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Cataluña en su laberinto
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Cataluña en su laberinto

Un año más la clase política catalana, que no los catalanes, ha celebrado el 11 de septiembre sacando a relucir la lista de agravios tradicional junto

Un año más la clase política catalana, que no los catalanes, ha celebrado el 11 de septiembre sacando a relucir la lista de agravios tradicional junto con la ensoñación de dotarse de un estado propio, que actuaría como bálsamo de fierabrás contra los males que aquejan al país. Un remedo alicorto de los ‘cahiers de doleances’ de la prerrevolución francesa de 1789, sin concesión alguna a la autocrítica de quienes vienen gobernando la amplísima autonomía de Cataluña desde hace casi treinta años.

Desde la segunda mitad del siglo XIX, Cataluña aparece entre las primeras regiones de España por su nivel de desarrollo y de educación: las burguesías emergentes contribuyeron al impulso de la industrialización catalana y supieron sacar provecho del repliegue de España a su territorio peninsular, una vez independizadas las grandes colonias de América del Sur, cuya conclusión fue la pérdida de Cuba y Filipinas en 1898. Esa crisis española, combinada con la inteligencia de algunas clases dirigentes catalanas, convirtieron a Cataluña en uno de los sostenes más destacados de la Restauración canovista, que va de 1874 a 1931.

Durante la Restauración, Cataluña fue consciente de su importancia y se esforzó por desarrollarse para lograr unos niveles de bienestar que otras regiones españolas ni pudieron ni supieron obtener. Bien es verdad que para ello contó con el apoyo de los gobiernos de la Monarquía, que nunca dudaron en atender las peticiones fiscales y de otro orden, procedentes de Cataluña. Pero como ocurre con frecuencia, el saberse importante o casi indispensable conduce a elevar el listón de las exigencias. Y así sucedió cuando una parte de la burguesía catalana abrazó los contenidos de las Bases de Manresa de 1892, que son la primera formulación nacionalista de Cataluña. A partir de ahí, una parte de las clases sociales ilustradas catalanas se introduce en el romanticismo nacionalista, creando dudas sobre el porvenir de Cataluña en España. La cuestión catalana, trufada de nacionalismo y anarquismo, se convirtió en uno de los elementos de la crisis de la monarquía de Alfonso XIII hasta el punto de situarse en el epicentro de su hundimiento.

La Segunda República española fue generosa con Cataluña: las Cortes Constituyentes aprobaron en septiembre de 1932 su primer Estatuto de Autonomía, que pretendía dar satisfacción a las aspiraciones catalanas, sin poner en riesgo la unidad española. Pero tal objetivo no se consiguió: la deslealtad del nacionalismo catalán para con la República es un hecho histórico, demostrativo además de la cortedad de miras y de la ignorancia sobre el contexto social y político en el que pretendía desarrollarse el régimen republicano.

Como la inteligencia y la capacidad innovadora no son fáciles de eliminar, Cataluña tuvo la oportunidad de situarse a la cabeza del crecimiento económico de España cuando se inició la liberalización de la economía en los años 60 del siglo pasado, en pleno franquismo. Fue tierra de promisión y acogida para cientos de miles de españoles de otras regiones, que buscaban salir de la penuria de sus lugares de origen. Su bienestar y laboriosidad eran un ejemplo a imitar.

La aprobación de la Constitución de 1978 permitió a Cataluña la obtención de su segundo Estatuto de Autonomía, también amplísimo de facultades. Eso unido a un apoyo inequívoco a las tesis nacionalistas por parte de los gobiernos centrales que, a lo largo de estos treinta años, han permitido que el nacionalismo parezca la única expresión legítima de Cataluña, sacrificando en ese altar nacionalista la pluralidad y la tolerancia propias de cualquier sistema democrático. El nacionalismo ha sido dueño y señor de los destinos de Cataluña, disponiendo de los presupuestos y capacidades suficientes para procurar su desenvolvimiento y bienestar, que es lo que cabe esperar del poder público. Pero no ha sido así.

Después de la aventura osada de un nuevo Estatuto de Autonomía, que ha herido de muerte al orden constitucional, todos nos hemos dado de bruces, incluidos los propios catalanes, con el colapso de las infraestructuras de Cataluña. En mi opinión, uno de los hechos más relevantes de la política española reciente, porque pone de manifiesto adonde conduce la renuncia a gobernar, pensando en el futuro y el interés general, cambiándola por prioridades de nacionalismo virtual a las que se ha venido dedicando tiempo, esfuerzo y dinero. Han sido largos años de inacción en los que es posible que alguna responsabilidad incumba a los gobiernos centrales; pero la mayor de ellas corresponde a los políticos nacionalistas catalanes que no han estado a la altura de sus responsabilidades. Los ciudadanos catalanes vienen avisando de su insatisfacción: elección tras elección, con referéndum de por medio, los niveles de participación son cada vez más escuálidos y nadie se da por enterado.

Por eso, resulta desalentador comprobar el empecinamiento de muchos de los responsables del desaguisado, que perjudica notablemente el futuro de su propio país, en achacar sus fracasos a tal o cual ministro de turno, proponiendo como salida recetas rancias y poco realistas que ya no satisfacen ni a sus menguantes clientelas electorales. Vale la pena que en Cataluña y en el resto de España se reflexione sobre esa triste realidad, como prueba de que el poder público tiene que gestionar los intereses de sus ciudadanos y no dedicar el esfuerzo y el dinero de todos bien a fabricar estados bien a construir realidades nacionales.

* Manuel Muela es economista.

Un año más la clase política catalana, que no los catalanes, ha celebrado el 11 de septiembre sacando a relucir la lista de agravios tradicional junto con la ensoñación de dotarse de un estado propio, que actuaría como bálsamo de fierabrás contra los males que aquejan al país. Un remedo alicorto de los ‘cahiers de doleances’ de la prerrevolución francesa de 1789, sin concesión alguna a la autocrítica de quienes vienen gobernando la amplísima autonomía de Cataluña desde hace casi treinta años.