riesgo y nos introduce en el terreno de la psicología social. Un riesgo aceptado es, generalmente, un riesgo cuya aceptación ha sido bien defendida, con “buenas razones”: argumentos válidos y defendibles y no por ello necesariamente precisos. La gestión del riesgo es una cuestión de “confianza” antes y después del desastre.

Esta confianza pivota sobre la competencia que los gestores de la situación son capaces de proyectar y el modo en el que puedan persuadir a la opinión pública de que la gestión de la información es transparente y que no se ocultan informaciones sustanciales. Ni la precipitada explicación del subdelegado del gobierno en Valencia ni la opacidad de Aznar al argumentar las razones de la aventura iraquí ni su incapacidad para convencer a los españoles de que la administración de la información tras los atentados respondía a las necesidades de la investigación reforzaron la confianza del público, en cada caso.

Una vez que han transcurrido los primeros días desde el desastre, surge la necesidad de buscar explicaciones “objetivas”. Entonces, el debate en torno a la definición de los riesgos adquiere una nueva importancia y la identificación de un determinado elemento como “causa” supone automáticamente una presión a favor de la supresión de dicha “causa”. En 2004 se “suprimió” el gobierno del PP. En esta ocasión, a menos que la tragedia del lunes pueda atribuirse con meridiana claridad al maquinista, se avecinan tiempos políticos difíciles para los “responsables” técnicos y políticos del metro de Valencia. Crisis como ésta se perciben como una “traición” –un abuso de confianza- y se buscan culpables. De ahí a la demonización hay sólo un paso (Aznar sabe algo de esto).

Sin embargo, cabe una salida para el “culpable”: mostrar empatía y humildad porque, de entrada se espera de él frialdad e indiferencia. La gestión de las emociones es clave. Puede dar la vuelta a la situación como lo hizo Schröder en las “elecciones de las inundaciones” o Bush tras el 11-S. Sin embargo, si con sus palabras o actos refuerza la expectativa de falta de humanidad sufrirá un linchamiento social inmediato.

Ian Mitroff el mayor gurú actual en Gestión de Crisis señala que “…ante una crisis, intentar separar reflexión y emoción es condenarse al fracaso”. Si Mitroff tiene razón, a Aznar, quizá, además de faltarle algo de paranoia para valorar los riesgos de su política, le sobró esquizofrenia cuando, ante el Prestige y el 11-M, se empeñó en mostrarnos que era el mismo tipo duro que se había bajado sin pestañear del coche después de que ETA le hubiera hecho saltar por los aires. En Valencia, están con Mitroff y todos quieren ser humanos, quizá demasiado humanos.

*Isaac Martín Barbero es abogado y economista.

A punto de cumplirse el año de los atentados de Londres y con Atocha en la mente de todos, la muerte ha vuelto a subirse a un medio de transporte público. Volverá a ocurrir. Será un tren o un avión, será un crimen o un error, pero volverá a suceder. Vivimos en lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck ha denominado una “Sociedad del Riesgo” y “…la producción social de riqueza va acompañada sistemáticamente por la producción social de riesgo... ”.