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Toros, marxismo y una corbata
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Toros, marxismo y una corbata

Desconozco enteramente qué relación se puede establecer entre el fascismo y las corbatas

Foto: El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, con corbata. (EFE)
El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, con corbata. (EFE)

Unas noches atrás, acodado en un bar del madrileño barrio de Malasaña, tal es mi costumbre, una voz femenina me interpeló desde el otro extremo de la barra. Tras girarme para atenderla con la cortesía que el diálogo entre desconocidos exige, compruebo que la joven se dirige hacia mí con un tono extrañamente desafiante y alcanza a preguntarme, mientras se revolvía en su taburete, que por qué llevo corbata. Como el bar lo regentan amigos y uno tiene el extraño afán de evitar siempre el conflicto, en lugar de responderle como merecía el exabrupto, traté de resolver la afrenta, con gesto resignado, señalándole a mi interlocutora que venía de una cena de trabajo y que ese era el motivo que justificaba lo que para ella, sin duda, es un hábito insólito y reprobable en un tipo de treinta y pocos años.

En efecto, en el bar me acompañaban dos profesores parisienses con los que, por cierto, en ese momento comentaba el regreso a los ruedos de José Tomás, lo que, de haber sido advertido por esta señorita, habría desencadenado la más rabiosa de sus censuras. Descontenta con mi respuesta o, tal vez, airada por el contraste evidente entre su grosería y la cortesía elemental, elevó aún más la voz y con gesto desencajado levantó el brazo emulando el saludo fascista y me preguntó que si yo en mi trabajo también levantaba el brazo.

Desconozco enteramente qué relación se puede establecer entre el fascismo y las corbatas. Hasta donde alcanza mi conocimiento del asunto, mi imaginario de la vestimenta fascista suele estar vinculado a camisas con bolsillos abotonados en el pecho y las mangas remangadas. Eran azules en España y negras en Italia, creo. Celebro que el encuentro con esta ciudadana fuera en invierno ya que, de haber sido en verano, ciertamente podría haber cometido la temeraria imprudencia de remangarme los puños de mi camisa, lo que habría justificado, sin duda, su pertinente desaprobación.

Ángel Abella nunca participó en el mitin. Simplemente llevaba corbata y aquellos radicales intuyeron que era suficiente para darle muerte con una barra de hierro

La anécdota podría interpretarse como un acontecimiento aislado que no exhibiría más que el desatino puntual de una joven más o menos desorientada. Sin embargo, la mirada atónita de mis contertulios, franceses ellos, me forzó a reparar en la gravedad del hecho. Hispanistas y extranjeros (motivo por el que tal vez conocen la Historia de España mejor que yo), me recordaron una anécdota del año 1934. Fue en Valladolid: una docena de extremistas asesinaron al joven estudiante de medicina Ángel Abella. Lo mataron porque acababa de celebrarse un mitin fascista y aquellos exaltados intuyeron que aquel joven asturiano debía haber participado en la concentración. Ángel Abella nunca participó en aquel mitin. Simplemente llevaba corbata y aquellos radicales intuyeron que era motivo suficiente para darle muerte golpeándole con una barra de hierro.

La inquina española no entiende de bandos ni de ideologías, y naturalmente la anécdota podría trazarse simétricamente en dirección contraria. Tuvimos 40 años de dictadura para comprobarlo. Supongo que quienes no pueden defender su adscripción política con argumentos no pueden más que recurrir a su atuendo para trazar inferencias inequívocas entre hábito e ideología. Hay, incluso, quienes necesitan asegurar el tiro resolviendo cualquier ambigüedad en forma de insignias, camisetas o pulseras, y celebro desde lo más íntimo la libertad que los ampara para exhibir su compromiso con cualquier causa que consideren oportuna.

Pese a todo, no corramos el riesgo de desprestigiar el valor sintomático de la anécdota. Lo sucedido en aquel bar simboliza lo peor de aquellas dos Españas que creímos olvidadas y que hoy tantos se esfuerzan en desenterrar. Este sería un país más habitable si abandonásemos la pulsión agresiva y miope que nos lleva a resumir los matices ideológicos en usos tan espontáneos, frívolos y banales como la vestimenta. Una pulsión que, por cierto, no ha tanto volvió a manifestarse ni más ni menos que en sede parlamentaria.

Una de las plumas más esquivas para aquella imprecisa y violenta distinción de las dos Españas fue Manuel Chaves Nogales, quien advirtió que todo hombre civilizado tiene dos patrias: Francia y la suya propia. Aquella noche, en aquel bar, lo entendí todo. Los dos profesores parisienses con los que alternaba estuvieron toda la noche intentando convencerme de la grandeza estética de la tauromaquia e insistieron en plantearme viajes por todas las ferias principales que amablemente decliné. Les envidio. Son fervientes aficionados al toreo y prestigiosos eruditos. También son marxistas convencidos. Ellos son franceses. No hará falta decirlo: yo y aquella chica que reprobó mi corbata en aquel bar somos españoles.

*Diego S. Garrocho Salcedo. Profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

Unas noches atrás, acodado en un bar del madrileño barrio de Malasaña, tal es mi costumbre, una voz femenina me interpeló desde el otro extremo de la barra. Tras girarme para atenderla con la cortesía que el diálogo entre desconocidos exige, compruebo que la joven se dirige hacia mí con un tono extrañamente desafiante y alcanza a preguntarme, mientras se revolvía en su taburete, que por qué llevo corbata. Como el bar lo regentan amigos y uno tiene el extraño afán de evitar siempre el conflicto, en lugar de responderle como merecía el exabrupto, traté de resolver la afrenta, con gesto resignado, señalándole a mi interlocutora que venía de una cena de trabajo y que ese era el motivo que justificaba lo que para ella, sin duda, es un hábito insólito y reprobable en un tipo de treinta y pocos años.

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