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Respuesta a Pablo Iglesias desde la izquierda jacobina
No se puede hacer alianzas a la izquierda de nada con aquellos que creen que las comunidades políticas deben conformarse en torno a la sangre, al espíritu del pueblo o a la etnia
Ahora que el exvicepresidente del gobierno de España vuelve al 'periodismo crítico', sus primeros artículos en medios de comunicación y participaciones como tertuliano no han pasado desapercibidos. Recientemente, en 'CTXT', alertaba sobre las posibilidades reales de que el PP y Vox pudieran gobernar. La tesis principal del artículo pivotaba en torno a la necesidad de aunar fuerzas en un espacio a la izquierda del PSOE, asumiendo alianzas confederales y un diseño plurinacional del país. El otro día, en la Cadena Ser, incidía en la idea: España no fue jacobina, nuestro país es plurinacional. La supuesta excepcionalidad de la compleja España.
Al tiempo que apelaba a un supuesto espíritu neokeynesiano de la UE y de las políticas que se atisban para salir de esta crisis, después del desastre del austericidio en la de 2008, el exvicepresidente no tenía problemas en asumir, como consustancial a la estrategia de izquierdas, el debilitamiento del Estado, presunto bálsamo de Fierabrás contra todos los males derechistas. Esas políticas de planificación, inversión pública, estímulo de la demanda y fiscalidad progresiva, ¿desde qué plataforma política pretenden hacerse? Al parecer, España no podría atenderlas sin previamente recabar el consentimiento de las unidades administrativas que la componen. Dichas unidades, lejos de ser demarcaciones ordenadas con arreglo al bien común, conforman pueblos de legitimidad primigenia y preexistente al Estado-nación. Este surgiría, por tanto, como una construcción artificial que vendría a violentar la legitimidad previa, casi natural, de los pueblos. Una pregunta se estima imperativa, ¿de qué pueblos estamos hablando? ¿Sería España uno de ellos o una reunión de los mismos? ¿O solo podría contarse con el resto del territorio político, el resultante de la desmembración previa de aquellas partes efectivamente ungidas con la potestad de desgajarse?
Son sin duda muchas las dudas que se siguen de la reflexión de Pablo Iglesias. Mientras remarcaba la virtud del café para todos en aras a encajar un país tan plurinacional como el nuestro, no dejaba de subrayar que la identidad nacional de unas partes es mucho mayor que la de otras. Aquí convergen, al parecer, dos ideas difíciles de compatibilizar: por un lado, una suerte de identidad especial que dotaría a algunos pueblos de carácter nacional y, por otro, la necesaria voluntariedad en la unión de los pueblos identitariamente nacionales y de aquellos otros sin conciencia nacional.
Baste señalar que las dos ideas que se desprenden del posicionamiento del exvicepresidente son eminentemente reaccionarias. La primera parte del olvido sobre el significado de nación política, herencia precisamente jacobina, en España perfectamente identificable desde las Cortes de Cádiz: así, la pertenencia a la comunidad política no viene filtrada por el mayor o menor apego identitario, cultural o sentimental a la misma, sino por el acceso a la ciudadanía, conforme a los presupuestos que las leyes de ese Estado prevean. Lo de los apellidos, el linaje o la sangre deberíamos dejárselo a los racistas, sean de un lado o de otro. Y es que racistas periféricos hay bastantes. Curioso que nuestra izquierda confederal solo sea capaz de advertir la derecha de una parte de España, pero se olvide de las otras derechas, precisamente aquellas que tratan de descoser ese Estado abruptamente, o aún peor, que nos las trate de presentar como progresistas. La segunda idea, la que abandona el romanticismo del 'volk' y las identidades como filtros de ciudadanía para incidir en la voluntariedad de la unión política, es igualmente incompatible con una tradición republicana y materialista: no elegimos las fronteras, señor Iglesias, aunque los socios de la conjunción confederal insistan en ello. Todas nos vienen dadas, arbitrariamente, por el devenir caprichoso de los acontecimientos históricos. Solo en contextos donde los derechos políticos se conculquen, o en situaciones postcoloniales, podríamos aceptar una separación que reparase esa situación de dominio previo. Predicar eso en la España actual roza la sociopatía. No hay derecho a marcharse del territorio político con una parte de lo que es de todos. Si la frontera es arbitraria, apelar a la posibilidad de levantar una nueva convirtiendo en extranjeros a los ya conciudadanos resulta intolerable. Y es que la integridad de la comunidad política es condición de posibilidad de cualquier transformación revolucionaria y, en clave actualizada, de cualquier Estado verdaderamente social.
No se puede, por tanto, hacer alianzas a la izquierda de nada con aquellos que creen que las comunidades políticas deben conformarse en torno a la sangre, al espíritu del pueblo o a la etnia. Tampoco con los que, a través de la voluntariedad como hilo conductor de las comunidades políticas, están dispuestos a adelantar a Ayuso por la derecha propugnando la autodeterminación de ciudades, barrios, calles o individuos. La autodeterminación de los privilegiados, claro. Y es que solo al privilegiado, al no beneficiario de las transferencias redistributivas de un Estado, le sale a cuenta la secesión.
Tampoco, por cierto, es viable acometer grandes proyectos de inversión pública o reactivación estatal de la economía cuando se pretende disolver los Estados, al cabo instrumentos de maltrecha soberanía, como azucarillos en un vaso de agua. La alianza confederal con las derechas periféricas, por más que trate de maquillarse su verdadero cariz cantonalista con unos burdos coloretes de falso progresismo, es sinónimo de desigualdad y de neutralización de cualquier proyecto social por el turbocapitalismo transnacional. En el actual contexto de financiarización y dinámicas especulativas del capitalismo, aún cobra mayor actualidad la vieja advertencia de Hobsbawm sobre los nacionalismos. Las piezas fragmentadas resultantes de la implosión de los antiguos Estados-nación —implosión que de una forma u otra defienden Pablo Iglesias y acólitos— serían mucho más dependientes del capital financiero, mucho más irrelevantes en el concierto internacional y mucho más subordinadas económica y políticamente que aquellos.
No hace falta ser un lince para verlo, pero la voluntaria servidumbre del antiguo vicepresidente segundo respecto a fuerzas constitutivamente reaccionarias provoca que nos siga intentando convencer de que se puede apagar un fuego avivando sus llamas. Ay, Roures.
Ahora que el exvicepresidente del gobierno de España vuelve al 'periodismo crítico', sus primeros artículos en medios de comunicación y participaciones como tertuliano no han pasado desapercibidos. Recientemente, en 'CTXT', alertaba sobre las posibilidades reales de que el PP y Vox pudieran gobernar. La tesis principal del artículo pivotaba en torno a la necesidad de aunar fuerzas en un espacio a la izquierda del PSOE, asumiendo alianzas confederales y un diseño plurinacional del país. El otro día, en la Cadena Ser, incidía en la idea: España no fue jacobina, nuestro país es plurinacional. La supuesta excepcionalidad de la compleja España.