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El coronel, la jueza y el ministro
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Gonzalo Quintero Olivares

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El coronel, la jueza y el ministro

El inadmisible cese del coronel ha dejado en la penumbra la otra parte substancial del tema: el hecho mismo investigado por el juzgado

Foto: El coronel Diego Pérez de los Cobos. (EFE)
El coronel Diego Pérez de los Cobos. (EFE)

El cese del coronel Pérez de los Cobos ha alcanzado una dimensión de escándalo por la pronta filtración de los motivos que han llevado al ministro del Interior a tomar esa decisión, pues, en contra de lo que el propio ministro dijo después en el Congreso de los Diputados al ser interpelado, el motivo no era un “reajuste organizativo” sin trascendencia especial, sino lo que antes había dicho sobre la “pérdida de confianza”, como causa directa de la decisión de cesarlo.

A su vez, esa pérdida de la confianza derivaba de una razón no confesada, pero deducida por los observadores, que era el supuesto enfado del ministro porque el coronel había estado colaborando por sí mismo o a través de sus subordinados con el Juzgado de Madrid que instruye la llamada 'causa del 8 de marzo', procedimiento que se dirige contra el presidente del Gobierno y el delegado del Gobierno en Madrid, por haber autorizado la manifestación de aquel día a pesar del riesgo de propagación del coronavirus, lo cual podría ser constitutivo de un delito de prevaricación.

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Son varias las vertientes del tema. La más visible es, por supuesto, la imperdonable decisión de cesar a un alto mando por motivaciones espurias, y, sobre todo, jurídicamente rechazables. Cuando la Guardia Civil o la Policía colaboran con los jueces y tribunales o con el Ministerio Fiscal, lo hacen en calidad de Policía Judicial y solamente deben dar explicaciones a la autoridad judicial o fiscal que les ha encomendado una misión, y así lo dispone, además, el artículo 126 de la Constitución.

Eso no quiere decir que puedan cumplir cualquier clase de misión, pues en algunas casos puede surgir la negativa de la Administración a suministrar información, por ejemplo, en cuyo caso puede surgir un conflicto de jurisdicciones entre poder judicial y ejecutivo, pero ahí la función de la Policía Judicial terminará exponiendo el problema a la autoridad judicial para que sea ella la que tome el camino que considere adecuado.

Pero esos son supuestos muy limitados y, en cualquier caso, la investigación sobre la gestación de una decisión administrativa normalmente no ha de topar con vetos de clase alguna. Más aún: en la jurisdicción contencioso-administrativa puede ser normal necesitar información sobre cómo y por qué se ha tomado una determinación por parte de la Administración.

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Así la cuestión, el cese del coronel por cumplir con su deber queda como una especie de castigo por colaborar con quién desea causar problemas al Gobierno con motivo de sus actuaciones desde el inicio de la crisis, y esa posible verdad de fondo es la que da al suceso el carácter de escándalo. Hay quienes dicen, y es verdad, que esto pone de manifiesto el problema de la falta de una Policía Judicial en sentido estricto, esto es, exclusivamente encuadrada el poder judicial, incluyendo al Ministerio Fiscal. Pero ese es un tema importante por lo que supondría de 'especialización', pero secundario, pues los nombramientos y ceses de esos funcionarios no iban a ser decididos por los jueces en ningún caso.

El inadmisible cese del coronel ha dejado en la penumbra la otra parte substancial del tema: el hecho mismo investigado por el juzgado. Según ha transcendido de las indagaciones de la Guardia Civil, la Delegación del Gobierno en Madrid no mostraba especiales deseos de colaborar, pero conocía, con anterioridad al 8 de marzo, la existencia de informes y recomendaciones sobre el riesgo de propagación del coronavirus, tanto elaborados por el Ministerio de Sanidad como por la OMS.

Con esos datos, autorizó la manifestación, la cual, no se olvide, era expresión del ejercicio de un derecho fundamental, cuya limitación ha de ser excepcional, y, por otra parte, no se puede juzgar el riesgo por los conocimientos que se tienen tres meses después.

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Luego viene la elección de la calificación penal y del sujeto a acusar, con base en una querella de un particular contra el presidente del Gobierno y el delegado del Gobierno. Como quiera que la competencia para enjuiciar al presidente corresponde al Tribunal Supremo, la instructora, en lugar de remitir todo al TS, para que se uniera a las decenas de denuncias y querellas que allí se amontonan, acordó diferenciar a los denunciados y quedarse solo con la acusación contra el delegado de Gobierno, pues esa persona no está aforada.

Pero, evidentemente, si la cadena de decisión, según el denunciante, se sitúa más arriba, se denuncia un solo hecho con diferentes partícipes, y si uno de ellos está aforado, todo el hecho irá con él donde corresponda. Aquí no se trata de entrar en la polémica sobre los aforamientos, sino de destacar lo que no puede hacerse, que es esa 'separación' de los denunciados.

En cuanto a la calificación penal, los problemas son también muy grandes. Al parecer, el objetivo primero es decidir si se produjo un delito de prevaricación administrativa del artículo 404 del Código Penal, cometido por omisión por no prohibir las manifestaciones. La elección de esa calificación tiene la 'ventaja' de que no requiere demostración de consecuencias, las cuales quedan, no obstante, en la condición de consecuencia 'racionalmente muy probable'.

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Al margen de que la prohibición del ejercicio de derechos fundamentales es difícil constitucionalmente, surge una sólida corriente de opinión técnica que considera imposible la admisión de la prevaricación (que exige una resolución administrativa abiertamente injusta y arbitraria) en forma omisiva.

Pero es que, además, como dispone el artículo tercero-1 de la ley de 15 de junio de 1983, reguladora del derecho de reunión, ninguna reunión estará sometida al régimen de previa autorización, y la misma ley es muy cautelosa en relación con la posibilidad de prohibir una manifestación, señalando (art. 10) que eso solo será posible si la autoridad gubernativa considerase que existen razones fundadas de que puedan producirse alteraciones del orden público, con peligro para personas o bienes, por lo tanto, establece una relación entre el orden público alterado y el riesgo para la integridad física, lo que evidencia que la ley contempla solo el riesgo derivado del disturbio violento, y esa situación legal no varía hasta que se dicta el real decreto de 14 de marzo de 2020 que suspende la libertad de reunión en prevención del contagio de coronavirus.

Por lo que ha transcendido, no se excluye que esa supuesta prevaricación acompañe a otros delitos, como la de muerte o lesiones por imprudencia, aunque la propia magistrada admite que sería muy difícil la demostración de que la enfermedad padecida por una persona concreta procede de su asistencia, además voluntaria, a la manifestación celebrada el día 8 de marzo.

Y ese razonamiento es el que, con alta probabilidad, dictará el futuro de todas las denuncias entabladas por lesiones u homicidios imprudentes ligadas a la falta de prohibición de reuniones.

El cese del coronel Pérez de los Cobos ha alcanzado una dimensión de escándalo por la pronta filtración de los motivos que han llevado al ministro del Interior a tomar esa decisión, pues, en contra de lo que el propio ministro dijo después en el Congreso de los Diputados al ser interpelado, el motivo no era un “reajuste organizativo” sin trascendencia especial, sino lo que antes había dicho sobre la “pérdida de confianza”, como causa directa de la decisión de cesarlo.

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