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Coronavirus: calibrar el riesgo allí donde está

Desde que estalló la crisis sanitaria tomamos decisiones cotidianas con la sombra de la muerte siempre presente, la nuestra o la de las personas que más queremos

Foto: Dos personas con mascarilla pasean por Madrid. (EFE)
Dos personas con mascarilla pasean por Madrid. (EFE)

Un escalador profesional me explicó hace tiempo que para subir una pared vertical de 30 metros es necesario tener miedo. Una persona sin miedo no debería escalar porque se ha de ser consciente del riesgo. Kymy, que así se llamaba este escalador risueño y fibroso, contaba que en la escalada era crucial calibrar el riesgo: si se han verificado bien todos los sistemas de seguridad, el daño potencial es el causado por una caída de unos pocos metros en la que el escalador se queda suspendido en el aire por una cuerda. En esa caída puede romperse un brazo o lesionarse una pierna si se golpea contra la pared, pero no corre peligro de muerte. Debe ser consciente del riesgo de lesión para escalar con precaución, pero, si piensa que va a morir, no puede escalar.

Desde que estalló la crisis sanitaria tomamos decisiones cotidianas con la sombra de la muerte siempre presente, la nuestra o la de las personas que más queremos. En el pomo de una puerta o en la cercanía de un desconocido visualizamos una caída de 30 metros o, lo que es peor, nos imaginamos empujando a nuestros padres por un precipicio. En el día a día del coronavirus no hay espacio para evaluar el peligro como si estuviéramos sujetos por una cuerda. La percepción de lo grave que es el covid es, no cabe duda, paralizante, y la extensión temporal de la crisis hace presagiar que el estado mental con el que nos enfrentaremos al otoño será frágil.

Foto: Fuente: iStock.

Pero para el diseño de medidas de contención de la epidemia habrá que tener en cuenta que el cálculo del riesgo se hace como el producto de dos factores: el peligro y la exposición a este. En la vida cotidiana, poco pueden hacer los ciudadanos sobre la magnitud del daño que causaría un contagio, pero sí se puede operar sobre la exposición a este más allá de las medidas de higiene recomendadas. Son ya muchas las investigaciones que han puesto de relieve que la probabilidad de contagio es considerablemente menor al aire libre que en espacios cerrados, pero poca la atención que se le ha prestado desde las campañas de prevención, que se han centrado mayoritariamente en el uso de la mascarilla. De hecho, a tenor de los datos de movilidad publicados por Google y Apple, durante la desescalada los españoles no han aumentado tanto su tiempo en espacios abiertos como los residentes en otros países del entorno, tanto los de climas más frescos en verano (Alemania o Suecia) como los de climas similares (Italia o Grecia). En estos países, en los que la mascarilla al aire libre no es obligatoria de forma generalizada y su uso es poco frecuente, la evolución reciente de los contagios es más alentadora que la española.

En los años 30 el sociólogo americano Robert Merton señaló que en ocasiones la acción social bienintencionada puede tener consecuencias no esperadas e incluso opuestas a su propósito inicial. Uno de estos resultados perversos sería el famoso 'efecto Streisand': la demanda de la actriz a una revista por la publicación de unas fotos de su vivienda provocó una mayor atención del público sobre las fotos y, por lo tanto, que fueran vistas por más gente, que era lo que trataba de evitar la demanda. Hay indicios claros de que la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre que han impuesto los gobiernos, junto con el mayor control (social) del comportamiento en el exterior en comparación con el que se ejerce en los espacios interiores, puede contribuir no solo a aumentar el número de reuniones en entornos cerrados, sino también a una relajación de las precauciones en esos lugares donde precisamente la probabilidad de contagio es más alta.

Algunas restricciones también pueden provocar consecuencias imprevistas cuando no se acompañan de la oferta de opciones alternativas. El incremento de denuncias por fiestas en domicilios tras el cierre de discotecas puede indignar y generar quejas sobre la irresponsabilidad de los jóvenes, pero sería más productivo proponer soluciones para que pasen su tiempo de ocio al aire libre y, por lo tanto, en situaciones que impliquen un menor riesgo de contagio.

Mientras no haya una vacuna o un tratamiento eficaz, tomamos decisiones cotidianas sin cuerda, así que todas las caídas de nuestro imaginario son de 30 metros. Podemos escoger y ofrecer paredes con buenos agarres y pendiente favorable en lugar de muros lisos donde los escaladores estén deseando soltarse de la cuerda.

*María Miyar Busto es profesora del Departamento de Estructura Social de la UNED

Un escalador profesional me explicó hace tiempo que para subir una pared vertical de 30 metros es necesario tener miedo. Una persona sin miedo no debería escalar porque se ha de ser consciente del riesgo. Kymy, que así se llamaba este escalador risueño y fibroso, contaba que en la escalada era crucial calibrar el riesgo: si se han verificado bien todos los sistemas de seguridad, el daño potencial es el causado por una caída de unos pocos metros en la que el escalador se queda suspendido en el aire por una cuerda. En esa caída puede romperse un brazo o lesionarse una pierna si se golpea contra la pared, pero no corre peligro de muerte. Debe ser consciente del riesgo de lesión para escalar con precaución, pero, si piensa que va a morir, no puede escalar.