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La Unión Europea y su Parlamento
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La Unión Europea y su Parlamento

Pasado el terremoto político de las elecciones europeas, que habrá que analizar despacio, creo que, para continuar el debate sobre las claves de la UE, conviene

Pasado el terremoto político de las elecciones europeas, que habrá que analizar despacio, creo que, para continuar el debate sobre las claves de la UE, conviene poner sobre la mesa un par de ideas.

No pretendo, por supuesto, agotar el tema, sino lanzar al espacio público español algunas reflexiones sobre la acrítica “fe del carbonero” en las instituciones europeas, que es moneda corriente. Seguimos a Ortega en que Europa es la solución. Nadie puede negar que hemos tenido su apoyo en cambios muy importantes. Nada de sumarse al coro de los “euroescépticos”.

Lo primero que quiero explicar es que la Unión Europea nunca se convertirá en un Estado nacional, ni siquiera federal. Algunos sostienen que en la base de la misma hay una comunidad homogénea, que pudiera servir de apoyo a una forma política con estructuras similares a las que conocemos, desde hace tiempo, en Europa. Eso es falso, y quienes utilizan este discurso lo hacen, o por ignorancia, cosa frecuente, o por oscuros intereses, sobre todo en la línea de reforzar los poderes de las instituciones europeas, para su provecho.

Esta manera de ver las cosas se apoya en ciertos datos. El primero que del estudio, en los archivos, de los debates fundacionales de las entonces Comunidades Europeas, queda claro que los negociadores, dijeran lo que dijeran en los bonitos discursos que suelen esgrimirse, lo que pretendían era afrontar el problema de que los Estados, verdaderos protagonistas del proceso (no, desde luego, un fantasmagórico pueblo europeo), estaban perdiendo el control de asuntos importantes, que ya se resolvían más allá de sus fronteras.

Como dice el expresivo título del libro básico en esta materia (The European Rescue of the Nation-State; “El rescate europeo del Estado-nación”, escrito por un historiador de la economía británico, Alan S. Millward, que buceó a fondo en los documentos), de lo que se trataba era de conseguir que los Estados miembros tuvieran cierto control sobre los problemas transnacionales.

Nada, por tanto, en las negociaciones serias, y discretas, de grandes proyectos inalcanzables. Esta es la explicación del llamado gradualismo y de otros rasgos clásicos de las instituciones europeas.

Quienes tenían esto claro fueron los que colocaron los palos en las ruedas del intento de dotar a la Unión de un texto constitucional, como si hubiera un poder constituyente europeo. Es verdad que los que se opusieron más seriamente fueron los británicos, con su habitual nostalgia de la organización de libre comercio (la EFTA) en la que mandaron durante años.

Lo curioso es que pudieron decir Thank you, France(Gracias, Francia), cuando un par de referendos, en el “Continente”, les libraron de quedar como los malos de la película. Cuando uno repasa la historia de aquel intento, se da cuenta de lo sensato de las voces que, en todo el espectro político, no sólo los euroescépticos, resaltaron las contradicciones del mismo. Es significativo, por otra parte, que, recuperada la técnica habitual para progresar hacia una “más perfecta Unión”, el instrumento que ha recogido los restos válidos del naufragio haya sido un tratado, como siempre. Un 'modesto' tratado no constitucional. Me refiero, por supuesto, al de Lisboa, de indudable trascendencia.

Vamos ahora con el Parlamento Europeo. Ha resultado ridícula la insistencia, en la campaña, de convencernos de que este órgano es decisivo en la vida de la UE. Se entiende que el objetivo era animar a los ciudadanos a acudir a las urnas, pero creo que este tipo de exageraciones son contraproducentes. La alta abstención quizás quiera decirnos algo.

En toda la historia europea, y por las razones que vimos más arriba, los Ejecutivos nacionales han tenido el control de la Unión. Ello a través de dos instituciones básicas. La primera, menos conocida del gran público, el Comité de Representantes Permanentes, los embajadores de los países miembros ante la UE, que defienden los intereses de sus Gobiernos. El llamado COREPER es el sitio donde, por decirlo coloquialmente, “se corta gran parte del bacalao”. Lo demostró en su tesis doctoral sobre este órgano, publicada ya en 1980, mi ahora colega de Facultad, la profesora Araceli Mangas. Tampoco es poca la importancia del Consejo Europeo. Puede ser que al mismo los asuntos lleguen ya muy cocinados, pero no cabe duda de que el órgano en el que se sientan los jefes de Estado, y de Gobierno, de los países miembros es el otro puntal en la vida de la Unión Europea.

No se puede negar que la Comisión, y los tribunales de la UE (el de Justicia, y el General), también tienen algo que decir, en tanto en cuanto promueven las políticas europeas, en un caso; y ejercen el control último de unas instituciones que producen derecho compulsivamente, en el otro. Por desgracia, no nos podemos detener en todas sus facetas.

Y ello porque parece necesario decir algo, sin manejar el botafumeiro, del Parlamento europeo. Antes de entrar en el análisis del mismo, conviene llamar la atención sobre el hecho de que, de acuerdo con las ideas que ya hemos visto, en los últimos tiempos, se ha reforzado mucho el papel de las Cámaras legislativas de los Estados miembros, en los procesos europeos de decisión. Ello supone que no solo los Ejecutivos nacionales influyen en las políticas de la UE. También lo hacen los verdaderos Parlamentos, los de cada país.

Lo esencial es recordar, tras todos los fuegos de artificio a los que hemos sido sometidos últimamente, que el Parlamento europeo no tiene, en su ámbito, un papel similar al de los de los nacionales. Es verdad que, a partir de su elección directa por los ciudadanos (desde 1979), ha venido ganando poderes. Sería tedioso explicar los detalles. Nunca llegará, sin embargo, a ser una Asamblea parecida a las habituales en los Estados. No hay más que recordar que son demasiados diputados, primer problema para articular ese magma, cada vez más ingobernable, que circula por su Pleno. Por si esto fuera poco, se trata de parlamentarios de muy diversas procedencias e intereses. No hay un mínimo de homogeneidad, siempre necesario en este tipo de instituciones. El resultado es un órgano absolutamente inapropiado para generar políticas o para apoyarlas, como hacen sus homólogos en cada uno de los países. Por ello, hay que ser cuidadosos a la hora de otorgarle poderes. Circula una crítica aún más dura. La que dice que no es posible construir una verdadera democracia más allá de las fronteras nacionales. Algo de fundamento le reconozco.

Me doy cuenta de lo osado que es comprimir estas ideas en poco espacio. Pido disculpas por ello, y finalizo preguntándome si, en el futuro, debiéramos dejar de contar cuentos de hadas, y hablar de la UE tal y como es. Los resultados de las elecciones pasadas, en toda Europa, demuestran que muchos ciudadanos ya no comulgan con determinadas ruedas de molino. Quizás convenga empezar a usar otros discursos, más realistas. Y ello porque a más de uno le parece que el “emperador” está desnudo, como en el famoso cuento de Andersen.

(*) Ignacio Torres Muro es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense.

Pasado el terremoto político de las elecciones europeas, que habrá que analizar despacio, creo que, para continuar el debate sobre las claves de la UE, conviene poner sobre la mesa un par de ideas.

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