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Atenazados por el miedo
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Atenazados por el miedo

La tormenta económico-financiera que nos viene castigando desde hace más de un año va haciendo mella en el ánimo de la sociedad española, a pesar de

La tormenta económico-financiera que nos viene castigando desde hace más de un año va haciendo mella en el ánimo de la sociedad española, a pesar de los intentos reiterados del jefe del Gobierno por negar la evidencia hasta que la adversa realidad se va imponiendo. Es precisamente esa impostura oficial la que va minando la confianza de los ciudadanos no solo en sus gobernantes, sino en sus propias capacidades para superar unos malos tiempos de los que un gran número de españoles habían perdido la memoria: los días de vino y rosas de los pasados quince años terminan ruidosamente con una marea de cifras que aturden y confunden hasta a los espíritus más sólidos. No sabemos qué ocurrirá en otros países, pero en España estamos en condiciones de aventurar que la escalera de la desconfianza se seguirá bajando aceleradamente, poniendo de manifiesto una crisis política, definida por el vacío de poder, que suele ser la antesala de cambios inesperados.

 

España se ha dado de bruces con la crisis financiera y económica en una situación singular que la separa de la de otros países: nuestro sistema crediticio, basado en la banca al por menor, tiene reconocida una gran eficiencia y puede ser modelo para otros; pero la confianza en su fortaleza le ha llevado a endeudarse excesivamente en los mercados internacionales, que es lo que ha permitido que el crédito en España creciera a tasas cercanas al veinte por ciento durante los años del boom inmobiliario. Junto a ese fenómeno se yergue la realidad de una economía que ha girado obsesivamente alrededor de la construcción de viviendas, con abandono de otras actividades empresariales sacrificadas en el altar de la especulación. Los poderes públicos, por su parte, han sido meros espectadores y beneficiarios de la riada del dinero abundante, abandonando la previsión exigible a cualquier gobernante. Lo sucedido es buena prueba de ello.

Llegados a este punto, los responsables del desaguisado, tanto públicos como privados, dan el grito de alarma y apelan al uso de la riqueza nacional para taponar las vías de agua, sin explicar mínimamente cómo se va a administrar el estado de excepción financiera adoptado: la mera discusión acerca del control objetivo del uso de los dineros públicos suscita inquietud, al comprobar la renuencia del Gobierno en la materia y la escasa energía de la oposición. Eso sí, todos -me refiero a los políticos-, se preocupan del futuro que aguarda a unos Presupuestos Generales del Estado que, prácticamente desde su presentación, son un papel mojado desbordado por la realidad. También se preocupan de subrayar que las medidas excepcionales acordadas son para beneficio de las familias y empresas, sin tomarse la molestia de explicar que su cometido inicial y fundamental es evitar que la desconfianza y parálisis de los mercados financieros se convierta en un problema de solvencia para algunas de nuestras endeudadas entidades de crédito.

Los españoles, mientras tanto, van modificando aceleradamente sus hábitos de consumo y ahorro, prescindiendo de lo que digan o dejen de decir sus dirigentes, y cuando son preguntados manifiestan de forma abrumadora en encuestas de todo tipo su desconfianza en el presente y el porvenir, así como su preocupación por el paro; poco o nada, sin embargo, pueden hacer para superar el bloqueo del mundo político, ensimismado en la defensa de sus intereses y las apetencias de poder de cada cual. Es la factura a pagar por tener un modelo político oligárquico de partidos y sindicatos, sostenido casi exclusivamente por los presupuestos públicos y perfectamente blindados para resistir los embates, si los hubiere, de la opinión pública. Algo que nada tiene que ver con la democracia ni con el papel de los partidos políticos en la misma, pero que la daña considerablemente en un país como el nuestro, tan poco acostumbrado a su conocimiento y ejercicio.

El miedo, que progresivamente se adueña de la sociedad, es un mal compañero para sugerir y proponer las innovaciones políticas y económicas que se requieren, inspiradas en el saneamiento de la vida pública, la participación democrática y la recuperación del poder del Estado para dirigir con seriedad y exigencia las políticas de interés general, procurando la disciplina y control de los agentes económicos y financieros que han demostrado un uso obsceno de algo tan serio como es la libertad de mercado. Por eso, es urgente combatir el miedo no con proclamas frívolas carentes de fundamento, con las que se nos inunda a diario, sino con la expresión de la verdad y la exigencia autocrítica de quienes han disfrutado de todo el poder hasta vaciarlo de contenido y dejarlo en la ruina. Probablemente, nuestra sociedad sería indulgente y se conformaría con el relevo o jubilación de los responsables. Por el contrario, si continúan creciendo el miedo y la desafección política, no saldremos bien librados de la tormenta. No olvidemos que, contra lo que se está vendiendo, cada país tendrá que superar los problemas con su propio crédito y esfuerzo.

La tormenta económico-financiera que nos viene castigando desde hace más de un año va haciendo mella en el ánimo de la sociedad española, a pesar de los intentos reiterados del jefe del Gobierno por negar la evidencia hasta que la adversa realidad se va imponiendo. Es precisamente esa impostura oficial la que va minando la confianza de los ciudadanos no solo en sus gobernantes, sino en sus propias capacidades para superar unos malos tiempos de los que un gran número de españoles habían perdido la memoria: los días de vino y rosas de los pasados quince años terminan ruidosamente con una marea de cifras que aturden y confunden hasta a los espíritus más sólidos. No sabemos qué ocurrirá en otros países, pero en España estamos en condiciones de aventurar que la escalera de la desconfianza se seguirá bajando aceleradamente, poniendo de manifiesto una crisis política, definida por el vacío de poder, que suele ser la antesala de cambios inesperados.