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Una apuesta por la decadencia
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Una apuesta por la decadencia

Al margen de las consabidas cábalas acerca de las intenciones del jefe del Gobierno y los propósitos del líder de la oposición, me parece pertinente, en

Al margen de las consabidas cábalas acerca de las intenciones del jefe del Gobierno y los propósitos del líder de la oposición, me parece pertinente, en plena resaca electoral, subrayar que la decisión mayoritaria del electorado se ha inclinado por la continuidad de un modelo político, genuino del régimen de la Transición, caracterizado por el escaso vigor del poder público y el estímulo de los sentimientos centrífugos, tanto educativos como políticos, destinado a hacer realidad una sociedad civil maleable y poco exigente. Es un proyecto trabajado a lo largo de los años, que ha madurado y encontrado su representación en los gobernantes actuales.

Los que creemos que el orden constitucional de 1978, tan idolatrado por sus hacedores y beneficiarios, ha puesto en crisis algunos valores democráticos por causa de unas prácticas políticas demasiado encorsetadas y partidarias, tenemos que constatar, una vez más, que los españoles se han visto sometidos a un cruce de mensajes mistificadores que han puesto de relieve el poco aprecio de la mayoría de los políticos por los ciudadanos y, lo que es peor, la nula intención de cambiar ese estado de cosas. Con escasas y honrosas excepciones, nuestros políticos siguen instalados en los viejos estereotipos, sabiéndose a cubierto del riesgo de ser desalojados del disfrute del poder y de la oposición, protegidos como están por el blindaje que les brindan la Constitución y las normas electorales. Que pregunten a esos pequeños proyectos que han querido hacerse oír en éstas elecciones, tales como UPyD y Ciudadanos.

La tela de araña de intereses tejida a lo largo de treinta años ha pretendido, y conseguido en gran medida, despojar al poder público de aquello que justifica su existencia en un Estado contemporáneo: la defensa del interés nacional, la gestión austera de los recursos públicos, la protección de los débiles, el fortalecimiento de la educación y la presencia internacional de España como un Estado sólido y fiable, entre otros. La consecución de tales objetivos, después de tragedias e injusticias históricas sin cuento, debería haber desembocado en el establecimiento de un orden civil solidario y exigente. En mi opinión, lo hecho no ha pasado del mero barniz democrático, de modo que, bajo la suave y tolerante apariencia del Sistema, subyacen intactos los viejos sentimientos que nunca fueron erradicados. Lo cual explica que se sigan oyendo discursos que ofenden a la inteligencia y el buen sentido, sin que la sociedad se revuelva contra sus autores.

Ya son varias las generaciones educadas en un modelo muy poco exigente para la política, generaciones que, con el paso de los años, van accediendo a los puestos de responsabilidad. La mayor parte de los jóvenes políticos en ejercicio no han tenido otra profesión. Suelen estar respaldados por biografías tan dignas como mediocres, mal pertrechadas para ejercer el poder público. En esas condiciones resulta difícil aventurar actuaciones futuras, por más que el pasado inmediato pueda guiar nuestras intuiciones.

Los españoles, en la medida que pueden y les dejan, suelen enviar mensajes que indican su grado de satisfacción o desafección con algunas cosas. Uno de esos mensajes, otras veces realizado en el pasado, ha mostrado un alto grado de disconformidad con aquellos elementos que implican división y debilitamiento del Estado. En este caso ha habido un pronunciamiento claramente adverso a los partidos nacionalistas, representantes genuinos de la insolidaridad y la exclusión. Pero me aventuro a vaticinar que tal mensaje será, una vez más, ignorado, porque el partido que debería ejecutarlo, el PSOE, ha sido fagocitado por el neofeudalismo doctrinal que enseñorea la política española. Su propio modelo de partido ha pasado de ser unitario y ortodoxo a convertirse en un conjunto de franquicias territoriales con discursos varios según el lugar en el que se pronuncian. Dicen sus defensores que es el modelo de la España plurinacional. Yo creo que es algo más prosaico, es una forma de reparto de poder y de conservación del mismo.

Todo hace pensar que nuestra casta política seguirá profundizando en el modelo descrito y ejercido durante la pasada legislatura. Los nacionalistas, claramente repudiados el 9-M, serán cuidados y oxigenados para que puedan prestar sus votos, escasos pero suficientes, al nuevo Gobierno que, salvo que problemas económicos de mayor cuantía que lo pongan en un aprieto, seguirá instalado en la política de la cómoda y dulce decadencia.

*Manuel Muela es economista.

Al margen de las consabidas cábalas acerca de las intenciones del jefe del Gobierno y los propósitos del líder de la oposición, me parece pertinente, en plena resaca electoral, subrayar que la decisión mayoritaria del electorado se ha inclinado por la continuidad de un modelo político, genuino del régimen de la Transición, caracterizado por el escaso vigor del poder público y el estímulo de los sentimientos centrífugos, tanto educativos como políticos, destinado a hacer realidad una sociedad civil maleable y poco exigente. Es un proyecto trabajado a lo largo de los años, que ha madurado y encontrado su representación en los gobernantes actuales.