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La España del 'Chikilicuatre'
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La España del 'Chikilicuatre'

Desconozco si aún sobrevive en la madrileña calle del Gato un viejo comercio cuya fachada estaba cubierta de espejos cóncavos. La imagen reflejada en ellos informaba

Desconozco si aún sobrevive en la madrileña calle del Gato un viejo comercio cuya fachada estaba cubierta de espejos cóncavos. La imagen reflejada en ellos informaba –a la vez que deformaba– nuestro aspecto físico, retándonos con una pirueta visual cargada de ironía. Por eso Valle-Inclán, paseante insomne por el viejo Madrid, se inspiró en este comercio para definir así su particular concepto de “esperpento”: “Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato (...). Los héroes clásicos, reflejados en los espejos cóncavos, dan el Esperpento. (...) Las imágenes más bellas, en un espejo cóncavo, son absurdas. (...) Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas”.

Hoy, la televisión es un inmenso espejo cóncavo. La tele informa deformando, reduce ideas a gags y argumentos a eslóganes. Y así, el bosque de espejos cóncavos nos impide ver las cosas con la perspectiva necesaria para comprenderlas. Un perfecto laboratorio de la inmensa operación de márketing en que se ha convertido nuestro presente es cualquier campaña electoral. Recientemente hemos sufrido una: eterna, inmensa, inacabable, como un pertinaz dolor de muelas. Acorralado entre la paz y el contrato con el planeta, los cuatrocientos euros en los minutos de descuento y el “buenas noches y buena suerte”, Rajoy tuvo que sacarse de su atrofiada manga mediática una niña que sirvió a Iñaki, y a su coro 'sabiniano-anabelesco', para hacer chistes sin descanso.

No es el tiempo de exponer conceptos, sino el de funcionar con eslóganes, con zetas y otros acrónimos. Don Mariano nunca ganará un debate porque no tiene eso que ahora los analistas llaman “telegenia”. Cierto, Rajoy no es un genio de la tele porque, simple y llanamente, fue registrador de la propiedad por oposición y en su aprobado no hubo cámaras ni cronómetros, decorados ni filfas. No es el tiempo de pensar, sino de agradar, y a veces ambas actividades son antagónicas, porque cuando la crítica se desliza sobre el sopor emerge el disgusto lógico tras un despertar precipitado. He aquí la clave: queremos tranquilidad, siesta, fines de semana encantadores donde nadie nos complique la vida. Y cuando un señor poco amable, con barba y eses sordas nos recuerda que aquél señor amabilísimo, al que siempre vemos como el más sonriente del mundo, no es ni tan amable ni tan simpático, resulta que muchos se indignan al ritmo que le marcan los fulgurantes espejos cóncavos de TVE, la Cuatro, la Cinco y la Sexta.

No importa que el talante de cejas arqueadas concediera el papel de interlocutor político a una banda terrorista que, después, le acabó pasando la factura por su voluble juego; no importa que en el famoso debate televisivo comparara las cifras de muertos por el terrorismo como quien compara datos del IPC; no importa que nos mintiera antes y después de la T-4 (recuerden: “merecemos un gobierno que no nos mienta”); no importa que se llene la boca con el consenso mientras apoya el Pacto del Tinell para aislar a media España –eso que él llama “la derecha”– de la vida política; no importa que se castigue la libertad de rotular tu comercio en el idioma que te dé la gana; y no importa gritar “no a la guerra” mientras despliega tropas en el Líbano y Afganistán. Y, ¿saben por qué no importa? Porque sonríe.

Yo defiendo al Chikilicuatre porque es la España que nos queda, un digno representante de lo que somos, una acertada exportación esperpéntica más allá de nuestras fronteras. Valle-Inclán se confundía cuando dijo “España es una deformación grotesca de la civilización europea”, y no es que seamos una deformación de Europa, sino que Europa está deformándose a nuestro ritmo (o quién sabe si a la inversa). Repasen la lista de concursantes en Eurovisión y se convencerán de ello.

Pero lo peor de todo, lo más preocupante, es que el Chikilicuatre no es una erupción espontánea –ojalá, porque todo lo sublime es espontáneo– sino un producto salido de una hoja de cálculo. No surge de abajo, sino que ha sido planificado desde arriba, y ya se sabe que cuando las parodias son impuestas, corremos el riesgo de convertirnos en aquello que intentamos parodiar. El chiki-chiki, que empezó siendo una broma buenafuentíl, se ha acabado convirtiendo en una realidad que nos representará musical, social y culturalmente.

Pero no pasa nada, porque Rodolfo sonríe tanto como Zapatero, y si éste ha sido capaz de ganar unas nuevas generales a pesar de haber jugado con cosas tan serias como el terrorismo, la igualdad y la libertad individuales, aquél puede conquistar el festival de Eurovisión jugando con su infantil guitarra en ristre. Porque es la risotada juguetona, ridícula y febril, la que garantiza el aplauso. Vuelvo a Valle: “deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida de España”. Jugar y reír con el esperpento, quizá, sea lo único que nos quede.

*Alfonso Pinilla García es Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.

Desconozco si aún sobrevive en la madrileña calle del Gato un viejo comercio cuya fachada estaba cubierta de espejos cóncavos. La imagen reflejada en ellos informaba –a la vez que deformaba– nuestro aspecto físico, retándonos con una pirueta visual cargada de ironía. Por eso Valle-Inclán, paseante insomne por el viejo Madrid, se inspiró en este comercio para definir así su particular concepto de “esperpento”: “Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato (...). Los héroes clásicos, reflejados en los espejos cóncavos, dan el Esperpento. (...) Las imágenes más bellas, en un espejo cóncavo, son absurdas. (...) Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas”.

Mariano Rajoy