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Un desfile con muchos charcos y poco público
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Fernando Peña Charlón

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Fernando Peña Charlón

Un desfile con muchos charcos y poco público

Si no fuera por los inmigrantes, que aún se pirran por estas cosas, la teatralización del Doce de Octubre se hubiera quedado en una mañana de función con el aforo vacío

El Día de la Hispanidad vino a marcar el comienzo del auténtico otoño en Madrid. La ciudad amaneció encapotada, fría y desagradable, con toda su casticidad reducida a la mínima expresión de unos pocos que caminaban despistados y con la cabeza gacha por las calles mojadas, traicioneras de resbalones, de la capital. Los Reyes presidieron la parada militar con la impertérrita profesionalidad de quien arrastra una larga relación con la lluvia, desde aquel lejano día de mayo en que se casaron bajo un aguacero que deslució todos los fastos conmemorativos. Las niñas reales, tan rubias y tan monas, cumplieron regiamente lo de no molestar ni hacer niñerías, y estarse calladas y modositas, la heredera en azul marino y su hermana en rojo español.

Fue un mediodía desangelado, en que las acrobacias aéreas perdieron toda la gracia frente al aquelarre de lluvia. Los presidentes autonómicos apiñados en comandita, con Revilla perejil de todas las salsas, pero cuidado con lo que se le dice que luego va y lo cuenta en televisión. Las gradas erizadas de paraguas mientras los poderes fácticos, ese grupo de 1.300 notables que más tarde montarían sus corrillos en el Palacio Real, afilaban las garras por ver si podían clavarlas en alguna espalda distraída, y la presidenta de la Comunidad, rubia y pálida como otra Infanta algo ajada pero nada Borbona, un poco sola sin Carmena, que puso el Atlántico de por medio para quitarse de encima el coñazo del desfile, como en su momento lo definió el señor Rajoy en su encarnación de jefe de la oposición, previa a esta de presidente en funciones.

En este Madrid aquietado de gestoras como bozales, de paradas militares como el Orgullo Gay pero en macho y militar, con la cabra de la Legión que resulta que es carnero, mecachis, y yo sin enterarme; en este Madrid con los de las preferentes afónicos de tanto gritar y descansando para coger fuerzas y gritarles más y mejor a los de la Gürtel y las ‘black’ cuando van caminito del juzgado; en este Madrid cabizbajo de cuesta de enero permanente —la crisis tan llena de cuestas, qué ganas tenemos todos de alcanzar algún llano—; en este Madrid de manolas y chulapos hipsterizados, la gente, las masas populares, la horda (como nos llamaba muy graciosamente el marqués de Santo Floro cuando se tomaba un té ‘british’ con las visitas), la gente, digo, brilló por su ausencia. A lo mejor fue la lluvia, no sé: a lo peor fue otra cosa.

Una sima que se antoja ya insuperable entre los invitados a la fiesta de la Hispanidad y los hispánicos que nos quedamos en casa a resguardo de la lluvia

Si no fuera por los inmigrantes, mayoritariamente latinos, que aún se pirran por estas cosas, la teatralización del Doce de Octubre se hubiera quedado en una mañana de función con el aforo vacío, más banderas que pueblo, más fuerzas vivas en el besamanos de Palacio que patriotas en las calles: es el divorcio evidente entre las clases dirigentes y el currito medio al que apenas le alcanza el sueldo para vivir con dignidad. Una sima que se antoja ya insuperable entre los invitados a la fiesta de la Hispanidad y los hispánicos todos que nos quedamos en casa a resguardo de la lluvia, tan poco patriótica ella, que se pasó por el forro de los nubarrones la parafernalia de Reyes, presidentes y ministros, banqueros y empresarios, el graderío atento al desfile militar, mientras los soldados, pobres, se empapaban hasta los huesos.

¿Y Colón? Pues don Cristóbal, el descubridor, temblando ahora ante la amenaza de desahucio de su columnata en la plaza del Portal de la Paz en Barcelona. Ver para creer.

El Día de la Hispanidad vino a marcar el comienzo del auténtico otoño en Madrid. La ciudad amaneció encapotada, fría y desagradable, con toda su casticidad reducida a la mínima expresión de unos pocos que caminaban despistados y con la cabeza gacha por las calles mojadas, traicioneras de resbalones, de la capital. Los Reyes presidieron la parada militar con la impertérrita profesionalidad de quien arrastra una larga relación con la lluvia, desde aquel lejano día de mayo en que se casaron bajo un aguacero que deslució todos los fastos conmemorativos. Las niñas reales, tan rubias y tan monas, cumplieron regiamente lo de no molestar ni hacer niñerías, y estarse calladas y modositas, la heredera en azul marino y su hermana en rojo español.