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Talidomida: la hora definitiva

Hoy España decide si es la nación moderna y europea que dice ser o continuamos siendo esa España de alpargatas y limosnas que creíamos olvidada. De nosotros depende

Foto: Concentración de integrantes de la Asociación de Víctimas de la Talidomida en el Congreso de los Diputados. (EFE)
Concentración de integrantes de la Asociación de Víctimas de la Talidomida en el Congreso de los Diputados. (EFE)

Vuelvo a la misma sala de la Organización Médica Colegial de hace dos años y allí están. Unos en su silla eléctrica, otros en las filas de butacas rojas y aterciopeladas del pequeño salón de actos. Me saludan generosos y cariñosos, pero también con una melancólica sonrisa mezcla de frustración y enfado. Hoy son menos que aquella vez. Desgraciadamente, tres de ellos ya no volverán. Cuentan su relato y su rabia: 60 años de lucha contra la mutilación; 60 años sin poder abrazar a los suyos; 60 años sin poder sujetar a su hijo contra el pecho; 60 años sin brazos, sin dedos, algunos sin piernas. Unas vidas marcadas por la segregación, el sufrimiento y la superación. Las vidas de los diferentes. Las vidas de quienes nadie mira al pasar.

Algunos de ellos vivieron en las calles de la mendicidad. Otros crecieron sin completar los estudios que soñaban, recluidos en su pueblo por miedo a enfrentarse a una sociedad que los señalaba como monstruos deformes. Muchos vivieron apegados siempre a sus madres. Madres que nunca pudieron superar ese irracional sentimiento de culpabilidad. Otros, la mayoría, enfrentaron su deformidad con valentía y consiguieron hacer carrera mirando a los demás y enseñándonos que somos nosotros los discapacitados. Nosotros, 'los normales'. Los que no somos capaces de enfrentarnos a una arruga, los que necesitamos un paracetamol para un dolor insignificante, los que nos preocupamos si un día no nos sonríe o no nos saluda nuestro jefe. Nosotros, pequeños y soberbios mediocres, que no sabemos lo que es tener dolor todos los días. Nosotros, que no sabemos lo que es no poder, físicamente, dar un abrazo. Nosotros, que no sabemos lo que es hacer una foto con el iPhone apretando el disparador con la nariz. Nosotros, que no sabemos lo que es dar la mano con dos dedos y que no sean capaces de sujetártela mirándote a los ojos.

Foto: Miembros de la Asociación de Víctimas de la Talidomida durante el juicio contra Grünenthal.

Esta maldición atravesó Europa durante los finales de los cincuenta y principios de los sesenta. De repente empezaron a nacer, por todo el continente, miles de niños con acortamientos espectaculares de brazos y piernas, en ocasiones sin dedos. Focomielia, se denominó en el cruel lenguaje de la medicina, por su similitud con las extremidades de las focas. Algunas madres pensaron que era una maldición. Alguna llegó incluso a matar al chiquillo por compasión. Muchas vivieron aquellos nacimientos como un castigo a sus faltas. “Dios lo ha querido así “, les dirían algunos de aquellos curas con bonete y sotana. Eso bastaba en aquella España todavía rural, atrasada y polvorienta. Muchos de los afectados, probablemente una mayoría, moriría sin saber la relación de sus lesiones con aquel medicamento. Un medicamento de aspecto inocente que un doctor de bata blanca le había recetado a su madre para calmar los vómitos del embarazo: la Talidomida.

Porque no había sido Dios. Había sido la ambición de una compañía que lanzó un medicamento sin suficientes seguridades. Una compañía que ocultó inicialmente sus responsabilidades. Una farmacéutica que alcanzó un pacto milmillonario para evitar una sanción judicial histórica en Alemania. Una desalmada industria que abandonó a su suerte a sus víctimas en España. Una España entonces exótica y sin influencia. Una nación, estigmatizada por la dictadura, que ni se planteó enfrentarse al gigante teutón para defender a sus ciudadanos. Un país que también fue responsable. Responsable por su desidia y su lentitud en la retirada del fármaco, por su ausencia de registros y por el silencio de muchos médicos que, conocedores ya del origen de las deformidades, lo ocultaron a sus pacientes por compasión o por miedo. Una España que nunca reconoció sus errores ni enfrentó sus responsabilidades en el drama.

Fue la ambición de una compañía que lanzó un medicamento sin suficientes seguridades. Una compañía que ocultó sus responsabilidades

Hace dos años, todo el arco parlamentario se conjuró para reparar de una vez por todas esta injusticia en nuestro país. Nos conjuramos para reconocer a los supervivientes y restaurar nuestra dignidad como Estado. Ciudadanos incluyó esta obligación contraída en el Parlamento dentro de las 150 medidas del pacto de investidura. Hoy ya está avanzado el reconocimiento e identificación de las víctimas supervivientes. Sin embargo, se ha habilitado una insuficiente partida presupuestaria que apenas nos permitirá pagar las primeras indemnizaciones. Aún no hemos sentado a la compañía responsable para que asuma también su parte y nos permita cerrar con dignidad este episodio. No hemos cerrado el decreto que recoja todas las prestaciones y ayudas que necesitan los afectados.

No podemos despachar 60 años de sufrimiento con unas migajas. No podemos añadir la indignidad a la desidia. No podemos cerrar este episodio sin que los afectados se sientan reconocidos. No se trata solo de la cantidad, que también. Se trata de que no se sientan despreciados ni humillados. No hemos llegado hasta aquí para esto.

Aún no hemos sentado a la compañía responsable para que asuma también su parte y nos permita cerrar con dignidad este episodio

Esta semana, en esa reunión, una madre ya muy mayor me preguntó, esperanzada: "¿Podremos ponerle por fin brazos a mi hija? Tiene tanta ilusión por poder comer sola...". ¿Se imaginan? Es difícil resumir mejor esa mezcla de sufrimiento y esperanza en la que viven estos días.

Hoy está en nuestra mano. Está en nuestra mano reconocerles y cerrar esta herida con la dignidad de los grandes países, o volver a echar unas monedas en el suelo a los pies del lisiado mientras seguimos nuestro camino indiferentes. Hoy España decide, en este triste episodio de la Talidomida, si es la nación moderna y europea que dice ser o continuamos siendo esa España de alpargatas y limosnas que creíamos olvidada. De nosotros depende.

*Francisco Igea es diputado de Ciudadanos en el Congreso de los Diputados.

Vuelvo a la misma sala de la Organización Médica Colegial de hace dos años y allí están. Unos en su silla eléctrica, otros en las filas de butacas rojas y aterciopeladas del pequeño salón de actos. Me saludan generosos y cariñosos, pero también con una melancólica sonrisa mezcla de frustración y enfado. Hoy son menos que aquella vez. Desgraciadamente, tres de ellos ya no volverán. Cuentan su relato y su rabia: 60 años de lucha contra la mutilación; 60 años sin poder abrazar a los suyos; 60 años sin poder sujetar a su hijo contra el pecho; 60 años sin brazos, sin dedos, algunos sin piernas. Unas vidas marcadas por la segregación, el sufrimiento y la superación. Las vidas de los diferentes. Las vidas de quienes nadie mira al pasar.

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