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La ética del guiñol o la Andalucía ausente
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La ética del guiñol o la Andalucía ausente

Normalmente el nivel argumental al que se desciende en unas elecciones políticas debiera producirnos bochorno, pero hemos de resistirnos a ello por un par de sólidas razones

Foto: Foto: EFE.
Foto: EFE.

Normalmente el nivel argumental al que se desciende en unas elecciones políticas debiera producirnos bochorno, pero hemos de resistirnos a ello por un par de sólidas razones: en primer lugar es pretencioso creerse en situación de primacía intelectual o moral con respecto a los candidatos. Por supuesto que tenemos muchos motivos para desconfiar de nuestra clase política, incluso para detestarla, pero, por un lado, repetir hasta la náusea la responsabilidad que ha tenido en el preocupante deterioro de la vida pública solo ha conseguido esterilizar el efecto terapéutico del escándalo, diluyéndolo en lo cotidiano; y por otro, no podemos eludir la responsabilidad que el resto de los ciudadanos tenemos en ese deterioro, cuando somos nosotros los que hemos puesto a los políticos ahí en unas elecciones que, aún con mecanismos imperfectos, son libres. Los españoles tenemos en esto un grave problema de responsabilidad individual.

En segundo lugar, por muy democráticas que sean, todas las elecciones se inscriben hoy en la sociedad del espectáculo, y este tiene unas reglas que no admiten ni la reflexión ni los matices, sino la contundencia de lo primario y lo emotivo. La política, sí, es complicada en su aplicación consuetudinaria, pero ha de ser simple y primitiva como un canto guerrero cuando se está en campaña electoral, más propia para los atavismos identitarios de un derbi futbolístico que para las sutilezas de un debate académico. En campaña solo funciona la ética del guiñol, y en los días que queden hasta el 2D, Susana Díaz, Juanma Moreno, Teresa Rodríguez y Juan Marín subirán al tablado de marionetas para representar sus prefijados papeles de garrotazo y tentetieso, lo cual no debería sorprendernos demasiado.

Foto: Pareja en la Feria de Abril de Sevilla en 2018. (EFE)

Aceptemos, pues, el artificio de unas cartas marcadas, pero ya es más difícil aceptar que no respondan a diferentes visiones ideológicas sobre cómo abordar los problemas de Andalucía, sino más bien a simples intereses de personas, partidos o corporaciones que incluso son ajenos a nuestra región. El tono de esta campaña, con la irrupción en ella de la crispada política nacional, la rivalidad interna del partido gobernante, el abandono de un cierto y civilizado 'fair play' al que había llegado el bipartidismo, herencia de la Transición, el desafuero secesionista catalán y sus secuelas, o la deriva anticonstitucional del populismo agreste, hacen de Andalucía, una vez más, un Campo de Marte en el que se dirimen cuestiones ajenas a problemas en los que está atrapada como un círculo vicioso, encadenada a la rueda infernal de sus estereotipos.

Para esto problemas ni el modelo de gestión autonómico, ni ocho lustros de estabilidad política en manos de un mismo partido han logrado encontrar soluciones, que se alejan con la desolación de los trenes perdidos. No, esa estabilidad no ha servido para acometer las dos grandes asignaturas pendientes de esta comunidad: conseguir su vertebración territorial y sacudirse el férreo estereotipo de región subsidiada, jaranera y perezosa gracias a una Naturaleza munificente. Y no creemos que ningún partido esté muy dispuesto a cambiar el estatuto de una Andalucía a la que socialmente se ve como un granero de votos y políticamente como un pastueño rumiante de subvenciones y fondos públicos.

[Especial Elecciones Andalucía 2018]

El diario de campaña suele ser una recurrente monserga sobre quien es más de izquierdas, de extrema izquierda, de centro o de extremo centro (de derechas no, que no vende, excepto para ese pequeño hongo de Vox), con endebles contenidos programáticos y según unas adscripciones que tienen que ver más con lo azaroso que con lo ideológico. No hemos oído nada sobre una comunidad que, con el doble de superficie que Suiza, no ha sabido crear una motivación aglomerante entre el archipiélago de sus ocho provincias, por más que su potencia esté en la concordancia de su rica diversidad y no en la disgregación de una competitividad movida por emulaciones o agravios irracionales. Demasiado territorio para tan poco gobierno.

Hay una apasionante tarea de reimaginar una Andalucía posmoderna sin que la tenga que proteger María Santísima

Tampoco hemos oído nada, porque nadie tiene nada que proponer, sobre una estructura político administrativa, la Junta de Andalucía, que empezó siendo el culmen de un anhelo ciudadano contra la "perversión" e ineficacia del centralismo franquista pero en la que hoy, por contra, el dédalo de una burocracia estamental ha creado un inextricable laberinto para proteger un Minotauro de ineptitud y privilegios gremiales. Desde entonces, en ese laberinto se han extraviado hasta morir ideas, ilusiones, fondos europeos, emprendedores, proyectos generadores de trabajo, andaluces periféricos, jóvenes sobradamente preparados, infraestructuras, enfermos en listas de espera, hospitales, alcaldes de pueblo desesperados…

Como bien coincidían relevantes personalidades en estas páginas virtuales de El Confidencial, es más fácil cambiar las cosas que la imagen estereotipada que ya nos hemos hecho de ellas. Quizás hayan cambiado muchas cosas en Andalucía, a pesar de la aplastante terquedad de su imagen. Quizás estas palabras sean injustas para quienes, desde la misma administración, se esfuerzan en desmentir callada y diariamente el estereotipo. Pero es indudable que, a tenor de la campaña, ningún partido tiene el coraje, la determinación política, ni probablemente el interés, de abordar la única forma de salir de nuestro anquilosado marasmo, como propugnaba el profesor Alberto Egea, esto es, la apasionante tarea de reimaginar una Andalucía posmoderna sin que la tenga que proteger María Santísima.

* Salvador Moreno Peralta es arquitecto.

Normalmente el nivel argumental al que se desciende en unas elecciones políticas debiera producirnos bochorno, pero hemos de resistirnos a ello por un par de sólidas razones: en primer lugar es pretencioso creerse en situación de primacía intelectual o moral con respecto a los candidatos. Por supuesto que tenemos muchos motivos para desconfiar de nuestra clase política, incluso para detestarla, pero, por un lado, repetir hasta la náusea la responsabilidad que ha tenido en el preocupante deterioro de la vida pública solo ha conseguido esterilizar el efecto terapéutico del escándalo, diluyéndolo en lo cotidiano; y por otro, no podemos eludir la responsabilidad que el resto de los ciudadanos tenemos en ese deterioro, cuando somos nosotros los que hemos puesto a los políticos ahí en unas elecciones que, aún con mecanismos imperfectos, son libres. Los españoles tenemos en esto un grave problema de responsabilidad individual.

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