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Injurias, mentiras, noticias falsas y posverdades
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Gonzalo Quintero Olivares

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Injurias, mentiras, noticias falsas y posverdades

A la pregunta relativa a si sería bueno reprimir penalmente esas no-verdades, con independencia de la vía civil, creo que debe responderse negativamente, pues es difícil concretar el daño real

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El derecho al honor, como sabemos, es un derecho fundamental reconocido por la Constitución cuya importancia nadie cuestiona, del mismo modo que, desde los primeros pasos de la andadura de la Constitución de 1978, se comprendió que ese derecho tenía que convivir con el derecho a dar y recibir información veraz y, por lo tanto, se admitía que el ejercicio cotidiano de ambos derechos podía dar lugar a choques, como así ha sido y seguirá siendo.

En un ámbito así delimitado irrumpieron desde pronto la ley penal y la ley civil, con la lógica pretensión de regular los posibles conflictos. La interpretación y aplicación de esas leyes por los tribunales, llegando al Tribunal Constitucional, dio lugar a una serie de criterios sobre los que levantar límites y preferencias, como la prioridad del derecho a recibir información veraz, o la necesidad de que el tema o persona objeto de la información tengan interés general o que se haya actuado con la mejor voluntad para averiguar la verdad.

Foto: Un juez dictando sentencia. (iStock)

Ahí empieza otra clase de problemas: el derecho español mantiene normas, como la descripción de la injuria, en las que lo importante no es la verdad o la mentira, sino la dignidad personal que puede verse manchada por el insulto, el escarnio, la descalificación grosera, etc. Acciones, todas ellas, deplorables, pero no por eso merecedoras de respuestas del derecho penal, sin perjuicio de la posibilidad de las demandas por daño moral que se quieran emprender ante la jurisdicción civil.

Pero en el horizonte no se atisba propósito alguno de racionalización de la intervención del derecho penal contra los insultos, antes, al contrario, se considera por muchos que es imprescindible proteger (penalmente) a un amplio abanico de instituciones (la Jefatura del Estado, las Cortes, las asambleas legislativas, el Gobierno, los órganos constitucionales y los tribunales, Constitucional y Supremo, las corporaciones locales, los Ejércitos…) y a quienes las ostentan o sirven, frente a los insultos, esto es, frente a lo que no deja de ser ejercicio de la libertad de expresión, la cual, como es lógico, no puede limitarse a lo “política y socialmente correcto”, pues para ese viaje no hacía falta tanta alforja. Se trata de entender que en ella cabe lo que para unos puede ser un insulto grosero o una blasfemia, y que no puede reducirse a legitimar a los que solo usan un lenguaje aceptable y dicen cosas tolerables por la gente de bien.

Foto: El líder de Podemos, Pablo Iglesias (c), conversa con el coordinador general de IU, Alberto Garzón (d), ante la diputada Ione Belarra durante el pleno. (EFE)

Mas el problema no es solo ese, sino que está en la raíz misma de la respuesta jurídica, esto es, de la imputación de “injuria”, concepto que está enclavado en lo 'valorativo', y no en la objetividad. Esa objetividad no se da porque haya una mayoría que entienda que ciertas frases son 'objetivamente' ofensivas, pues eso seguirá siendo algo emotivo y ajeno a la demostración. En un tiempo, ya lejano, algunos promovimos la idea de que el derecho penal tenía que limitarse a castigar la 'difamación', que es atribuir a alguien hechos o acciones que son falsas, pero no fue posible, y nuestra ley continúa castigando hasta las ofensas a la 'autoestima' de otra persona, en lugar de limitarse a las mentiras, que pueden dañar la reputación y que sí pueden ser discutidas en un proceso público.

Y llego así al último punto: sorprende la intransigencia con la que se defiende la persistencia de toda esa relación de insultos punibles a la que me he referido antes, mientras que se tolera el creciente fenómeno de las noticias falsas (endulzadas como 'fake news', que se nota menos), cuando se trata de algo que queda absolutamente fuera del derecho a difundir información veraz. Bien es cierto que cualquier pseudoperiodista que divulga una noticia falsa corre a invocar el famoso artículo de Mariano de Cavia, cuando en 1891 informó de que el fuego había destruido el Museo del Prado, pero lo hizo para llamar la atención sobre el lamentable estado en que se encontraban los sistemas de seguridad; de eso a la noticia falsa creada para “animar el debate político”, como he podido oír a algún zascandil, media un abismo.

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No muy lejos de las 'fake news' han de colocarse las 'posverdades', con el agravante de que estas últimas se han hecho con el título de 'recurso legítimo' para provocar el debate político. Entran en el diccionario de la RAE como “información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público”, y sus defensores se refugian en la idea de que la verdad real no existe, sino que es una construcción de sentimientos o ideas sobre algo. Así queda la cosa inofensiva, pero los que vivimos en la Cataluña del 'procés', en la que cada día se reconstruye completa la historia, sabemos bastante de posverdades y del precio que tienen.

A la pregunta relativa a si sería bueno reprimir penalmente esas no-verdades (noticias falsas, posverdades maliciosas), con independencia de la vía civil, creo que debe responderse negativamente, pues es difícil concretar el daño real y, en cualquier caso, dotaría al autor de la noticia falsa de una inmerecida aura de mártir por la libertad de prensa, cuando lo cierto es que esas prácticas hacen mucho daño a la credibilidad de los periodistas y medios de comunicación serios. En cuanto a la posverdad y su apoteosis, por desgracia, no hay más esperanza que el buen criterio de los votantes (si no están infectados por las posverdades), únicos con poder de enviar al retiro a sus apóstoles.

Que todo eso sea indiferente para el derecho mientras que los excesos verbales de cualquier clase han de traer a escena a jueces, fiscales y abogados, es una buena muestra de perversión de valores.

*Gonzalo Quintero es catedrático de Derecho Penal.

El derecho al honor, como sabemos, es un derecho fundamental reconocido por la Constitución cuya importancia nadie cuestiona, del mismo modo que, desde los primeros pasos de la andadura de la Constitución de 1978, se comprendió que ese derecho tenía que convivir con el derecho a dar y recibir información veraz y, por lo tanto, se admitía que el ejercicio cotidiano de ambos derechos podía dar lugar a choques, como así ha sido y seguirá siendo.

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