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La tercera vía y el modelo territorial (II)
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La tercera vía y el modelo territorial (II)

(Lea la primera parte del artículo)La obligación de las instancias públicas de preservar y promover la cultura de las nacionalidades y regiones no es una concesión

(Lea la primera parte del artículo)

La obligación de las instancias públicas de preservar y promover la cultura de las nacionalidades y regiones no es una concesión graciosa del Estado, sino un reconocimiento constitucional, es decir, constitutivo de nuestro régimen democrático. Por tanto, las instancias públicas no deben ser indiferentes ante los hechos culturales diferenciales. Pero igualmente la interpretación de esa obligación debe hacerse tomando en consideración un bien superior que a mi entender fundamenta la construcción constitucional de una España plural, que no es otro que el de la libertad.

Sólo en una España de libertades cabe una España plural. Pero las libertades son ante todo libertades individuales, de cada uno. Cualquier otra libertad será una libertad formal o abstracta. Por eso la promoción de la cultura particular no podemos interpretarla sino como la creación de condiciones favorables para que los ciudadanos, libremente, la desarrollen, nunca como una imposición, ni como un proceso de incapacitación para el uso libre de los medios que cada uno considere oportunos para su expresión.

La solidaridad es otro principio central en la interpretación de la realidad plural de España. Pienso que nadie está legitimado en España para hablar de deuda histórica –aunque obviamente hay desequilibrios, a veces graves–, porque todos somos deudores de todos. De ahí la pertinencia de España como proyecto histórico de convivencia, que a todos enriquece. Pero hoy, la solidaridad real exige justamente de los más ricos el allegamiento de recursos para atender a las personas y territorios más deficientes en medios, servicios y posibilidades.

Sin embargo este planteamiento no puede hacerse con la pretensión de establecer un régimen permanente de economías subsidiadas. La solidaridad es también una exigencia para el que podríamos considerar beneficiado de ella, pues en su virtud le es exigible un esfuerzo mayor para superar su situación de atraso, asumiendo, desde luego, las limitaciones de sus posibilidades reales.

Esta concepción de la realidad española no es nueva en absoluto, podrá decirse. Efectivamente, nadie podría pretenderlo. Pero se trata de que la sociedad haga una asunción real de su significado. Desde el centro político, desde la tercera vía, lo que se mira es a la persona, en todas las dimensiones de su realidad individual, se afirma el papel de centralidad de la gente, de los individuos reales. Desde ese presupuesto se impulsa y promociona la identidad de cada uno, sin imposiciones ni exclusivismos. Es verdad que buena parte de la desestructuración cultural que hoy sufren las sociedades que presentan rasgos culturales más diferenciados se debe a la presión uniformadora del Estado centralista, que en demasiadas ocasiones se ha ejercido incluso con violencia.

Pero no es menos cierto que esas mismas entidades han sufrido el acoso general que en todas las partes del mundo sufren las culturas minoritarias, o incluso las culturas mayoritarias en determinados ámbitos. Pensemos, por ejemplo, las ‘agresiones’ que sufren ciertos aspectos de la cultura hispánica por parte de la anglosajona. Pero no es menos cierto que por otra parte, en el mismo seno de esas sociedades con una cultura diferenciada, algunos no han hecho otra cosa que aprovechar las mejores oportunidades que se ofrecían con la integración en ámbitos de intercambio más extensos y protegidos.

Sería una soberana frivolidad política que cada veinte años hubiésemos de plantearnos, desde el principio, las bases de nuestra convivencia política. Y más cuando las que ahora tenemos han demostrado sus virtualidades y, a lo que parece, no las han agotado

Además, el compromiso con el centro político, con la tercera vía, exige también, una actitud de moderación y de equilibrio. Se trata de evitar las disyuntivas absolutas y traumáticas que pretenden, sean de un signo o de otro, hacer depender la propia identidad personal y colectiva de una opción política extrema, en este caso la que afecta ni más ni menos que a la soberanía. En los inicios del XXI, en una España plural, solidaria y de libertades, en una perspectiva histórica que parece anunciar situaciones inéditas hasta ahora en el discurrir de la humanidad sobre el planeta, pienso que no es de la soberanía de lo que depende la pervivencia cultural y política de ningún grupo, ni de ninguna colectividad, y que el camino de futuro, en una sociedad globalizada, abierta, multicultural, sólo podrá recorrerse haciendo reales los procesos de integración que se basen en el respeto a la identidad y a la diversidad individual y colectiva.

España abrió en 1978, con su Pacto Constitucional, un proceso que puede indicar el camino de semejante integración, camino que sólo podrá hacerse superando el particularismo nacionalista y el imperialismo nacional. La resistencia mostrenca del segundo parece haberse superado, la del primero es aún asignatura pendiente. Europa, con otras condiciones iniciales y en otras dimensiones, ha emprendido también un difícil camino de integración, que sólo podrá ver el éxito apoyándose en estos mismos presupuestos a que hemos aludido.

Las fórmulas que conjuguen, en el juego político y constitucional, de manera equilibrada, integración y peculiaridad diferencial, pueden ser muy diversas y, consecuentemente, desde una posición de centro, cualquiera de ellas es aceptable. Ahora bien, la que de hecho tenemos, la que a nosotros mismos nos hemos dado, es perfectamente válida para conjugarlas, y además nos parece la más adecuada precisamente por ser la que tenemos. Cabe, es cierto el ejercicio intelectual y dialéctico de plantearnos otras fórmulas constitucionales, y cabe también la estrategia política de formularlas. Pero unos y otra no dejan de ser juegos, en uno o en otro sentido, juegos políticos, intelectuales o verbales. Porque de hecho, lo que tenemos –y esto es ser realista– es “esta” Constitución.

Cierto que ya resuena la cantinela de que esto es sacralizar la Constitución. No, en absoluto. La Constitución no es sagrada. Pero es el Pacto en el que se sustenta la vida y el ejercicio político de los españoles. Es el Pacto de todos, no es cualquier cosa.

Como alguien ha señalado, sería una soberana frivolidad política que cada veinte años hubiésemos de plantearnos, desde el principio, las bases de nuestra convivencia política. Y más cuando las que ahora tenemos han demostrado sus virtualidades y, a lo que parece, no las han agotado. Lo que es de todo punto inadmisible es el razonamiento que algunos hacen: como la Constitución se puede cambiar –no es sagrada– cambiémosla. El problema es que no satisface a los nacionalistas. Bien, pero ese motivo no basta tampoco para cambiarla. La reforma es, sin embargo, pertinente para resolver toda una serie de problemas que el desarrollo del modelo territorial ha presentado en estos treinta y cinco años de andadura constitucional, no solo para atender una concreta reivindicación o reclamación de corte nacionalista.

Desde el centro, desde la tercera vía, desde donde se propugnan marcos de integración cada vez más amplios, con un respeto absoluto a las peculiaridades diferenciales en tanto en cuanto no son concebidas como barreras, y por tanto obstáculos para aquella integración de la que nuestras sociedades tantos beneficios pueden obtener, debe buscarse una solución a la reivindicación nacionalista: la callada no puede ser la respuesta. Desde el centro político la afirmación de la identidad propia no nos cierra celosamente sobre nosotros mismos, sino que desde esa identidad es desde donde tomamos conciencia de España, y es en ella, desde su peculiaridad y con todo lo que representa, como nos sumamos ilusionadamente a este proyecto colectivo de alcance que llamamos España. Entiendo que este es uno de los grandes retos a que nos enfrentamos y que si no se produce con un impacto social notable una integración de esta clase la sociedad española estará abocada a una fractura política difícilmente subsanable. Por eso, me parece que ahora, para enfocar el llamado problema catalán es necesario sacar a colación convicciones, si se tienen, de este porte.

Admitir una reacción social negativa ante el hecho de que cada uno sea y se manifieste como es, pone en evidencia un respeto precario, o selectivo, por la libertad individual y colectiva

Alguien podría interpretar que me refiriendo a que los nacionalistas deben templar sus reivindicaciones, y aceptar paladinamente la realidad española y su integración en ella. No afirmo tal cosa. Pienso que eso sería muy bueno, muy bueno, para la convivencia española, pero cada uno ha de elegir libremente su camino. Lo que afirmo es que el efecto negativo que la formulación nacionalista, en sus planteamientos soberanistas de cualquier tipo, produce, se verá paliado, diluido, superado, cuando en cada Comunidad se produzca la moderación y el equilibrio de la integración que defiendo. Y no sólo eso, debemos tomar en cuenta igualmente que tal integración no será posible, si en las demás Comunidades no se supera el recelo, el miedo o la simple antipatía, ante los hechos diferenciales. Admitir una reacción social negativa ante el hecho de que cada uno sea y se manifieste como es, pone en evidencia un respeto precario, o selectivo, por la libertad individual y colectiva.

Cataluña debe ser plenamente Cataluña, y no necesita debilitar su integración en España para lograrlo. El País Vasco ha de ser plenamente lo que es, no podría ser de otro modo. Tal aseveración no significa que deba producirse una ‘euscaldunización’ obligada de quienes allí residen. Antes bien, debe tal proceso –si fuese pertinente– formularse como un proyecto ilusionante, abierto, y ante todo libre, sin que incorporarse a él tenga que significar necesariamente la aceptación de un criterio político único, el nacionalista.

La potenciación de la propia cultura, obligada por nuestra Constitución, no puede interpretarse, ni por unos ni por otros, como un corsé que ahogue las libertades políticas. Al final la cuestión de la pluralidad de España se reconduce a la cuestión central de nuestra libertad, del respeto a nuestras libertades. El de todos a cada Comunidad, para que cada una sea lo que es y como es, o la quieran hacer quienes allí viven. Y el de cada Comunidad a sus propios ciudadanos para  que en nada se vean menoscabadas las libertades individuales y públicas, se acepte su pluralismo interno, sin restringirlo exclusivamente al campo nacionalista.

Probablemente, desde el supuesto de la libertad y de la solidaridad es posible construir una España plural. O, expresándolo tal vez mejor, la realidad plural de España sólo puede ser aceptada y afirmada auténticamente desde el fundamento irrenunciable de la libertad y la solidaridad. Por este camino es más sencillo comprender desde Madrid la personalidad e identidad catalana y desde Cataluña su gran aportación al conjunto, a ese conjunto que Madariaga entendía en clave de equilibrio dinámico. Justo el marco que podría permitir una solución constitucional a un problema que se resuelve, desde mi punto de vista, leyendo con una nueva mirada, más abierta y complementaria, un modelo abierto que se va definiendo a base de entendimiento pensando en la mejora de vida de las condiciones de vida de todos los ciudadanos.

*Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de Derecho Administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.

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