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'El Papa de la Providencia': retrato del Papa por el español más cercano a Benedicto XVI
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'El Papa de la Providencia': retrato del Papa por el español más cercano a Benedicto XVI

  Cuando hace casi ocho años tuve ocasión de comentar, en la Tercera de ABC, la elección de Benedicto XVI, me refería a las muchas sorpresas

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Cuando hace casi ocho años tuve ocasión de comentar, en la Tercera de ABC, la elección de Benedicto XVI, me refería a las muchas sorpresas que aquel hecho había provocado en aquellos que no lo conocían realmente, que ignoraban la naturaleza de la Iglesia o simplemente juzgaban sólo con criterios humanos.

Las sorpresas de aquel 19 de abril, sin embargo, no son nada ante la tremenda conmoción que produjo ayer, 11 de febrero, memoria litúrgica de la Virgen de Lourdes, la noticia inesperada de que este mismo Benedicto XVI dejará de ser Papa, por voluntad propia, el próximo 28 de febrero, a las ocho de la tarde. Y como hace ocho años, es oportuno recordar hoy que, en realidad, nada es más coherente y lógico con la impecable trayectoria vital de Joseph Ratzinger que la decisión de dejar el Pontificado, una vez que, ante Dios, él mismo ha llegado a la certeza de que sus «fuerzas, a causa de la avanzada edad, ya no son aptas para ejercitar de manera adecuada el ministerio petrino».

He tenido el privilegio de trabajar largos años a su lado, cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Como todos los que lo han conocido, de cerca o de lejos, sé que es un hombre absolutamente excepcional, no sólo por su inmensa cultura, su gran inteligencia, su memoria prodigiosa, su conocimiento de la Iglesia y de su historia, su capacidad para educar al Pueblo de Dios, explicando con palabras simples los mayores misterios, su enorme fe o su celo por servir a la Iglesia. Cosas todas que, para quien no las supiera antes, durante su pontificado han quedado claras como la luz del día. Lo que tal vez muchos ignoren es que Joseph Ratzinger es también un hombre de la Providencia, no solo porque ha sido aquel que Dios ha escogido en un momento crucial de la historia para suceder al beato Juan Pablo II y guiar de forma sabia y certera la barca de Pedro, sino porque él mismo ha sabido vivir siempre pendiente de esa misma Providencia. Y para ello ha renunciado, no pocas veces, a su propia voluntad, para sacrificar su vida en aras de lo que esa misma Providencia disponía y le pedía.

En los tiempos del Concilio, como joven y prometedor teólogo, se abrió camino entre lo más granado de la clase teológica alemana, la que estaba en vanguardia. Para quien conozca el clima eclesial de la Alemania postconciliar y sepa lo que significa ser teólogo profesional en aquel país, resultará evidente lo que tuvo que significar renunciar a ese enorme prestigio social y eclesial, en obediencia primero a Pablo VI, que lo quiso arzobispo de Múnich-Frising, y luego a Juan Pablo II, que lo llamó a Roma a ejercer el papel quizás más desagradecido que imaginarse pudiera, como “guardián de la fe”, “cancerbero de la ortodoxia”. Los que con él hemos trabajado, ayudándolo en aquella ingrata tarea, hemos podido ver cuánto tuvo que sufrir durante aquellos largos años al revestir un rol que no amaba.

Representar, según la injusta imagen pública -porque no era esa la realidad de los hechos-, el papel del intransigente, él, un hombre de pensamiento libre, amante del diálogo y deseoso de confrontarse con sus adversarios intelectuales; obedecer y someterse a la política curial, él, un hombre que sabe mirar a lo esencial, bien consciente de que las formas y las estrategias no deben jamás sobreponerse a la defensa de la verdad y del bien; renunciar a sus personales y legítimos deseos de dedicarse a la teología para no dejar sólo en su tarea al amado y anciano Juan Pablo II; estas cosas, no sólo constituyen el gran ejemplo que este hombre ha dado a cuantos lo conocemos, sino que permiten entender lo que ha sido su aceptación y su renuncia al pontificado. Recordaba yo, en 2005, aquellos ojillos pícaros, llenos de ilusión, con los que nos confiaba su deseo de que el nuevo Papa que saliera del inminente cónclave lo dejara libre para dedicarse, en lo que le quedara de vida, a su amada teología. Y, sin embargo, salió convertido en Papa.

Benedicto nunca hizo programas que fueran más allá de sus fuerzas. Desde el primer momento confió a sus íntimos que tenía intención de concentrarse en lo esencial de su misión, dejando a otros aquello que no podía abarcar, consciente como era de su edad y de su frágil constituciónAl mes de ser elegido, nos invitó, a los que él llamaba su «pequeña familia», a celebrar con él la Eucaristía en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico: el hombre menudo y encorvado que habíamos visto salir por la puerta de la Congregación camino del cónclave, aquel que, como nuevo Papa habíamos visto, todavía más encorvado bajo un nuevo peso en sus espaldas, entrar en su viejo despacho para visitarnos, en su primera salida como nuevo Pontífice, ahora, un mes más tarde, parecía un hombre nuevo. Más joven, más risueño, alegre como un niño, como alguien que, en lugar de haber recibido una carga pesada, se hubiera liberado de un peso que lo oprimía. Entonces lo entendí: antes tenía que rendir cuenta a los hombres de la misión recibida, ahora su interlocutor era sólo el Señor, y en Él descansaba todas sus penas, responsabilidades y trabajos. Había recibido una prueba más de que la Providencia gobierna, no sólo la vida de la Iglesia, sino la de cada uno de nosotros.

Esta fe en la Providencia no está, sin embargo, reñida con la convicción de que Dios se sirve de nosotros según nuestros propios talentos. Por eso, Benedicto nunca hizo programas que fueran más allá de sus fuerzas. Desde el primer momento confió a sus íntimos que tenía intención de concentrarse en lo esencial de su misión, dejando a otros aquello que no podía abarcar, consciente como era de su edad y de su frágil constitución. Y así ha ejercido el pontificado, como un «humilde trabajador en la Viña del Señor», según la máxima de Santa Teresa: «La humildad es andar en verdad» (Las Moradas, cap. 10). Este pragmatismo, tan lógico, tan 'alemán', le ha llevado ahora a estimar que ha llegado el momento de renunciar. ¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Sólo porque Juan Pablo II quiso agotar sus fuerzas y su aliento ante la mirada de los hombres? El Papa Wojtila tenía una misión, y la cumplió de forma egregia; El Papa Ratzinger tenía otra, y la ha ejercido hasta el final de forma también admirable.

Él sabe que la Iglesia se halla en una encrucijada, que tremendos desafíos están planteándose, que urgen respuestas valientes y decididas que él no está en condiciones de afrontar. ¿Por qué retrasar ese día hasta que acabe una tal vez larga vejez en la que sus fuerzas sólo irán disminuyendo día a día, impidiendo que los problemas de la Iglesia sean resueltos con determinación? Por otra parte, él sabe bien que la renuncia al pontificado sólo puede verificarse mediante un acto de plena conciencia y total libertad del Pontífice. ¿Qué sucedería si mañana sufriera un ataque que lo dejara en vida pero le impidiera la plena lucidez y libertad? Su decisión, por lo tanto, es coherente, generosa y clarividente.

Según él mismo explicaba, comentando su escudo pontificio, Joseph Ratzinger llegó a Roma como el oso de S. Corbiniano, llevando obligado un fardo a sus espaldas, y lo ha arrastrado durante todos estos años por la Ciudad Eterna: “Me he convertido en una bestia de carga, y es así como estoy cerca de ti” (cf. Sal 73, 22). Ahora, por fin, se siente libre de ese peso, que ha llevado por todos nosotros y al servicio de todos nosotros. Alegrémonos por él y por la Iglesia, que tiene y seguirá teniendo en él un ejemplo supremo de obediencia a Dios y de confianza en la Divina Providencia.

*Monseñor Alejandro Cifres es prelado de Honor de Su Santidad Benedicto XVI y director del archivo de la Congregación para la Doctrina de la Fe

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Cuando hace casi ocho años tuve ocasión de comentar, en la Tercera de ABC, la elección de Benedicto XVI, me refería a las muchas sorpresas que aquel hecho había provocado en aquellos que no lo conocían realmente, que ignoraban la naturaleza de la Iglesia o simplemente juzgaban sólo con criterios humanos.

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