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Fin de la legislatura, pero no de Zapatero
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Fin de la legislatura, pero no de Zapatero

El último debate en el Congreso de los Diputados ha puesto de manifiesto que España está sin jefe de gobierno, es decir, sin gobierno, aunque éste

El último debate en el Congreso de los Diputados ha puesto de manifiesto que España está sin jefe de gobierno, es decir, sin gobierno, aunque éste no vaya a ser sustituido y el país tenga que transitar lo que resta de legislatura con el cadáver de su gobierno. La rigidez del actual orden constitucional y la escasa exigencia democrática de muchos de sus componentes impedirán algo absolutamente normal en cualquier régimen democrático y parlamentario; pero no sólo eso, sino que, dadas las circunstancias y con el sistema electoral vigente, el jefe del gobierno tiene bastantes posibilidades de formar uno nuevo, tras las elecciones, aunque no las gane. A medio plazo, se puede prever un desapego mayor de los ciudadanos del poder público y una hostilidad creciente entre los integrantes del orden constitucional de 1978.

Para nadie es un secreto que el terrorismo, como expresión violenta del nacionalismo, es uno de los graves problemas que aquejan a España hasta el punto de que todos y cada uno de los gobiernos españoles de los últimos treinta años han sido decapitados por él. Repásese la historia para constatar lo que digo, desde Suárez y su patético y abrupto final hasta Aznar, pasando por Felipe González. Zapatero parece ser el siguiente de la lista, aunque podrá resistir algún tiempo más, gracias a la benevolencia de las minorías nacionalistas.

Es verdad que otros jefes de gobierno fracasaron en su empeño de acabar con el terrorismo, pero el fracaso de Rodríguez Zapatero tiene mayor relevancia porque se produce en un momento en el que está denunciada y acreditada la crisis constitucional, con la ruptura de los dos principales garantes de la Constitución de 1978, el PSOE y el PP, y el fortalecimiento del mensaje político y cultural del nacionalismo que impregna la mayoría de los comportamientos públicos. Si eso va unido al hecho de que uno de los dos partidos nacionales, en este caso el PSOE, pacta con las minorías nacionalistas la revisión, de facto, de la Constitución, resultará francamente difícil enhebrar la unidad frente a la amenaza terrorista. Porque, no cabe engañarse, el terrorismo es la punta del iceberg de un magma ideológico nacionalista que, como bien saben los que lo sufren, tiene un sentido totalitario de la política y de la educación.

El escaso vigor democrático del poder público en España se comprueba, además, cuando se pide a los ciudadanos que se manifiesten contra los terroristas y sus sostenedores. Los ciudadanos pagan sus impuestos y eligen a sus representantes para que cumplan con sus obligaciones, entre las que se encuentra garantizar el orden y la seguridad de la sociedad. Y si no cumplen, porque no saben o no pueden, deben ceder el paso a otros. Por eso, las manifestaciones de tirios o de troyanos, lo único que ponen en claro es la lóbrega orfandad de nuestro país en materia de gestores públicos.

Al igual que se pide de los ciudadanos algo que no les corresponde, cuando se supone que existen las instituciones democráticas, no se puede ir al Parlamento a hacer una proclamación de buenas intenciones y apelaciones a la unidad para tratar de diluir las consecuencias de un fracaso gubernamental. Eso no es propio de una democracia parlamentaria, más bien es un viejo rescoldo del franquismo que todavía vive entre nosotros. Las responsabilidades del gobierno y de la oposición no se pueden confundir: cada uno tiene las suyas y debe asumirlas en su integridad. Lo demás es mercancía poco democrática.

Este final de legislatura y la apariencia mediocre de muchos de nuestros dirigentes puede llevar a la desesperanza. Y es verdad que los próximos tres o cuatro años se presentan inestables desde el punto de vista político; pero no me cabe duda de que el instinto de supervivencia del país estimulará la ejecución de proyectos de revisión constitucional y de régimen electoral, que pongan las bases de la recuperación de la integridad democrática de España.

*Manuel Muela es economista.

El último debate en el Congreso de los Diputados ha puesto de manifiesto que España está sin jefe de gobierno, es decir, sin gobierno, aunque éste no vaya a ser sustituido y el país tenga que transitar lo que resta de legislatura con el cadáver de su gobierno. La rigidez del actual orden constitucional y la escasa exigencia democrática de muchos de sus componentes impedirán algo absolutamente normal en cualquier régimen democrático y parlamentario; pero no sólo eso, sino que, dadas las circunstancias y con el sistema electoral vigente, el jefe del gobierno tiene bastantes posibilidades de formar uno nuevo, tras las elecciones, aunque no las gane. A medio plazo, se puede prever un desapego mayor de los ciudadanos del poder público y una hostilidad creciente entre los integrantes del orden constitucional de 1978.