Es noticia
Un recuerdo del vecino Miguel
  1. España
  2. Tribuna
José M. de la Viña

Tribuna

Por

Un recuerdo del vecino Miguel

Hace por lo menos veinte años que no le veía. Desde aquellos tiempos en que mi padre todavía vivía y se cruzaban, en sus paseos diarios,

Hace por lo menos veinte años que no le veía. Desde aquellos tiempos en que mi padre todavía vivía y se cruzaban, en sus paseos diarios, bien por Gamazo o, más a menudo, por los aledaños de Recoletos, un lugar incomparable antes de ser desfigurado por el actual alcalde, donde los perros corrían en condiciones y los humanos encontraban fresco y sombra durante el verano.

 

-Hola Pepe.

-¿Qué tal estás, Miguel?

Ambos atravesaban ya esa época de la vida donde los recuerdos pesan más que el presente y los amigos comunes empiezan, poco a poco, a desaparecer. Corta conversación y reencuentro al día siguiente. ¡Qué añorada vida de provincias!

Mis recuerdos de él son vagos. Yo era muy joven entonces. Eso sí, narrados por aquellos que le conocieron bien. Fue director de El Norte de Castilla, el mejor periódico que hubo en España durante el tiempo en que él lo dirigió.  Periódico que fue escuela, y él maestro, cosa que siempre negaba, de una gran generación de periodistas y escritores, empezando por Umbral, durante aquellos años tan oscuros. Dicen las malas lenguas que el Poder, incómodo con él, le sugirió dimitir. Como maestro de periodistas que era, envolvía la crítica con tanta elegancia que en la mayoría de los casos escapaba a la censura  

Había en casa una primera edición de uno de sus primeros libros, no sé cual, prestado en una ocasión y nunca devuelto (si alguien lo encuentra, ruego por favor lo done a alguna biblioteca de Valladolid), del que lo único que recuerdo es la dedicatoria: “A José de la Viña. Mis manos y mis pies en cuestiones motociclistas”. ¿Y eso?, pregunté una vez a mi padre que, como buen castellano, había que sacarle las palabras con sacacorchos. Es que siempre le arreglaba la moto, lacónicamente me contestó.

En otra ocasión encontré, enterrado entre otros recuerdos, un recorte de El Norte en el que era el propio Miguel Delibes quien entrevistaba a mi padre.

-¿Y eso…?

-Es que un día quedamos paranosequé, allá por los cincuenta, cuando todavía corría. Y como tenía que rellenar un espacio en el periódico y no sabía cómo, en cuanto me vio, me dijo: ven Pepe, que te voy a hacer una entrevista.

-¿A mí?

-¿Por qué no? Verás que bien queda.

Fue sobre motos, con una caricatura dibujada por él a modo de encabezamiento. Recuerdo haber pensado que si aquello era una entrevista improvisada y de relleno, cómo serían las de verdad.

Supe del comienzo de su enfermedad, hace ya muchos años, por su hermana Conchita. A la que jamás podré agradecer todo lo que nos ayudó cuando mí tía Mercedes, una de las hermanas mayores de mi padre, enfermó. De hecho, murió en sus brazos, pocos meses antes de nacer mis hijas, cosa que suele ocurrir en el momento más inoportuno, y que a mí me pilló en Madrid. Mi tía lloraba porque sabía que no llegaría a conocerlas. Era su última ilusión. Fueron inolvidables las tertulias con Conchita, en las que nos pasábamos la tarde en aquella memorable casa hablando de lo divino y lo humano: de sus hortensias, del Valladolid de siempre y de los que ya se habían ido, en lo que fue la casa de mis abuelos, en la calle Miguel Iscar. Justo enfrente de la Casa de Cervantes y del edificio de la mítica Sociedad Industrial Castellana, creada por mi abuelo, que tanta riqueza creó en la decrépita Castilla posterior al desastre del 98. Un lugar de mi infancia mágico y lleno de historia, donde los sueños eran posibles, los barcos navegaban y por donde pasó casi todo Valladolid a lo largo del siglo XX.

No se extrañen, pues, de las continuas alusiones en mis columnas en este diario, a Cervantes, mi vecino, que tanto significaba para todos nosotros. Yo de pequeño no me cansaba de mirar su casa y su recoleto jardín desde el mirador de mis abuelos. Y me imaginaba verle a él, a ese otro Miguel, el manco genial, salir de ella, embozado en su capa, derrotado por las penurias. Admirando la fuerza que llevaba dentro. Esa misma fortaleza interior que le hizo parir, cuando ya todo le importaba un rábano, en su vejez, El Quijote. Y convertir en una imperecedera victoria lo que parecía una vida fracasada.

Ambos Migueles fueron magníficos escritores de una misma tradición que vivieron tiempos diferentes, difíciles y convulsos para los dos.

El tiempo no perdona. Desaparecen las personas. Su obra permanece.

Descanse en paz.

Hace por lo menos veinte años que no le veía. Desde aquellos tiempos en que mi padre todavía vivía y se cruzaban, en sus paseos diarios, bien por Gamazo o, más a menudo, por los aledaños de Recoletos, un lugar incomparable antes de ser desfigurado por el actual alcalde, donde los perros corrían en condiciones y los humanos encontraban fresco y sombra durante el verano.