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Del 'café para todos' del Estado de las Autonomías a la 'barra libre' de las reformas estatutarias
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Del 'café para todos' del Estado de las Autonomías a la 'barra libre' de las reformas estatutarias

Después de casi cuarenta años de dictadura, España asistía al alborear de la democracia con una mezcla de desvelo y esperanza. Muchas eran las asignaturas pendientes

Después de casi cuarenta años de dictadura, España asistía al alborear de la democracia con una mezcla de desvelo y esperanza. Muchas eran las asignaturas pendientes tras el invierno franquista, y el despertar de todo un país empezaba a plasmarse en la libertad de voto recién conquistada, en una primavera de siglas y partidos que “ascendía a rango político de normal, lo que en la calle era simplemente normal”. Conviene felicitarse colectivamente del tránsito pacífico hacia la conquista de las libertades, pero resulta igualmente sano recordar que cualquier sacralización es peligrosa porque se basa en la idealización subjetiva de una realidad mucho más humana de lo que a veces nos gustaría.

La compleja tela de araña a lomos de la cual corre la historia –hecha de pactos, desencantos y abandonos– no siempre se parece al arcoiris autocomplaciente de la propaganda institucional. El mundo feliz no existe, porque son las miserias humanas quienes acaban forjando, a veces mezcladas con azares, errores e incertidumbres, las más sorprendentes conquistas. Es cierto que la transición fue positiva porque permitió la emergencia de libertades hasta entonces abortadas, pero no todo lo que en ella se fraguó resultó tan excelente como para espolvorearlo sobre la ciudadanía con el tufo de esas verdades absolutas que tanto daño hacen a cualquier convivencia.

Podría hablar del terrorismo que siguió matando antes, durante y después de la transición. Ese mismo que hoy se intenta amansar recortando penas y construyendo mesas de partidos en los minutos de descuento. Podría aludir a la colusión de lo público y lo privado, que ha convertido en juez y parte de polémicas financiaciones e inconfesables recalificaciones, a muchos de los que blandían la honestidad como bandera impoluta del nuevo tiempo. E incluso cabría matizar una participación ciudadana que se limita a introducir el voto en la urna cada cuatro años, mientras las listas cerradas y la férrea disciplina interna de los partidos hacen imposible una verdadera corresponsabilidad entre representantes y representados.

Aceptando que todos estos temas pueden ser materia de nuevas reflexiones acerca de una verdadera regeneración democrática, resulta necesario hacer hoy una breve referencia al famoso café para todos que inspiró el bendito, sacralizado y enaltecido Estado de las Autonomías.

Después de que las nacionalidades históricas dispusieran del autogobierno que les negó la dictadura, todos quisieron apuntarse a un nuevo modelo de Estado que ampliaba la autonomía a todas las regiones, con el fin de garantizar la igualdad y solidaridad entre ellas. Si dictadura era sinónimo de centralismo, democracia lo sería de autonomía. Y así empezó a conquistar la pista de la nueva España esta asombrosa pareja de baile que, entre piruetas nacionalistas, giros inesperados y saltos competenciales, provocó el aplauso unánime del arco político.

Derecha e izquierda –o como se dice ahora, centro-derecha y centro-izquierda– forjaron un modelo híbrido entre centralismo y federalismo que, sin ser exactamente ninguno de ellos, acabaría acercándose en la práctica al segundo extremo. La ambigua redacción del título octavo de la Constitución, junto al goteo de competencias que los gobiernos socialistas y populares cedieron a las autonomías durante sus respectivas gestiones, fueron adelgazando progresivamente al Estado. Esta anorexia crecía al ritmo del insaciable hambre nacionalista que, en virtud de un sistema electoral aún pendiente de reformas, jugaba un importantísimo papel en Madrid a pesar de su minoritario apoyo en el conjunto de España.

Creyendo que la anorexia se curaría con la dieta del café para todos, fuimos haciendo de nuestra capa autonómica un sayo irresponsable de anacrónicos localismos. Al tiempo que peligraban valores democráticos fundamentales como la igualdad de oportunidades y la solidaridad entre los ciudadanos de un mismo país, las autonomías empezaban a convertirse en predios privados de nuevos caciques que, con la excusa de acercar el poder a la sociedad acababan apropiándose de él, rodeados de una cohorte clientelar más propia del agostado siglo XIX que del fascinante XXI.

Fue entonces cuando el café para todos se convirtió en una barra libre donde sólo había que apoyar el codo en el alféizar de la Moncloa para que la ilusión consentida de sus inquilinos invitara a una competencia más, a una cosoberanía más, a una realidad nacional más con que decorar la maravillosa España autonómica.

Nunca se definieron con exactitud las reglas del juego, y mientras el melón estatal se reabría bajo la lógica perversa de inesperadas reformas estatutarias, las Comunidades Autónomas apuraban las últimas tajadas entre anacrónicos nacionalismos y estrambóticas proclamas regionalistas. Cada uno jugaba su partido, sin árbitros y jueces de línea, ante el aburrimiento de un público que empezaba a abandonar las gradas de la participación electoral.

Todo ello demuestra que, si bien el centralismo podía ser sinónimo de dictadura, la autonomía no tiene por qué serlo, siempre y en todos los casos, de democracia. Y para quien aún dude de este ligero pero importante matiz, debe recordar que cualquier barra libre no es más que una ilusión inconsistente, un oasis donde creemos que todo es gratis mientras olvidamos el exorbitante precio pagado a la entrada. Después de la resaca, tras los excesos del simulado festín, siempre acabamos reconociendo que ni la barra fue tan libre, ni el café igual de bueno para todos.

Después de casi cuarenta años de dictadura, España asistía al alborear de la democracia con una mezcla de desvelo y esperanza. Muchas eran las asignaturas pendientes tras el invierno franquista, y el despertar de todo un país empezaba a plasmarse en la libertad de voto recién conquistada, en una primavera de siglas y partidos que “ascendía a rango político de normal, lo que en la calle era simplemente normal”. Conviene felicitarse colectivamente del tránsito pacífico hacia la conquista de las libertades, pero resulta igualmente sano recordar que cualquier sacralización es peligrosa porque se basa en la idealización subjetiva de una realidad mucho más humana de lo que a veces nos gustaría.