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Una revisión constitucional contraria a la que pretende Zapatero
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Una revisión constitucional contraria a la que pretende Zapatero

Durante los últimos días, tan agitados políticamente, hemos oído cómo el presidente del Gobierno nos promete el Edén con la ejecución de un proyecto de España

Durante los últimos días, tan agitados políticamente, hemos oído cómo el presidente del Gobierno nos promete el Edén con la ejecución de un proyecto de España que, según él, será un regalo para los españoles del futuro. Suponemos que lo cree así y que lo dice de buena fe, pero su obligación como gobernante sería contrastar sus proyectos con la realidad y prestar oídos a quienes desde diferentes tribunas transmiten sus dudas sobre lo que pretende y el daño que algunas de sus propuestas pueden hacer al Estado, cuya fortaleza dice defender. El último aviso le acaba de llegar de la mano de quien fuera su valedor intelectual, el profesor Sosa Wagner, que pone en entredicho las reformas constitucionales predicadas por su otrora dilecto alumno.

Para nadie es un secreto que la crisis del Gobierno, acentuada desde los trágicos acontecimientos de Barajas, tiene una relevancia especial porque se solapa con la crisis constitucional, de la Constitución de 1978, puesta de manifiesto en éstos dos años, pero fabricada laboriosamente durante los 25 anteriores. El jefe del Gobierno no ha sido el artífice de la crisis –acusación que sería injusto endosarle-; simplemente se ha dado de bruces con ella y tiene graves dificultades para ordenarla, probablemente porque ha elegido un camino que le lleva en dirección contraria al que las necesidades demandan. Porque si se trata de fortalecer al Estado como instrumento ineludible para conseguir la libertad y la igualdad de los españoles, mal se puede obtener tal fortaleza agravando su debilitamiento, en aras del pensamiento neofeudal que se ha adueñado de los comportamientos públicos de España.

Es un hecho aceptado por toda la historiografía que España es uno de los primeros Estados modernos que, en la Europa del siglo XV, nacieron asociados al concepto de nación y personificados en Monarquías patrimoniales, capaces de superar las concepciones feudales de la Edad Media y dar paso a una Edad Moderna, más ilustrada y evolucionada económica y socialmente, bajo las pautas del Renacimiento. Ese Estado-nación fue una construcción jurídico-política que permitió a las monarquías europeas de la época llevar a cabo la ordenación y gobernación homogénea de sus territorios, a la par que acometían la expansión colonial de los siglos XVI y XVII.

España participó significativamente en los ideales que configuraron el Estado Moderno, pero conviene advertir que una errónea deriva política de las Dinastías –tanto de la Casa de Austria como de la Casa de Borbón- impidió la evolución natural y ordenada del Estado, rodeado del aprecio de los propios españoles. Después de la Paz de Westfalia de 1648, nuestra Historia se distancia y separa de las corrientes dominantes en Europa, favorables a la soberanía de los Estados, haciendo abstracción del hecho religioso. España no siguió ese camino y pagó el precio de su declive y aislamiento.

Como consecuencia de ello, el Estado se encontraba en España muy desacreditado cuando se produjeron los primeros intentos de cambiarlo en el siglo XIX, al socaire de los vientos provenientes de la Revolución Francesa. Al contrario que los europeos del mismo siglo, cuyo objeto principal fue dar otros contenidos ideológicos a sus Estados respectivos, los españoles que deseaban el cambio se encontraban con la necesidad de cambiarlo de arriba abajo o, mejor dicho, de acometer su reconstrucción. Tal era su ruina y descrédito.

Las Cortes de Cádiz, con la aprobación de la Constitución de 1812, dieron carta de naturaleza a un Estado-nación que reconocía la soberanía nacional y preconizaba la unidad de la nación bajo los principios liberales. Los diputados de Cádiz no abjuraron del Estado, sino que lo transformaron para hacer posible su continuidad y, lo que es más importante, lograr el aprecio de los españoles hacia las nuevas instituciones.

La mediocridad y mal hacer del rey Fernando VII, junto con las disputas de la dinastía por razones hereditarias, sumieron al país en un siglo XIX atroz, que impidió la reconstrucción del Estado tal como habían pretendido los liberales de Cádiz. El liberalismo español cayó en la tela de araña de las peleas dinásticas y no pudo dominar las inercias retardatarias que aquellas imponían, pero, aun así, dejó un caudal doctrinal, basado en la defensa de la unidad de la nación española, cuya soberanía era indiscutible. El Estado, no obstante, no pudo superar el daño infligido por la dinastía.

Eso explica que cuando España se abrió finalmente a las ideas democráticas y de progreso, afloraran de inmediato sentimientos generalizados de anticentralismo y, en bastantes casos, de antiestatalismo, que han provocado la necesidad de enunciar formulaciones políticas nuevas. Toda la política y la historia españolas del pasado siglo han vivido condicionadas por el problema anterior y en ello seguimos.

La autonomía regional y la Segunda República

El derecho a la autonomía regional se reguló, por vez primera, en la Constitución de la Segunda República, con las suficientes cautelas para evitar su extensión desmedida o apresurada y para preservar la preeminencia del propio Estado. Los recuerdos de experiencias anteriores pesaron sobremanera en los constituyentes republicanos y excitaron su prudencia y también su inteligencia política. Hasta tal punto ello fue así que los artículos de la Constitución dedicados a la organización nacional no dejaban abierta ninguna cuestión relativa a los poderes y facultades de la República ni, en su caso, a los de las futuras regiones autónomas.

Con el fin de dejar clara la preeminencia del Estado como factor de integración, el artículo 22 de la Constitución republicana se redactó en los siguientes términos: “Cualquiera de las provincias que forme una región autónoma o parte de ella podrá renunciar a su régimen y volver al de provincia directamente vinculada al Poder central. Para tomar este acuerdo será necesario que lo proponga la mayoría de sus Ayuntamientos y lo acepten, por lo menos, dos terceras partes de los electores inscritos en el censo de la provincia”.

Impelida por las circunstancias, la Constitución de 1978 tuvo que abordar el mismo problema y, en mi opinión, lo hizo de forma más laxa y apresurada, primando en exceso las tesis nacionalistas y promoviendo desde el poder la constitución de numerosas regiones autónomas, las cuales configuran el actual Estado de las Autonomías.

Desprecio por los valores del Estado

Durante los 27 años de vigencia de la Constitución se ha producido un fortalecimiento social y político de las minorías nacionalistas que gobiernan en regiones importantes, Cataluña y País Vasco, en paralelo con un desprecio de los valores del Estado como factor de unidad nacional e igualdad social, no solo en esas regiones, sino, lo que es más grave, en el resto de las regiones autónomas, que han dedicado grandes esfuerzos presupuestarios para cultivar y desarrollar originalidades autóctonas con las que afirmarse en su supuesta identidad específica. Todas olvidan, casi sin excepción, que jurídicamente son órganos del Estado al que menoscaban y rehuyen en un ejercicio de miopía política claramente lesivo para los intereses generales.

Por su parte, los sucesivos gobiernos nacionales, sustentados por partidos con responsabilidades de poder en la mayoría de las Comunidades Autónomas, han sido complacientes con el fenómeno y, en bastantes casos, han hecho dejación de sus competencias, sobre todo en materia educativa. Como consecuencia de ello, el poder central se encuentra inerme para ejecutar la mayoría de las políticas que interesan a los ciudadanos, tal que la educación, ya mencionada, la sanidad, la vivienda, las obras públicas, la fiscalidad, incluso algunos aspectos importantes del sistema financiero. Son las diferentes Comunidades Autónomas las que ostentan el verdadero poder, que suelen ejercer sin visión del conjunto del Estado al que pertenecen y deben su propio origen.

El desarrollo y ejecución de ese modelo político ha producido una gigantesca tela de araña de intereses, fundamentalmente políticos y económicos, en los que se incluye una determinada clase política profesionalizada, renuente a cualquier cambio de modelo. La Constitución, perfectamente blindada, y las leyes electorales han venido garantizando el disfrute, en alternancia ordenada, del poder público para los protagonistas y guardianes de la Transición. Los ciudadanos han sido testigos, y sufridores en algunos casos, de una construcción jurídico-política que deja poco espacio a sus iniciativas, salvo las convocatorias electorales periódicas, bastante ahormadas por los partidos dominantes.

El sinsentido de las reformas estatutarias

Pero, a pesar del caudal de privilegios recibidos, las minorías nacionalistas han puesto sobre la mesa pretensiones de mayor calado, aprovechando la endeblez parlamentaria de un Gobierno dispuesto a hacerse eco de las mismas: fruto de ello han sido los proyectos generalizados de reformas estatutarias, a los que se han apuntado todos los partidos políticos -dignos émulos del café para todos de 1978- sin excepción y sin realizar la menor autocrítica sobre el magro balance que, para el ciudadano que paga tributos, presenta hoy el proceso iniciado hace casi treinta años. Se trata de engordar la tela de araña hasta donde se pueda, mejor dicho, hasta donde lleguen los recursos públicos.

Dada la situación creada, que amenaza con ir a más, valdría la pena apelar a la concepción liberal y republicana del Estado para establecer límites claros y precisos al derecho a la autonomía de las regiones, delimitando y cerrando su marco de competencias. La regulación de ese nuevo marco competencial habría de basarse en la idea de reforzamiento del Poder Central como garante de la libertad y la igualdad de los españoles, recuperando parte de las facultades perdidas en educación, sanidad y vivienda, por citar algunas materias sensibles, junto con el enriquecimiento de las competencias de los municipios, que son la administración más cercana a los ciudadanos. Sería justo la revisión constitucional contraria a la que pretende el señor Zapatero.

En mi opinión, el progreso y el bienestar de los españoles no deberían sacrificarse en el altar del pensamiento neofeudal y del clientelismo político que, como nueva versión del caciquismo, inexplicablemente se ha adueñado de nuestra vida pública, siendo su conclusión la división y el empobrecimiento de nuestro Estado.

*Manuel Muela es economista.

Durante los últimos días, tan agitados políticamente, hemos oído cómo el presidente del Gobierno nos promete el Edén con la ejecución de un proyecto de España que, según él, será un regalo para los españoles del futuro. Suponemos que lo cree así y que lo dice de buena fe, pero su obligación como gobernante sería contrastar sus proyectos con la realidad y prestar oídos a quienes desde diferentes tribunas transmiten sus dudas sobre lo que pretende y el daño que algunas de sus propuestas pueden hacer al Estado, cuya fortaleza dice defender. El último aviso le acaba de llegar de la mano de quien fuera su valedor intelectual, el profesor Sosa Wagner, que pone en entredicho las reformas constitucionales predicadas por su otrora dilecto alumno.