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Limitar el turismo: una 'ensaimada' mental
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Isidoro Tapia

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Limitar el turismo: una 'ensaimada' mental

Precios y cantidades no se pueden regular al mismo tiempo porque unos dependen de las otras

Foto: Miles de turistas disfrutan del sol y el agua en la playa de Levante de Benidorm. (EFE)
Miles de turistas disfrutan del sol y el agua en la playa de Levante de Benidorm. (EFE)

Apenas unos meses después de incorporarme a mi primer trabajo, me tocó explicarle a mi jefe que Néstor Kirchner (yo me encargaba de hacer el seguimiento del sector energético en varios países de América Latina), ante la denominada 'crisis del gas argentino', había decidido regular el precio y restringir las exportaciones de gas a los países vecinos. Mi jefe me miró con expresión de incredulidad y me dijo: “Se pueden controlar los precios o las cantidades, pero no las dos cosas”. Algo debía saber del negociado, porque había sido primero ministro de Industria y luego de Economía entre 1982 y 1993, el periodo más reformista de nuestra historia contemporánea, el que convirtió la industria sobreprotegida e ineficiente, con la que el posfranquismo trató de adormecer las exigencias democráticas, en una estructura económica homologable con la primera división europea.

Efectivamente, no se pueden controlar simultáneamente precios y cantidades. Yo debía saberlo, porque se estudia en todas las facultades de economía, aunque hasta entonces nunca lo había visto en un ejemplo práctico. Kirchner también lo aprendió poco tiempo después: tras establecer los controles, las empresas redujeron su producción. Mejor dejar el gas debajo de tierra que malvenderlo. Y los consumidores descubrieron lo lucrativos que pueden ser los mercados regulados. Si compro gas (regulado) a dos dólares/MBTU, y apenas unos kilómetros al oeste los chilenos están dispuestos a pagar cinco o seis dólares, ¿quién puede resistirse? El resultado era que, en la práctica, ni el precio del gas ni la cantidad del mismo se parecían en nada a los límites que Kirchner había fijado.

Si se fija el precio, las cantidades se ajustan automáticamente, y si se fijan las cantidades, es el precio el que se ajusta hasta 'vaciar el mercado'

Precios y cantidades no se pueden regular al mismo tiempo porque uno depende de otro. Si se fija el precio, las cantidades se ajustan automáticamente, y si se fijan las cantidades, es el precio el que se ajusta hasta 'vaciar el mercado'. Quizás un ejemplo cotidiano sea aún más claro: a lo largo de un día, podemos hacer muchas llamadas con nuestro móvil y quedarnos sin batería, o conservar la batería y no hacer ninguna llamada. Pero lo que no podemos es determinar, por la mañana, cuántas llamadas haremos y qué nivel de batería queremos tener al final del día. Si decidimos lo uno, lo otro viene dado.

Para que quede claro, esto no depende de cómo de intervenido esté un mercado: sirve para el gas argentino, las llamadas de móvil, los mercados financieros en EEUU o el sector agrícola en la extinta URSS. En Venezuela, el Gobierno quiso controlar los dólares en circulación y su tipo de cambio respecto al bolívar. En la práctica, no controla ni lo uno ni lo otro.

Todo esto viene a cuento de la polémica del verano: la turismofobia. Quizá convenga dar un paso atrás y preguntarnos: ¿tenemos realmente un problema de turismo? Según Eurostat, a principios de los noventa los no residentes pasaban un total de 30 millones de noches en Francia cada año, frente a cuatro millones en España. En 2016, las visitas se habían duplicado en Francia, alcanzando los 60 millones, mientras en España se habían incrementado hasta los…¡80 millones!

Foto: Playa de El Postiguet, en la Comunidad Valenciana, repleta de sombrillas. (EFE)

No es la única cifra que pone de relieve el impacto del 'boom' turístico durante los últimos años: a principios de los noventa, los ingresos por turismo en España se situaban alrededor de los 10.000 millones de euros, mientras en la actualidad alcanzan los 80.000 millones.

En primer lugar, el incremento del turismo es un fenómeno global: desde 1995, el número de turistas internacionales ha pasado de 500 a 1.200 millones cada año. Varias razones explican que cada vez se viaje más: la caída de los precios en el transporte aéreo y de alojamiento (gracias, sobre todo, a una mayor competencia), el crecimiento de los países emergentes, donde centenares de millones de personas han engrosado una clase media que se puede permitir viajar, e incluso otras menos evidentes como la caída de la natalidad en los países desarrollados (que deja más tiempo libre a los adultos para visitar otros países).

En España, además, han existido razones singulares: aciertos propios como la modernización de nuestras infraestructuras turísticas, y circunstancias ajenas, como la inestabilidad política en tradicionales destinos competidores (como Oriente Medio y el Magreb). Todo ello ha convertido algunas de nuestras ciudades, como Madrid y Barcelona, en verdaderos iconos globales.

Foto: Aspecto de la playa de la Mar Bella, con el hotel W al fondo, en Barcelona. (EFE)

En definitiva, la actividad turística se ha convertido en un maná para España, uno de los motores de la recuperación económica: España es el tercer destino turístico internacional (por detrás de Francia y EEUU), y las actividades turísticas representan el 13% del empleo y cerca del 12% del PIB, su máximo histórico (a principios de los noventa, su peso estaba por debajo del 10%).

El incremento del turismo ha dejado algunas sombras. Por un lado, su fortísimo crecimiento, que ha generado tensiones que ahora están aflorando. No hay más que pasear por Barcelona para experimentar de primera mano la saturación de algunas zonas urbanas. Para no quedarnos en el cuñadismo anecdótico, pongamos algunos datos: en relación al tamaño de las ciudades, Barcelona recibe 1,5 'pernoctaciones de visitantes extranjeros' por residente, efectivamente en el 'top 10' mundial, aunque todavía por detrás de Dubái (5,7), Ámsterdam (2,7), Praga (2,5) o Londres (2,3), entre otras. Madrid, por cierto, no está entre las 20 primeras. O sea, que sí, que las ratios se están deteriorando, pero, mal que nos pese, tampoco en este caso estamos ante una excepción española.

Foto: Canarias se lleva la medalla de oro, seguida de la Isla de Francia y Cataluña.

Un segundo conjunto de sombras se explica porque el sector turístico en sí mismo constituye un retrato fidedigno de las fortalezas y debilidades de la economía española. De su estacionalidad, del abuso de la contratación temporal y del severo ajuste de costes que ha cimentado la recuperación tras la crisis económica. Entre 2010 y 2013, por ejemplo, la remuneración por asalariado en el sector turístico cayó un 7,5% (mientras el empleo lo hizo 'solo' un 6%). Si el turismo es el huevo y la económica española la gallina, o al contrario, es difícil de determinar. Pero es innegable que los dos tienen debilidades comunes.

Una de las consecuencias del sistema multipartidista que ahora nos gobierna es que el ciclo de las polémicas políticas empieza a tener un patrón reconocible: Podemos, que sigue teniendo el detector de tensiones sociales más afinado, advirtió antes que nadie la polémica que se avecinaba. Como acostumbra, a un buen diagnóstico le siguió un exabrupto. Uno de los líderes del partido, Miguel Urbán, se mostró comprensivo con los ataques violentos a las instalaciones turísticas “si servían para abrir un debate social”. El 'nuevo' PSOE respondió rápidamente, condenando los ataques pero tratando de ponerle letra a la música de Podemos. Su presidenta propuso establecer “límites cuantitativos” al turismo. Ciudadanos, aunque menos entusiasta, se manifestó de acuerdo con el diagnóstico de fondo, pero entre sus denuncias de la 'venezolización' de Podemos y la 'podemización' del PSOE no hemos logrado enterarnos de qué proponían, si es que proponían algo. Y el PP, pues a sentarse y ver qué pasa.

Foto: Turistas disfrutan del 'sol y playa'. (EFE)

Así que, entre toda esta marejada, la única propuesta que tenemos encima de la mesa es la de la presidenta del PSOE de establecer “limites cuantitativos” en las ciudades. Baleares ha ido un paso más allá y lo ha convertido en una norma legal, fijando en 620.000 las plazas hoteleras 'legales', que se irán reduciendo en los próximos años. No es mucho una sola propuesta para una polémica que, más allá de los decibelios veraniegos, tiene una importancia decisiva en nuestra economía. Sobre todo porque esta propuesta es un disparate. Trataré de explicar por qué.

Como decía al principio, todo viene de una cierta confusión cuando se regulan precios y cantidades. Al fijar una cantidad máxima (en este caso, el número de plazas hoteleras), el precio se ajusta automáticamente. Lo que ocurrirá en Baleares (o en toda España, si se extendiese la propuesta de Narbona), es que el precio del alojamiento se incrementará. Un negocio bastante lucrativo para los 'ïncumbentes', los establecimientos ya autorizados, que pasan a disfrutar de un monopolio regulado.

La segunda consecuencia es la reducción de la oferta, es decir, la destrucción de empleo, de nuevos proyectos que dejan de llevarse a cabo ante las limitaciones legales. Y, finalmente, la tercera es la aparición de un 'mercado negro', porque en la práctica es imposible controlar el número de turistas, que seguirán llegando pero que se alojarán en todo tipo de establecimientos, cada vez más rentables (gracias precisamente al incremento de los precios) y por ello más difíciles de detectar para las autoridades. Como el gas en Argentina o los dólares en Venezuela. Así que Narbona puede decir que quiere hacer muchas llamadas y tener la batería al máximo cuando se acabe el día, pero lo cierto es que su propuesta implica un turismo más caro, con menos empleo y un mercado negro de mayor tamaño.

Foto: Dos turistas extranjeros toman el sol en la Puerta del Sol de Madrid tumbados en hamacas, antes de ser expulsados por la Policía. (Henar Ortega)

¿Significa esto que debamos cruzarnos de brazos? No, en absoluto. Existen otras alternativas. Es necesario regular las plataformas de alojamiento turístico y economía colaborativa, pero con un objetivo claro: no el de ponerle puertas al campo y restringir artificialmente la oferta turística, sino el de garantizar que las ventajas de estas opciones de alquiler no vienen de una menor (o nula) fiscalidad, ni de la inaplicación de las normas mínimas de seguridad e higiene. En lugar de criminalizar estas actividades o amenazar con multas descomunales, se deben regular de forma simple y transparente, facilitar su abrigo bajo la regulación administrativa.

También se debe incorporar el impacto del turismo en el planeamiento de las ciudades (¿lo ha tenido el proyecto Madrid Nuevo Norte?). Y se deben sentar las bases para que la oferta de turismo cubra todo el espectro de la demanda, y no solo los segmentos de menos valor añadido, para lo que las administraciones tienen un papel limitado pero decisivo en lo que respecta a la oferta cultural y de ocio. Y, finalmente, podrían adoptarse medidas de mayor calado: si de verdad creemos que el turismo está creciendo demasiado rápido, si estamos dispuestos a sacrificar unas décimas de PIB por un modelo más sostenible, quizá conviene recordar que la mayoría de las actividades turísticas están sujetas al IVA reducido del 10% (frente al general del 21%). Pero, claro, eso sería tomarse en serio un problema que, de momento, es solo un episodio veraniego.

*Isidoro Tapia es economista y MBA por Wharton.

Apenas unos meses después de incorporarme a mi primer trabajo, me tocó explicarle a mi jefe que Néstor Kirchner (yo me encargaba de hacer el seguimiento del sector energético en varios países de América Latina), ante la denominada 'crisis del gas argentino', había decidido regular el precio y restringir las exportaciones de gas a los países vecinos. Mi jefe me miró con expresión de incredulidad y me dijo: “Se pueden controlar los precios o las cantidades, pero no las dos cosas”. Algo debía saber del negociado, porque había sido primero ministro de Industria y luego de Economía entre 1982 y 1993, el periodo más reformista de nuestra historia contemporánea, el que convirtió la industria sobreprotegida e ineficiente, con la que el posfranquismo trató de adormecer las exigencias democráticas, en una estructura económica homologable con la primera división europea.