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Desconcierto, leyes y mandatos
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Gonzalo Quintero Olivares

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Desconcierto, leyes y mandatos

Los mandatos y prohibiciones que se dictan en defensa de la salud han de encontrar el equilibrio entre el interés general y los derechos fundamentales de cada uno

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante una reunión del Consejo de Ministros. (EFE)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante una reunión del Consejo de Ministros. (EFE)
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El sufrido españolito, sumido en angustias, incertidumbres y dudas sobre lo que ha de pasar cada día y lo que el mañana le reserva, agobiado por razones económicas y laborales, tiene que acostumbrarse a un espectáculo reiterado, como es el aparente y permanente conflicto entre lo que deciden las autoridades administrativas, estatales, autonómicas y municipales en relación con las limitaciones a la movilidad, desplazamientos, confinamientos, y los tribunales, que una y otra vez dejan sin efecto las decisiones de los otros, normalmente por afectar a derechos fundamentales, por falta de nivel de la norma o por falta de legitimidad suficiente de la autoridad que ordena o prohíbe.

No ha faltado algún badulaque que ha denunciado el "afán de protagonismo" de los jueces, evidenciando su falta de entendimiento del problema, pues la idea de que el sistema judicial está anhelando que se le planteen problemas de esa naturaleza es descabellada. La cuestión es otra, y fácil de entender: la afectación de derechos fundamentales o competenciales que suponen las restricciones impuestas en la lucha contra el coronavirus no se puede aceptar con una generalizada resignación, ya sea porque un determinado Poder no acepta intromisiones de otro Poder —sin entrar en si esa renuencia está o no justificada— o, simplemente, porque puede haber entes o ciudadanos que no acepten intelectualmente la pérdida de derechos, aunque sea pasajera, y, legítimamente protesten contra ello, con razón o sin ella, esa es otra cuestión.

Foto: El rey Felipe VI y el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante el acto celebrado esta mañana en Barcelona. (Reuters)

En opinión generalizada, desde el punto de vista constitucional, solamente bajo el estado de alarma es posible establecer limitaciones a derechos fundamentales como es la libertad ambulatoria y otras —por ejemplo, el uso de mascarillas—. Frente a esa tesis se ha dicho que se podrían alcanzar las mismas limitaciones sin necesidad de que se tuviera que declarar el estado de alarma, pues bastaría con echar mano de la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, a la que se podrían añadir las disposiciones de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública.

Es verdad que esa legislación permite establecer muchas restricciones, pero no son fácilmente aplicables a grupos de población que no padecen enfermedad alguna. Por otra parte, no es verdad que se puedan alcanzar los mismos objetivos, pues no se trata solo de ordenar limitaciones o prevenciones, sino, además, de contar con un mando y un criterio unificado, lo que no resulta fácil si se tiene en cuenta que esas normas atribuyen la tarea de aplicar y controlar a las comunidades autónomas, con lo cual cada una de ellas podría determinar los criterios concretos, más o menos restrictivos, en la aplicación, sin que el Gobierno pudiera obligarlas a seguir una pauta común.

Foto: Pedro Sánchez, durante la undécima conferencia de presidentes, este 24 de mayo. (JM Cuadrado | Pool Moncloa)

La citada Ley de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública de 1986 solo permitiría, y a cada comunidad autónoma, fijar normas obligatorias para controlar a los enfermos o a las personas que hubieran podido contagiarse por haber estado con ellos y alguna otra de prevención de riesgo, pero sin llegar a posibilitar la restricción de la movilidad de grandes grupos de población.

Por lo tanto, todo parece llevar a la conclusión de que solo el estado de alarma permite restricciones de derechos, y fuera de esa vía no ha de extrañar que los Tribunales rechacen cualquiera otra por insuficiente constitucionalmente.

Es comprensible, pese a todo, que al Gobierno le cueste impulsar un nuevo estado de alarma, aunque tenga que hacerlo como acaba de suceder con Madrid, tanto por el "impacto social" sobre una población desmoralizada, como por la necesidad de pactos que tan difíciles le resultan, sin entrar en las causas. Se plantean entonces soluciones alternativas, comenzando por la idea de reformar la Ley Orgánica de Salud Pública, clarificando las competencias estatales y fortaleciendo las de las CCAA, y así evitar peleas ante los Tribunales, y, se dice, eso sería mejor que la idea de declarar “estados de alarma de alcance territorial”, que suspenderían competencias de las CCAA, y que, además de que tendrían que ser en cada caso decididos por el Parlamento nacional, habrían de ser suspendidos o repetidos según el curso de la extensión de la enfermedad. Un mecanismo constitucional de la importancia de la declaración del estado de alarma no debiera ser devaluado a la condición de solución “territorial e intermitente”.

"Fuera del estado de alarma, no ha de extrañar que los Tribunales rechacen cualquier otra vía por insuficiente constitucionalmente"

Muchas son las facultades que una reforma tan meditada como urgente, —cosa difícil en nuestra realidad parlamentaria— de la Ley de Sanidad podría atribuir a las CCAA en relación con el control de enfermos, prohibición de concentraciones o aislamiento de zonas lo cual podría dar lugar, indirectamente, a restricciones a la libertad de entrar o salir de esas zonas, pero eso no podría elevarse a la condición de restricción de un derecho constitucional fundamental.

Por otra parte, la citada Ley de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, incluye la presencia de enfermedades transmisibles como uno de los motivos por los que la Administración puede dictar medidas de control para preservar la salud pública de la población, y, dentro de esa condición cabrían disposiciones limitativas de la circulación.

Lo que parece fuera de duda es que una prohibición o suspensión del derecho a la libre circulación, alcanzando a todos sin distinción, solamente podría acordarse a partir de la declaración del estado de alarma. El Parlamento podría entonces debatir sobre sus virtudes preventivas, y sus defectos, como, especialmente, el enorme costo económico que dispara la pobreza, tras lo cual, inevitablemente, va la mengua de la salud y el incremento de la enfermedad, aunque eso parece olvidarse.

Foto: Foto: EFE.

Los mandatos y prohibiciones que se dictan en defensa de la salud han de encontrar el equilibrio entre el interés general y los derechos fundamentales de cada uno. Pronto tendremos que enfrentarnos a otro problema: la vacunación contra el coronavirus. Como es sabido, existen movimientos “antivacunas”, sin entrar en lo equivocados que puedan estar. Las vacunas contra la covid-19 aún son experimentales o, por lo menos, no son definitivas. Pero, aunque lo fueran, podrá haber personas que se nieguen a ponérsela. Frente a esa posibilidad, la mayoría de los epidemiólogos sostiene que la vacunación ha de ser obligatoria, aunque puedan regularse excepciones, y para eso y para evitar conflictos ante los tribunales, una Ley debería declarar esa obligación.

Actualmente el tema no está claro. El artículo 2 de la Ley Orgánica 3/86 habilita a las autoridades para tomar cualquier tipo de medidas en casos de epidemias, sin precisar, y ahí podría incluirse el “mandato de vacunación”. Es cierto que existe el derecho a rechazar un tratamiento médico (la vacuna lo sería) salvo que con ello se ponga en riesgo la salud de los otros. Y también es cierto que una obligación de vacunación exige la seguridad de que no conlleva riesgos, más o menos elevados, lo cual requiere un largo plazo de comprobación. En todo caso, bueno sería una ratificación legal del deber de vacunarse, cuando se pueda confiar en la vacuna. En suma, valga la aliteración, seguimos en el pandemónium derivado de la pandemia, y en los puentes de mando tenemos lo que tenemos.

*Gonzalo Quintero Olivares, catedrático de Derecho Penal y abogado.

El sufrido españolito, sumido en angustias, incertidumbres y dudas sobre lo que ha de pasar cada día y lo que el mañana le reserva, agobiado por razones económicas y laborales, tiene que acostumbrarse a un espectáculo reiterado, como es el aparente y permanente conflicto entre lo que deciden las autoridades administrativas, estatales, autonómicas y municipales en relación con las limitaciones a la movilidad, desplazamientos, confinamientos, y los tribunales, que una y otra vez dejan sin efecto las decisiones de los otros, normalmente por afectar a derechos fundamentales, por falta de nivel de la norma o por falta de legitimidad suficiente de la autoridad que ordena o prohíbe.

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