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Tribuna
Por
Miguel Delibes, la voz de Castilla
Hacía tiempo que vivía en silencio esperando la muerte. Nos inquietaba a todos este alejamiento, cada vez más distante, de Miguel Delibes. Se ha ido yendo
Hacía tiempo que vivía en silencio esperando la muerte. Nos inquietaba a todos este alejamiento, cada vez más distante, de Miguel Delibes. Se ha ido yendo poco a poco, como cae la tarde. Nos ha dado tiempo a despedirle lo mismo que despedimos desde el andén de la estación con el pañuelo en la mano a la persona amada que se va en el tren asomada a la ventanilla hasta que se pierde de vista. Así que, tras la lenta partida, no nos ha sorprendido nada su anunciada muerte. Y, sin embargo, de pronto hemos sentido la magnitud del vacío de su ausencia.
Se ha ido el escritor español más importante de su generación. De su mano hemos recorrido los campos de Castilla, hemos contemplado amaneceres y anocheceres, hemos andado por el labrantío y los encinares, hemos saludado a los arrieros, hemos estrechado la mano encallecida de los campesinos, hemos visto la liebre encamada en el sabinar, hemos sentido el vuelo bravío de la torcaz entre los robles y de la perdiz roja en el teso; también hemos observado con lupa a los señoritos de la capital y los desvaríos de la Historia. Si, como dice el portugués Miguel Torga, universal es lo local sin paredes, Miguel Delibes será siempre un escritor universal.
Recuerdo ahora las largas tardes de julio que pasé a su lado en el Escorial, los dos solos, hablando de lo divino y lo humano, aprovechando los cursos de verano. Me encantaba su conversación, tan pegada a la tierra, y su curiosidad universal. Seguía con pasión el Tour de Francia en la televisión, vibraba con la llegada de los ciclistas a la meta. Le preocupaba aquellos días la enfermedad que empezaba a afectar a los olmos y que amenazaba con su aniquilación. Él confiaba, sin embargo, en que los árboles rebrotaran y en unos años ocurriera lo que él llamaba la resurrección de los olmos. Ahora que él se ha muerto, hay que destacar, como rasgo esencial de su alma, su defensa de la vida, incluso de la vida en germen, de la vida del no nacido.
Otra de las inclinaciones más sentidas de Delibes fue su amor a la naturaleza, su compromiso con la tierra y con sus gentes. En sus descripciones del paisaje de Castilla y en sus relatos sobre la decadencia de esta región -una comunidad esencial para entender a España- es mucho más fiable que los de la Generación del 98 -Azorín, Ortega, Unamuno, Machado...-, que también amaron esta tierra y quedaron subyugados por su belleza elemental y profunda, pero todos ellos vinieron de fuera, como espectadores o viajeros de paso. El autor de La sombra del ciprés es alargada o El Hereje o Los santos inocentes escribe a Castilla -la canta y la llora- desde dentro. Por eso me parece que su testimonio es más valioso, más sentido y más perdurable.
Nunca perdió Miguel Delibes su curiosidad periodística y su capacidad de asombro. Por eso procuró no irse por las ramas, lo mismo que evitó pavonearse. No necesitó, como otros escritores coetáneos o discípulos suyos, convertirse en un personaje literario creado artificialmente para resaltar su obra. No lo necesitaba ni le iba. Él prefirió mostrarse al natural, sin adornos superfluos, sin perifollos, como su propio estilo. Comprendió, observando, como un entomólogo, la naturaleza y a las gentes integradas en la misma, lo vulnerable y cambiante que es la condición humana.
Hasta el final ha sido fiel a esto. Se ha ido sencillamente, tras una larga despedida, con la naturalidad con que se alargan poco a poco las sombras en las hondonadas, aparece la estrella de los pastores y llega la noche en los campos de Castilla.
*Abel Hernández es periodista y escritor. Es ganador del último Premio de la Crítica de Castilla y León por su obra El caballo de Cartón (Edit. Gadir). Es, además, autor de Historias de la Alcarama y de Suárez y el Rey, premio Espasa de ensayo 2009.
Hacía tiempo que vivía en silencio esperando la muerte. Nos inquietaba a todos este alejamiento, cada vez más distante, de Miguel Delibes. Se ha ido yendo poco a poco, como cae la tarde. Nos ha dado tiempo a despedirle lo mismo que despedimos desde el andén de la estación con el pañuelo en la mano a la persona amada que se va en el tren asomada a la ventanilla hasta que se pierde de vista. Así que, tras la lenta partida, no nos ha sorprendido nada su anunciada muerte. Y, sin embargo, de pronto hemos sentido la magnitud del vacío de su ausencia.