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La ideología, el lenguaje y la logomaquia independentista
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Gonzalo Quintero Olivares

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La ideología, el lenguaje y la logomaquia independentista

El triunfo de la circulación de las palabras se produce cuando la masa cándida, pero ávida de justificaciones a todas las absurdidades que se imponen, llega a asumirlas como verdades

Foto: Protesta independentista en Barcelona. (EFE)
Protesta independentista en Barcelona. (EFE)

Hace pocas semanas oí decir a un eminente y venerable intelectual catalán, cuyo nombre no daré para evitar que sea homenajeado con un sano, "espontáneo y pacífico" escrache, que no creía que la situación que vive Cataluña, y que tiene agotados a la inmensa mayoría de los que la habitan, fuese a variar hasta que no cambiara el lenguaje que se ha ido imponiendo. Creo que tenía toda la razón.

Ya en los 'Diálogos' platónicos se reconocía el valor del lenguaje como algo que superaba la primera condición de vehículo comunicativo. Con las palabras y el modo de utilizarlas se compone el pensamiento que se transmite y, con frecuencia, la idea que se desea situar fuera del vínculo directo con el que lo utiliza para que se transforme en una verdad circulante. El triunfo de esa circulación de las palabras se produce cuando la masa cándida, pero ávida de justificaciones a todas las absurdidades que se imponen, llega a asumirlas como verdades que no precisan ulteriores demostraciones.

Los lingüistas saben de eso, y no pienso hollar terrenos de otro, como también los expertos en publicidad, que comprenden muy bien a qué me refiero. Soy consciente de que, para muchos, el lenguaje jurídico es el campeón en la ocultación de la verdad, y el vehículo perfecto para encubrir la injusticia (opinión que suelen tener los que se tienen por poseedores de la verdad sobre lo justo y lo injusto). El lenguaje jurídico no es quizá el vehículo ideal para explicar problemas y conflictos y, con mucha frecuencia, los juristas no siempre se esfuerzan por clarificar las cosas, insensibles a que el ciudadano no jurista pueda no entender el discurso que conduce a una decisión u otra.

Así y todo, tampoco hay que exagerar, pues el lenguaje de los juristas no es más cerrado que el de los médicos, el de los matemáticos o el de los enólogos. Por supuesto que las cuestiones jurídicas se pueden explicar con palabras más o menos claras, pero eso depende tanto de la elocuencia como de la formación jurídica del que habla, pues con una sola de esas virtudes no se recorre un camino muy largo, y la concurrencia de las dos no es frecuente.

Ahora bien, reconociendo que puede manipularse profundamente la información jurídica, existe un límite que es el marcado por la norma que se aplica, que puede ser criticada o aplaudida. Afirmar que una norma dice lo que no dice no es admisible (aunque se haga) y sostener que un hecho o una acción tiene o no tiene cabida en una norma, la tenga o no la tenga, no son manipulaciones sino mentiras, como sucede, por ejemplo, con la tesis de que no hay obstáculo constitucional para ejercer el supuesto derecho a decidir, que, por otra parte, no está reconocido en ninguna Constitución de Europa, extremo que celosamente se silencia, o se reconoce, pero arguyendo que en ningún otro lugar de Europa hay un pueblo tan oprimido como el catalán, como demuestra la historia que, por supuesto, es la que explica el independentismo como única verdad rebelada.

A eso estamos ya bastante acostumbrados, como a la extensión de una norma a materias que no corresponden al objetivo con el que nació. Por ejemplo: nadie pone en duda que cualquiera puede expresar libremente el rechazo a la monarquía y la preferencia por un régimen republicano, pues eso forma indudablemente parte de la libertad de expresión, al igual que censurar una resolución judicial, y grave sería que eso no se pudiese hacer. En cambio, está totalmente fuera del ámbito del derecho fundamental a la libertad de opinión y expresión someter a votación en un consistorio, órgano colegiado de un ente con personalidad constitucional como es el Municipio, la aceptación de la monarquía o una sentencia, lo cual no tiene nada que ver con la libertad de expresión. Para el derecho serán actos carentes de toda significación jurídica, salvo el obligado respeto a las instituciones.

La palabra quiere crear un ambiente, al margen de que lo logre o no, de la misma manera que un determinado lenguaje político nunca es casual

Otra cosa es el mensaje que con ese tipo de inútiles actuaciones públicas se quiere enviar, sin perjuicio de que para muchos ciudadanos sea palabrería que se lleva el viento, como, y es un ejemplo destacable, el nulo contenido que tiene el "rechazo de una sentencia", tan nulo como sería el "aplauso". Así y todo, la palabra llevada por el viento quiere crear un ambiente, al margen de que lo logre o no, de la misma manera que la utilización de un determinado lenguaje en la actuación de los políticos nunca es casual, sino que persigue metas —dejando de lado el nutrido grupo de políticos que no saben ni lo que significa lo que dicen, que esa es otra— y en la historia política hay larga experiencia de la intencionalidad ideológica o manipuladora con la que se ha utilizado el lenguaje.

En la Revolución francesa conceptos como libertad, propiedad, igualdad o ciudadano tuvieron un sentido que nada tenía que ver ni con el tiempo previo ni con el posterior. Y si pasamos a palabras como patria, opresión, pueblo, nación, los ejemplos de significaciones alternativas pueden ampliarse al infinito en función de regímenes políticos de todos los colores del espectro ideológico.

Foto: Oriol Junqueras el pasado mes de mayo en el Congreso. (Reuters)

Según va menguando la racionalidad va aumentando la manipulación y se va introyectando la idea que en sí misma no estaba en esa palabra. Por ejemplo, un buen independentista no dirá "España" ni que lo aspen, y preferirá decir —lo he oído—, por ejemplo, que Stendhal visitó el Estado español o que la borrasca cruzará todo el Estado español, y de esa manera se niega la existencia del Estado más antiguo de Europa, lo cual poco importa a los que funcionan con especiales categorías identitarias. La lástima es que como todo se pega menos la hermosura, no falta locutor o locutora de radio que cuando cambian de idioma, del castellano al catalán, pasan a referirse al Gobierno de España para citar al Gobierno del Estado, cual si se tratara de un país diferente, y es solo un ejemplo, que tal vez no expresa ninguna idea de fondo, sino que es una consecuencia de la cantinela constante en la que nos movemos.

La salmodia se renueva sin cesar, como, por ejemplo, cuando la alcaldesa de Barcelona (cuyas declaraciones, unidas a las de Torra, componen un bello mosaico de dislates) sugiere como remedio a nuestros presentes males un acuerdo "entre España y Cataluña", sin reparar en que el mero planteamiento de la cuestión en esos términos, que tácitamente presuponen la existencia de entes políticos diferenciados e iguales, y eso no es admisible, por más que cuente con el apoyo de Pablo Iglesias, quien, además, sugiere que el marco de paz que exige esa mesa pasaría por blindar el autogobierno de Cataluña, y que el colofón de esa mesa de "diálogo" (otra palabra desnaturalizada) sería la convocatoria de un referéndum. En resumen: una mesa entre supuestos iguales dirigida a alcanzar el objetivo que exige uno de los partícipes en dicha mesa, y que se complementaría con la renuncia del Estado a cumplir con cualquiera de sus derechos y obligaciones. Es imposible dar más patadas con menos palabras.

La pasión ideológica permite transformar conceptos neutros en peyorativos, o establecer analogías grotescas, si no fuera porque son patéticas

La pasión ideológica permite transformar conceptos neutros en peyorativos, o establecer analogías grotescas, si no fuera porque son patéticas, como la que se hace entre constitucionalista y españolista, o la inversión conceptual, mediante la cual, si un policía antidisturbios interviene contra los que, como pasatiempo pacífico, por supuesto, están cortando una calle o quemando un contenedor, se transmite una información gráfica o verbal subtitulada como agresión de la policía española, o, en otro orden de cosas, calificar de acto de desobediencia civil desde cortar las carreteras hasta aprobar la ley de desconexión que suponía la derogación de la vigencia de la Constitución en el territorio de Cataluña.

En las trampas del lenguaje brilla con luz propia, una vez más, la reiterativa invocación del mandato "del pueblo catalán", expresado en alguna de las consultas de nula validez. El problema es doble, pues, de una parte, pueblo catalán solo es el que componen los seguidores de los partidos independentistas, que nunca han sobrepasado el 47,5%. Pero, de otra parte, y eso es bastante peor, el intérprete de la voluntad del pueblo es el grupo que manda o su César visionario, y lo más triste de todo es que esa tropa no cambiará el lenguaje porque son incapaces de articular otro.

*Gonzalo Quintero Olivares es catedrático de Derecho Penal y abogado.

Hace pocas semanas oí decir a un eminente y venerable intelectual catalán, cuyo nombre no daré para evitar que sea homenajeado con un sano, "espontáneo y pacífico" escrache, que no creía que la situación que vive Cataluña, y que tiene agotados a la inmensa mayoría de los que la habitan, fuese a variar hasta que no cambiara el lenguaje que se ha ido imponiendo. Creo que tenía toda la razón.

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