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Una rendija (pascual) de optimismo
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José Juan Toharia

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Una rendija (pascual) de optimismo

Tenemos, sin duda, defectos e insuficiencias, pero en conjunto formamos una sociedad mucho mejor de lo que solemos creer

Foto: Una mujer camina ante un grafiti en Barcelona. (EFE)
Una mujer camina ante un grafiti en Barcelona. (EFE)

Según datos de Metroscopia, un porcentaje histórico de españoles (cerca del 90%) evalúa de forma negativa la actual situación económica nacional; un 76% se declara pesimista sobre nuestro inmediato común futuro, y un 86% cree que nuestros políticos, en conjunto, ni atienden a lo que realmente preocupa a los ciudadanos ni saben cómo solucionar sus actuales problemas. El cuadro resultante no puede ser peor: la economía (y con ella, el bienestar general), en peligro; el futuro, alarmante, y quienes deberían restañar la situación andan a otras cosas. Con este panorama, ¿cómo no va planear sobre nuestra sociedad la sombra de una generalizada, y paralizante, depresión anímica?

Ahora bien, en ocasiones, cuando parece que va a ocurrir lo inevitable, sucede lo imprevisto. Hay quienes consiguen algo porque, sencillamente, no sabían que era imposible. En situaciones de extrema dificultad, como la actual, deberíamos quizá interesarnos más por lo que parece (apenas) posible que por lo que se da ya por más probable. A fin de cuentas, no está el mañana (ni tampoco el ayer, por cierto) escrito. Es decir, siempre cabe un futuro no proyectado. Esta secuencia de afirmaciones (que tomo de Keynes, Mark Twain, Hirschman y Machado, respectivamente) constituye una hilada invitación al posibilismo: es decir al optimismo que implica persistir en la búsqueda de alguna rendija en nuestro encapotado cielo anímico que arroje nueva luz sobre nuestra situación actual.

Para empezar, tengamos claro que la encrucijada en que nos hallamos nada tiene que ver con la que en su momento mereciera el conocido diagnóstico orteguiano (“No sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa”): ahora sí sabemos lo que nos está ocurriendo, y por qué. Tenemos una sociedad colapsada por una pandemia, de impensada duración, que está afectando gravemente a nuestra vida económica, laboral, social y personal; y, por desgracia, ha surgido cuando el sistema político estaba con el pie cambiado, tanteando una deriva arriesgadamente experimental y que en el tiempo transcurrido —según la ciudadanía— no ha acabado de conectar con lo que el tiempo sobrevenido demandaba.

Foto: Pedro Sánchez pasa frente a Isabel Díaz Ayuso en el acto del Día de la Hispanidad. (EFE)
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El grado de desafección ciudadana respecto de parlamento y políticos registra ahora niveles máximos, como revelan datos de Metroscopia de hace solo una semana: son —entre las principales instituciones y grupos sociales que articulan nuestra sociedad— los que, con amplia diferencia, menos confianza inspiran. Y si la ciudadanía reconoce que, con toda probabilidad, y en las actuales circunstancias, un Gobierno alternativo no lo estaría haciendo mejor es porque ha acabado concluyendo que el problema de fondo no es tanto este concreto Gobierno como esta indeseada vida pública, trenzada —por unos y otros, en ambas bandas del arco ideológico— de agresividad, de arrogancia, de incapacidad para llegar a acuerdos, de falta de respeto y de desatención a la que desea esa sociedad que tiene el deber de representar.

Tener una clase política incapaz de aportar soluciones constituye, ciertamente, un problema grave. Pero lo hemos creado nosotros: por tanto, de nosotros depende solucionarlo. Aceptemos la no pequeña parte de culpa que nos corresponde por no lograr hacer atractiva la vida política a los mejores, por denigrar en bloque —y sin los adecuados matices— el quehacer político y por haber dado nuestro voto (es decir, nuestra confianza) a quienes se veía venir que se comportarían de un modo que ahora nos resulta aborrecible. Enviémosles señales claras de que, por haber enfangado nuestra convivencia, les pasaremos factura. Y, en su momento, hagámoslo.

Por otro lado, no olvidemos reconocer como merece que, en este tiempo tan prolongadamente duro, nuestra sociedad ha sabido mostrar su mejor cara. Además de una vida pública de muy baja calidad, hemos tenido (y tenemos) una ciudadanía que ha resistido, y resiste, con ejemplar serenidad y paciencia todo lo que le está cayendo encima. Los españoles han soportado, con dignidad y entereza, ver marcharse a tantos de sus mayores sin poder despedirlos; o perder el empleo, o estar a punto de perderlo o ver muy fuertemente mermados sus ingresos. Nuestro tejido empresarial (las grandes empresas de todo tipo, las pymes y, sobre todo, los autónomos) ha sabido estar a la altura de las circunstancias y se ha ganado un amplio reconocimiento, como los sondeos reflejan.

Nuestra sanidad pública ha tenido un comportamiento considerado, unánimemente, ejemplar, pese a la grave carencia de medios materiales y humanos con que se estaba desde hace ya tiempo viendo obligada a subsistir —como la pandemia ha permitido descubrir, para general sorpresa—. Seriamente descuidada y dañada como está, sigue siendo una de las mejores del mundo, según evaluaciones externas. Y hemos tomado nota, todos, de que su fortalecimiento ha de ser una prioridad absoluta en el inmediato futuro. Como, por cierto, también ha de serlo el apoyo a nuestros científicos e investigadores: el coronavirus ha dejado clara su estratégica importancia. España sigue ocupando posiciones de liderazgo mundial en longevidad, en trasplantes de órganos, en tecnologías punta (nuestra red de fibra óptica es superior en un 25% a la suma de las de Alemania, Francia, Portugal, Italia y Reino Unido: no somos conscientes de ello, pero es así). Contamos con reputados especialistas y expertos en una muy amplia variedad de áreas. Tenemos un sistema político homologado (por evaluadores externos, va de suyo) como una de las democracias más avanzadas del mundo, por más que su funcionamiento deje ciertamente que desear (pero, ya ha quedado claro, esto es algo que en nuestra mano está remediar).

Foto: Congreso de los Diputados. (EFE) Opinión
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Vivimos, sin duda, una situación sumamente delicada; pero tenemos ases suficientes en la mano para superarla. No será fácil y habrá que esperar un tiempo. Cuidemos, y ampliemos, mientras transcurre, esta rendija de esperanza y optimismo que queda aquí someramente delineada y que a veces tanto nos cuesta percibir: tenemos, sin duda, defectos e insuficiencias, pero en conjunto formamos una sociedad mucho mejor de lo que solemos creer. Ignoremos a los predicadores de negrura, de odio y de enfrentamiento, y a quienes se creen con derecho a descalificar o dañar el sistema democrático que nos hemos dado y que, en nuestro nombre, gestionan. Y atendamos, en cambio, y hagamos nuestra con todo lo que implica, la certeza última a que llegara Albert Camus: “El mar, la lluvia, la necesidad, el deseo, la lucha contra la muerte es lo que nos reúne a todos. Nos parecemos en lo que juntos vemos, en lo que juntos sufrimos. Cada persona tiene sus propios sueños, pero la realidad del mundo es nuestra patria común”. Porque a fin de cuentas, a esa realidad cotidiana, a esa patria común, cotidiana y humilde que en conjunto formamos y en la que nadie sobra, es a la que hay que atender y a la que todos nos debemos.

*José Juan Toharia es catedrático (E) de Sociología en la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de Metroscopia.

Según datos de Metroscopia, un porcentaje histórico de españoles (cerca del 90%) evalúa de forma negativa la actual situación económica nacional; un 76% se declara pesimista sobre nuestro inmediato común futuro, y un 86% cree que nuestros políticos, en conjunto, ni atienden a lo que realmente preocupa a los ciudadanos ni saben cómo solucionar sus actuales problemas. El cuadro resultante no puede ser peor: la economía (y con ella, el bienestar general), en peligro; el futuro, alarmante, y quienes deberían restañar la situación andan a otras cosas. Con este panorama, ¿cómo no va planear sobre nuestra sociedad la sombra de una generalizada, y paralizante, depresión anímica?

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