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Hacia un debate sin trampas

El debate constituyente que Podemos y su entorno proponen se asemeja más a una interminable ronda de golpes sobre el 'punching ball' de la monarquía parlamentaria

Foto: El rey Juan Carlos en una foto de archivo de 2014. (EFE)
El rey Juan Carlos en una foto de archivo de 2014. (EFE)

En un debate, como en un partido de fútbol o en un combate de boxeo, la primera y más imperativa de las reglas es que ambos contendientes entren en liza en igualdad de condiciones. Nadie se prestaría a tomar parte en un partido en el que, por ejemplo, se hubiera estipulado que todo el juego discurriría en el campo de uno de los contendientes, ni en un combate en el que solo uno de los púgiles estuviera autorizado para golpear y al otro no le cupiera sino esquivar o encajar. Pero, curiosamente, eso es lo que ciertos sectores de la izquierda española parecen tener en mente cada vez que ponen sobre la mesa la imperiosa necesidad de abrir en España un debate constituyente —y lo que de manera bien ominosa hizo ayer, desde estas mismas páginas, su más locuaz portavoz, Juan Carlos Monedero—.

En efecto: el debate constituyente que Podemos y su entorno proponen se asemeja más a una interminable ronda de golpes sobre el 'punching ball' de la monarquía parlamentaria, cuya trayectoria histórica, cuya regulación constitucional y cuya ejecutoria reciente son sometidas a la más severa de las críticas, que a un genuino debate en el que ambas partes puedan defender sus argumentos y contradecir los del oponente. Y, de nuevo, la tribuna firmada ayer por el fundador de Podemos, un escrito intitulado 'Hacia un debate constituyente' en el que ni una sola de sus palabras estuvo dedicada a perfilar el modelo constitucional que se proponía como alternativa al actual, fue un magnífico ejemplo.

Y la cuestión no es baladí. Primero, porque repúblicas hay muchas y de muy diversos tipos, de modo que la simple —simplona, más bien— contraposición entre "monarquía y república" se convierte en realidad en la engañosa —falaz, más bien— contraposición entre una monarquía perfectamente definida, cuya trayectoria, logros, virtudes y defectos son de sobra conocidos por los españoles, y una república de tonos sonrosados pero de perfiles nebulosos, a la que sus defensores pueden atribuir todo tipo de cualidades taumatúrgicas sin a cambio tener que admitir una sola carencia, pero que por su propia indefinición igual podría colocarnos en la senda de Francia o Alemania que en la de Rusia o Venezuela. Y, segundo, porque en un sistema político todas las piezas que integran el entramado institucional se hallan tan estrechamente interconectadas que el simple cambio de una de ellas —de nuevo, la sustitución de un monarca parlamentario por un presidente de la República— tiene como consecuencia necesaria la recolocación de todas las demás, generando por ello unas consecuencias que cualquier propuesta seria de reforma constitucional debería explicitar con claridad. Y más todavía si esta proviene de un flanco del espectro político tan poco identificado con el parlamentarismo y tan amigo del caudillismo como es la extrema izquierda, so pena de acabar descubriendo demasiado tarde que al tiempo que nos estábamos quedando sin corona, nos quedábamos también sin división de poderes, sin control parlamentario, sin justicia independiente, o sin supremacía constitucional.

Repúblicas hay muchas y de muy diversos tipos, de modo que la simple contraposición entre "monarquía y república" se convierte en engañosa

Con todo, lo más sonrojante del planteamiento de Monedero no es tanto lo que evita decir como lo que efectivamente dice. Vaya: que su propuesta de sacudirnos de encima la monarquía para evitar que "los vicios de la Transición sigan siendo los vicios de la democracia" se sustente en una visión radicalmente tergiversada de la historia de España en los últimos cincuenta años. Algo que quizás fuera disculpable en quien, como académico, ha destacado principalmente por su estudio de las políticas monetarias en América Latina, pero que no lo es tanto en quien pretende arrastrar a la sociedad española a un debate público de tanta trascendencia y tan incierto desenlace.

Dejemos de lado los errores de bulto que Monedero comparte con cualquiera de los que a diario solventan los problemas de este país cerveza en mano y desde la esquina de una barra de bar, como sostener que "la Constitución resucitó la Ley Sálica del siglo XVIII" para posibilitar el acceso a la corona de don Felipe, cuando lo que esta hizo fue asumir el sistema sucesorio previsto medio milenio antes por Alfonso X El Sabio en las "Siete Partidas" —el tradicional en nuestro país—, que da prevalencia a los varones pero no excluye a las mujeres. Y hagamos lo mismo con sus teorías más estrambóticas, como la de añadir a la tradicional distinción entre "legitimidad de origen" —la que el titular de una institución adquiere al acceder regularmente a la misma— y "legitimidad de ejercicio" —la que este se gana desempeñando sus tareas con probidad—, de impronta medieval, un tercer elemento de fabricación casera intitulado "legitimidad de resultados", que al parecer obligaría a juzgar a cualquier gobernante individual —en realidad: solo a Don Juan Carlos— no en virtud de sus propios méritos sino los éxitos o los fracasos del sistema político y económico en su conjunto.

Foto: Carles Puigdemont en una imagen de archivo. (EFE)

Dejémoslo, y vayamos a las afirmaciones. Sostiene Monedero que la legitimidad de origen del rey Don Juan Carlos —y por ende la de todos sus sucesores, hasta el fin de los tiempos— se halla viciada por el hecho de haber sido designado como sucesor a título de Rey por el mismísimo General Franco, sin que el hecho de ser también —desde la abdicación de su padre, el Conde Barcelona, en 1977— el heredero legítimo de la dinastía histórica lave con la suficiente eficacia ese pecado original. Suponiendo como supongo que Monedero partirá de premisas estrictamente democráticas, entiendo que no llevará a ninguna parte recordarle que el nombramiento de don Juan Carlos se hizo de acuerdo con el sistema de Leyes Fundamentales vigentes en aquel momento, ni que la ley que convirtió a España en Reino y otorgó a Franco la facultad de designar sucesor fue sometida a referéndum el 6 de julio de 1947. Pero, precisamente por eso, sorprende que en este análisis de la legitimidad de origen de la monarquía española pase por alto su inserción en la Constitución, cuyo artículo 57.1 menciona expresamente que "la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica", cuyo texto fue abrumadoramente ratificado por los españoles en el referéndum —esta vez sí, impolutamente democrático— del 6 de diciembre de 1978.

Supongo también que tanto este olvido como la subsiguiente reivindicación de un referéndum sobre la forma de Estado —al que también Monedero se abona— obedecerán a la tesis de que habiéndose proyectado el referéndum del 6 de diciembre del 78 sobre el conjunto del texto constitucional, obligando a los españoles a ratificarlo o a rechazarlo en su integridad, la monarquía ha carecido siempre de una legitimación democrática propia y específica. Tesis en principio persuasiva, pero solo hasta que se la contrasta con sus consecuencias: la de que esa supuesta falta de legitimación debería también y por idéntico motivo proyectarse sobre todas las demás instituciones constitucionales —desde los partidos políticos hasta el poder judicial, pasando por las autonomías, el parlamento, y el propio ejecutivo— todos ellos legitimados del mismo modo y en el mismo instante, y sobre los que sería igualmente lícito reclamar un referéndum relegitimizador. Algo que a buen seguro haría las delicias de partidos en las antípodas ideológicas de Podemos. Y tesis que flaquea también a nada que uno eche la vista alrededor y compruebe que pocos de los países de nuestro entorno llevaron a cabo un referéndum similar y cuántos configurados como repúblicas declaran irreformable la forma republicana de estado; o eche la vista atrás y constate que en ninguna de nuestras dos repúblicas —la del 1873, y la de 1936— hicieron una consulta similar, ni para instaurarse, ni para perpetuarse.

No seré yo quien disculpe a don Juan Carlos por sus numerosos errores, pero tampoco quien le atribuya responsabilidades que no fueron suyas

Pero por si cuestionar la legitimidad de origen de la Corona no bastara, Monedero objeta igualmente a su legitimidad de ejercicio. Punto este en el que tras admitir morosamente que el rey don Juan Carlos paró el golpe del 23-F y que bajo su reinado nuestra economía creció, España se incorporó a Europa y al concierto internacional, y "se sentaron las bases de un débil pero incipiente Estado social" —también señala que fueron falleciendo los referentes del franquismo en el ejército [y] la judicatura", si bien no aclara qué papel jugó en ello don Juan Carlos— de inmediato pasa a señalar los acontecimientos que todos tenemos en mente —Urdangarin, Corinna, Botsuana— para apuntar hasta qué extremo el prestigio de la Corona se halla dañado.

No seré yo quien disculpe a don Juan Carlos por sus numerosos errores, pero tampoco quien le atribuya responsabilidades que no fueron suyas, ni quien endose a su hijo y sucesor —solo por el hecho de serlo— culpas de las que no tuvo parte. Pero sobre todo, no seré yo —para eso esta Juan Carlos Monedero— quien a la hora de proponer un nuevo modelo constitucional para España se olvide del modo en el que los dos últimos titulares de la Corona han venido ejerciendo sus responsabilidades constitucionales, para interesarse únicamente por cómo han vivido su vida privada. Y con esto llegamos a lo verdaderamente importante: que es que sea cual sea la valoración que hagamos —y que hagan los tribunales— de la trayectoria privada del Rey emérito y del actual monarca, resulta profundamente deshonesto emprender un debate sobre la institución que encarnan omitiendo el dato fundamental de que durante los últimos cuarenta y cinco años su desempeño como monarcas parlamentarios ha sido de todo punto impecable; y se ha verificado además de la mano tanto de gobiernos conservadores como de ejecutivos socialistas, y hasta de gobiernos de coalición con la participación del partido del que Juan Carlos Monedero es exponente cualificado, cuyos ministros a buen seguro podrían ilustrarle en tiempo real sobre el modo exquisitamente neutral en el que el rey ejerce sus funciones. Cosa nada baladí en el país que acuñó el verbo "borbonear" como sinónimo de interferencia de la Corona en el normal funcionamiento de las instituciones, y que a día de hoy solo permite su conjugación en pretérito imperfecto.

Nadie en Estados Unidos ha deducido del estúpido y errático comportamiento de su 45º presidente la necesidad de volver a colocarse bajo la segura protección del trono de su Majestad británica; como nadie en Francia respondió a los diamantes de Giscard, los hijos secretos de Mitterrand, o las aventuras extraconyugales de Hollande proponiendo la vuelta de los borbones. Al parecer en España somos de verdad diferentes.

*Carlos Flores Juberías es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia.

En un debate, como en un partido de fútbol o en un combate de boxeo, la primera y más imperativa de las reglas es que ambos contendientes entren en liza en igualdad de condiciones. Nadie se prestaría a tomar parte en un partido en el que, por ejemplo, se hubiera estipulado que todo el juego discurriría en el campo de uno de los contendientes, ni en un combate en el que solo uno de los púgiles estuviera autorizado para golpear y al otro no le cupiera sino esquivar o encajar. Pero, curiosamente, eso es lo que ciertos sectores de la izquierda española parecen tener en mente cada vez que ponen sobre la mesa la imperiosa necesidad de abrir en España un debate constituyente —y lo que de manera bien ominosa hizo ayer, desde estas mismas páginas, su más locuaz portavoz, Juan Carlos Monedero—.

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