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Intereses en torno al nuevo Consejo General del Poder Judicial
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Intereses en torno al nuevo Consejo General del Poder Judicial

Solía decir Hans Kelsen, uno de los teóricos del derecho más importantes del siglo XX, que a poco que se profundizara en un problema jurídico-político aparecía

Solía decir Hans Kelsen, uno de los teóricos del derecho más importantes del siglo XX, que a poco que se profundizara en un problema jurídico-político aparecía la gorgona (el monstruo) del poder. Algo así pasa en el debate sobre la composición del Consejo General del Poder Judicial, que acaba de abrir el Gobierno. Para unos (los socialistas), los doce miembros de la carrera judicial que forman parte del mismo deberían ser elegidos por el Parlamento. Otros opinan que, por el contrario, tienen que seleccionarlos los jueces y magistrados. Los dos manejan grandes palabras (soberanía popular, independencia judicial), pero lo cierto es que no resulta difícil descubrir las verdaderas razones de sus posturas.

Ambas son posiciones interesadas, que se derivan del carácter mayoritariamente conservador de la judicatura. Al PSOE le conviene que siga nombrando el Parlamento, como hasta ahora, porque así, cuando tenga mayoría en este, podrá colocar a sus peones. El PP, por el contrario, sabe que si 12 de los 20 miembros del Consejo son elegidos por los jueces, y dado el conservadurismo de estos, bien podría formarse un bloque permanente de vocales de esa tendencia, con el resultado de que un órgano de gran importancia le sería siempre afín.

La verdad es que todo proviene de un pésimo diseño constitucional del órgano, sobre cuya funcionalidad tengo, además, serias dudas. Se intentó privar al Gobierno de ciertas competencias en materia de justicia para asegurar la independencia del poder judicial. No éramos los únicos con soluciones similares, pero algo debieron advertirnos experiencias como la italiana, no precisamente satisfactoria. De modo que un Ministerio de Justicia responsable fue sustituido por un Consejo prácticamente irresponsable y, para más INRI, fuertemente politizado, puesto que los partidos no podían dejar de querer influir, a través de las asociaciones judiciales, en los nombramientos más importantes, que es una de las funciones del órgano más polémicas, desde el momento en que el ascenso a la categoría de magistrado del Tribunal Supremo supone, contra lo que sucedía antaño, una diferencia retributiva muy trascendente.

El funcionamiento del Consejo en todos estos años ha sido todo menos ejemplar, entre otras cosas por el número excesivo de miembros, con mucho tiempo para conspirar y pocas tareas que hacer. Con ironía, se ha dicho que su organización supone poner a 20 ministros a ocuparse de lo que antes realizaban dos subdirectores generales. En esto el diseño constitucional y legal, basado en la dedicación exclusiva y en la liberación, para los jueces, de su trabajo dictando sentencias, es claramente erróneo y debiera corregirse.

Pero quizás los retoques no sean suficientes, y haya que pensar en alternativas. La más radical sería la devolución de las competencias del Consejo al Ministerio de Justicia. Hay ejemplos de otros países, como el Reino Unido hasta hace poco, en los que este sistema funcionaba razonablemente bien, produciendo una de las judicaturas más serias e independientes del mundo, aunque aquí hay que reconocer que más que las reglas lo que influía en el desempeño correcto era la existencia de todo un cuerpo de costumbres que reforzaban la posición de unos jueces, bien pagados, con un fuerte espíritu de cuerpo, y un alto concepto de sí mismos, que contribuía a convertirlos en personajes casi olímpicos. Paradójicamente, quizás un Ministro responsable ante las Cámaras tuviera más cuidado en el ejercicio de sus competencias que el que ha tenido el Consejo ahora.

Esta solución, sin embargo, es muy radical, de modo que, a lo mejor, hay que buscar vías intermedias consistentes en pulir aquellos aspectos de la configuración del Consejo que han resultado menos funcionales. Algo hemos apuntado ya. En primer lugar, los partidos deberían abandonar la práctica, a la que difícilmente se le puede poner coto si no es con un ejercicio de autocontrol de los mismos, de nombrar consejeros a verdaderos lacayos que no tienen la más mínima independencia de criterio, y solamente funcionan con parámetros partidistas, o, incluso, de política de regate corto. Hay que mandar al Consejo personas con peso específico, y con las habilidades necesarias para ejercer las importantes funciones constitucionales que tienen atribuidas.

En segundo término, habría que revisar las dimensiones del órgano. Ya que están fijadas en la Constitución, al menos distíngase entre miembros a tiempo completo y los que pueden perfectamente seguir desempeñando otras funciones. El Consejo tiene una preocupante tendencia a la elefantiasis que no ayuda a que trabaje con un mínimo de agilidad, y sin tantas complicaciones como las que se derivan de sus procedimientos actuales.

Con estas reformas de reglas, y de actitudes, quizás podrían evitarse soluciones más drásticas. Hoy solamente hemos querido llamar la atención sobre el hecho de que la batalla por el Consejo General del Poder Judicial ha empezado. Para los políticos hay mucho en juego, pero no hay que dejarse engañar por los fuegos de artificio. Aquí, de nuevo, el monstruo del poder está detrás.

Ignacio Torres Muro es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense.

Solía decir Hans Kelsen, uno de los teóricos del derecho más importantes del siglo XX, que a poco que se profundizara en un problema jurídico-político aparecía la gorgona (el monstruo) del poder. Algo así pasa en el debate sobre la composición del Consejo General del Poder Judicial, que acaba de abrir el Gobierno. Para unos (los socialistas), los doce miembros de la carrera judicial que forman parte del mismo deberían ser elegidos por el Parlamento. Otros opinan que, por el contrario, tienen que seleccionarlos los jueces y magistrados. Los dos manejan grandes palabras (soberanía popular, independencia judicial), pero lo cierto es que no resulta difícil descubrir las verdaderas razones de sus posturas.