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Virus, discriminación y cautela
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Gonzalo Quintero Olivares

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Virus, discriminación y cautela

De la pandemia que supuso en su momento inicial el VIH pueden extraerse algunas experiencias: el miedo colectivo, sin duda, pero también la discriminación

Foto: Foto: Reuters.
Foto: Reuters.

En cualquier momento pueden desatarse efectos 'colaterales' de la pandemia, y, entre ellos, además de la catástrofe económica, no es el menor la histeria ante el riesgo de contagio que ya ha dado frutos miserables, como insultar a quien pasea con el hijo autista o los vecinos que envían anónimos a médicos o sanitarios conminándoles a que abandonen su hogar por el bien común porque su proximidad no es permisible. Ese tipo de acciones pueden llegar a integrar un delito de incitación a la discriminación, previsto en el art. 510 del Código penal. Que no se investigue y acuse es otro triste cantar.

La nosofobia colectiva es antigua en la humanidad, desde los lejanos tiempos de la lepra, enfermedad estigmatizada y marginadora, que llega en ese estado hasta el siglo XX, o, mucho más presente, el virus del VIH, vulgarmente sida, cuyos efectos letales paulatinamente han sido controlados. De la pandemia que supuso en su momento inicial el VIH pueden extraerse algunas experiencias: el miedo colectivo, sin duda, pero también la discriminación, frente a la cual de nada valían las explicaciones de expertos que advertían que la condición de seropositivo en el VIH no significaba que esa persona fuera a desarrollar la enfermedad ni que su proximidad supusiera riesgo alguno de contagio. Además de la intransigencia existía una implícita acusación de culpabilidad contra el propio enfermo, que pertenecía a colectivos moralmente reprobables, como homosexuales, prostitutas, o drogadictos.

Foto: Un robot dedicado a aportar indicaciones sobre las medidas de protección contra el virus a los clientes de un supermercado alemán. (Reuters) Opinión

Por ese camino se llegaría pronto al extremo al que se puede llegar a repetir con la pandemia del coronavirus: la exigencia de pruebas o análisis que demostraran que una persona determinada no era portadora del virus. La valoración jurídica de esas medidas también se produjo, y fue clara, plasmándose en la Recomendación 200/2010 de la Organización Internacional del Trabajo, que, desarrollando lo que dispone el art.23 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, advertía que las pruebas de detección del virus deben de ser verdaderamente voluntarias y realizarse sin coacción alguna, mientras que los programas relativos a estas pruebas deben respetar las directrices internacionales sobre confidencialidad, orientación y consentimiento, y que no deberían exigirse pruebas de detección del VIH ni otras formas de detección a los trabajadores, ni a los migrantes, ni a las personas que buscan un empleo o los solicitantes de empleo.

De esos datos podemos extraer derivaciones para la actual pandemia de coronavirus. En primer lugar, en esta dramática situación es más difícil tener la tentación de configurar guetos de marginales/enfermos, pues la enfermedad aparece por doquier, y los puntuales casos de discriminación a los que al principio me he referido son, además de ejemplos de gente deleznable, fruto de una obsesión por la omnipresencia de la enfermedad. Eso puede dar lugar a desviaciones que, por bien de todos, deberían ser reprimidas. En segundo lugar, no hay ningún motivo para suponer que las ideas jurídicas supranacionales que se produjeron con ocasión del VIH no sean transportables al coronavirus, entre otras cosas, porque su alcance no estaba restringido al problema del VIH.

El TC ha advertido de que las pruebas obligatorias han de ser proporcionadas, imprescindibles e insustituibles y solo admisibles por el bien colectivo

Llega ahora el momento de la progresiva desescalada, como han dado en llamar a la vuelta a la normalidad. La reanudación de la actividad laboral se anuncia rodeada de toda clase de prevenciones, pensando en la seguridad de los trabajadores y, como es lógico, de todos los que entren en contacto con lo que estos elaboren o manufacturen. Es verdad que se debe respetar el derecho fundamental a la intimidad y que la salud forma parte de ese derecho, y la indagación sobre la salud de una persona no es posible sin su consentimiento. Mas también es cierto que el empresario está obligado a velar por la salud de sus trabajadores (art. 22 de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, y, en el mismo sentido, el Estatuto de los Trabajadores). De acuerdo con ella, el reconocimiento médico de un trabajador solo puede llevarse a cabo con su consentimiento expreso, pero a la vez, el trabajador está obligado a someterse a ese reconocimiento cuando sea imprescindible para evaluar si su estado de salud puede constituir un peligro para los demás, trabajadores o terceros.

Ese es el criterio del Tribunal Constitucional, que ha advertido de que las pruebas obligatorias, en tanto que excepción a la regla, han de ser proporcionadas, imprescindibles e insustituibles y solo admisibles cuando esté presente el interés preponderante del colectivo (STC 196/2004, de 15 de noviembre), y cuando se dan esas condiciones, el trabajador está obligado a aceptar la práctica de las pruebas (STS, Sala 4ª, Sentencia 33/2019 de 21 de enero).

Así las cosas, parecería correcto entender que el empresario puede decidir que todos sus trabajadores, que han de desempeñar su tarea con proximidad entre ellos, han de someterse al test de presencia del coronavirus, sin que eso pueda suponer especie alguna de abuso sobre los derechos de estos. Pero lo que no podría hacer es exigir que el que aspira a ser contratado presente un 'certificado de ausencia de contagio', o sea, una prueba. Esa prueba tendría que hacerla el empresario a su cargo, a los trabajadores que tiene o a los que quiera contratar.

¿Podría tener consecuencias penales exigir la presentación de la prueba? Entiendo que no, pues el teórico riesgo de un contagio no es una enfermedad

¿Tendría consecuencias penales exigir la presentación de la prueba? Entiendo que no, pues el artículo 314 del CP se refiere a la discriminación por 'enfermedad o minusvalía', y el teórico riesgo de un contagio no es una enfermedad. Otra cosa es que una conducta de esa clase pudiera ser sancionada por la autoridad laboral.

Cuestión distinta es la libertad y el derecho que toda persona tiene para realizarse, si quiere (y puede, que eso dependerá del precio), la prueba del coronavirus. Pero el salto cualitativo sería exigir el porte de una especie de 'salvoconducto' para ser dispensado del confinamiento, en nombre del interés superior en determinar quién contrajo el coronavirus y, se supone, que ya está inmunizado. He oído a médicos decir que eso no impide que se vuelva a contagiar, como el que coge la gripe cada otoño, y que, en el estado actual de conocimiento de la enfermedad, no se sabe si el virus puede estar inactivo sin haber desaparecido. No es este el momento para extenderme en ese futurible, pero creo que la excepcionalidad de la limitación del derecho fundamental a la libre circulación puede llevar a exhortar a la población a la realización de pruebas rápidas y gratuitas, pero siempre con una regla de oro: en caso de duda, es preferente la libertad.

* Gonzalo Quintero Olivares es catedrático de Derecho Penal y abogado.

En cualquier momento pueden desatarse efectos 'colaterales' de la pandemia, y, entre ellos, además de la catástrofe económica, no es el menor la histeria ante el riesgo de contagio que ya ha dado frutos miserables, como insultar a quien pasea con el hijo autista o los vecinos que envían anónimos a médicos o sanitarios conminándoles a que abandonen su hogar por el bien común porque su proximidad no es permisible. Ese tipo de acciones pueden llegar a integrar un delito de incitación a la discriminación, previsto en el art. 510 del Código penal. Que no se investigue y acuse es otro triste cantar.

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