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Ramón González Férriz

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Vox quiere mudar de piel, pero no sabrá hacerlo

¿Se convertirá Vox en un partido capaz de mezclar el nacionalismo identitario con una fuerte defensa del gasto público dirigido sobre todo a las clases medias y bajas?

Foto: El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
El líder de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

En los primeros años posteriores a la crisis financiera y la crisis de refugiados de 2015, mientras en muchos países occidentales crecían los partidos de derecha autoritaria como alternativa al conservadurismo liberal, en España se convirtió en un tópico afirmar que aquí no había demanda de esa opción a la derecha de la derecha.

Los conflictos por la inmigración eran pequeños en comparación con otros países. El PP tenía cubiertos todos los flancos —de los democristianos a los libertarios, de los autonomistas a los nacionalistas centralistas, de los laicos a los santurrones—. Ciudadanos lideraba la respuesta dura al independentismo —más dura que la del propio PP—. Y las actitudes generales de los españoles sobre cuestiones como el aborto, el matrimonio homosexual o incluso el feminismo hacían difícil pensar que algún partido pudiera medrar gracias a ellas.

Foto: El presidente de Vox, Santiago Abascal. (EFE/Kiko Huesca)

Como sabemos ahora, estábamos equivocados. En gran medida, porque tendemos a analizar la política en términos de demanda (¿qué quiere la gente?), en lugar de en términos de oferta (¿qué ofrecen los líderes que la gente pueda comprar?). Pero fuera como fuese, pensamos algunos, si bien la irrupción de Vox había sido extremadamente meritoria, se había producido gracias al 'procés' y a su capacidad de destruir el papel que Cs tenía en él. Pero los vídeos de Santiago Abascal a caballo o con un casco de los tercios, las fotografías de los líderes del partido con un ostentoso Cristo crucificado y, sobre todo, un programa económico basado en la reducción de impuestos, la disminución del gasto, la privatización parcial del sistema de pensiones, la reducción de los tramos del IRPF a dos y el desmantelamiento de algunas partes del Estado imponían a Vox un techo muy bajo. Si quería seguir prosperando, el partido no tenía más remedio, dijimos, que emprender un 'giro lepeniano'. Sin renunciar a su nacionalismo, o en cierto sentido ahondando en él, estaba condenado a cambiar su política económica por la contraria.

Y eso es lo que hizo en el reciente documento 'Agenda España', en el que reelabora trabajosamente sus viejas ideas económicas propias de una derecha ortodoxa. Como cuenta el politólogo Steven Forti en el último número de la revista 'Política & Prosa', en él Vox sintetiza lo que suele llamarse 'chovinismo del bienestar': es decir, una encendida defensa de la función asistencial del Estado pero limitada a los nacionales y las familias tradicionales. Propone, como recoge Forti, “la subida de salarios, la construcción de vivienda social pública, el aumento del gasto sanitario o más inversiones en sanidad, educación, dependencia, pensiones e infraestructuras”.

Foto: Santiago Abascal, líder de Vox. (EFE/Emilio Naranjo) Opinión
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Era un giro previsible, pero difícil. En realidad, Le Pen tardó más de una década en afinar esa estrategia. En el caso de Trump, una vez terminada su presidencia, resulta evidente que su apoyo a las clases bajas trabajadoras blancas fue mucho más identitario y simbólico que económico. No solo no cumplió la promesa de reindustrializar las zonas depauperadas y recuperar el carbón —algo imposible de hacer—, sino que sus políticas fiscales beneficiaron esencialmente a los ricos y las grandes empresas. ¿Se convertirá Vox en un partido capaz de mezclar el nacionalismo identitario con una fuerte defensa del gasto público dirigido sobre todo a las clases medias y bajas?

Un cambio de piel improbable

Déjenme hacer una apuesta, incluso después de reconocer mis errores de juicio anteriores: no, no será capaz. La política es en buena medida una cuestión de ideas, pero con frecuencia olvidamos que también es una cuestión de biografías y caracteres. Los esfuerzos de personas como Santiago Abascal, Iván Espinosa de los Monteros, Rocío Monasterio, Javier Ortega Smith o el candidato del partido a las próximas elecciones en Castilla y León, Juan García-Gallardo Frings, por convertirse en defensores de las clases trabajadoras no solo resultan forzados, sino un poco ridículos. (Sus planes, además, son imposibles: no se pueden reducir los impuestos y pensar que, con el recorte del número de representantes políticos o de los costes superfluos, se puede financiar un gran crecimiento del gasto público, aunque sea una promesa habitual en política).

Foto: Santiago Abascal. (EFE/Javier Lizón)

Su empeño de convertir a Vox en el verdadero garante del bienestar de las familias trabajadoras —solo las españolas, tradicionales y heterosexuales, eso sí— puede tener un sentido identitario, pero carece por completo de verosimilitud económica. ¿Puede funcionar electoralmente? Quién sabe, pero lo primero que traiciona a sus candidatos es su indumentaria, sus modales y su trayectoria. Sin ir más lejos, García-Gallardo trabaja en el bufete de abogados de su familia; tiene un diploma en International Legal Studies de la Universidad Pontificia Comillas y, en su biografía laboral, afirma dominar “el inglés y el alemán” y haber trabajado en despachos internacionales como King & Wood Mallesons y Herbert Smith Freehills. Es probable que sea un hombre preparado para desempeñar altas responsabilidades, pero para tener esa vida y convertirse en un tribuno del pueblo contrario a la globalización hace falta tener, además, mucho talento. Y los candidatos de Vox, por el momento, carecen de ese talento —que sí tiene Trump— y a menudo parece que sus verdaderos intereses pertenecen a nichos ideológicos: Soros, la reconquista, lo trans, lo 'woke' y, bueno, la presencia de McDonald's en las ciudades españolas, como explicaba hace unos días Jorge Buxadé.

Vox, en contra de lo que creímos muchos, ha encontrado un gran apoyo electoral y es probable que siga creciendo e influya mucho en algunos gobiernos, e incluso llegue a formar parte de alguno. Pero tiene un dilema que es habitual en los partidos y en casi toda organización humana: lo que le ha permitido llegar hasta aquí quizá no le deje crecer mucho más; lo que le permitiría crecer mucho representaría una traición a lo que creen realmente sus líderes. En política, no pasa nada por cometer traiciones: pero para hacerlo es necesario tener una ductilidad que los nudos de corbata de sus candidatos no parecen traslucir.

En los primeros años posteriores a la crisis financiera y la crisis de refugiados de 2015, mientras en muchos países occidentales crecían los partidos de derecha autoritaria como alternativa al conservadurismo liberal, en España se convirtió en un tópico afirmar que aquí no había demanda de esa opción a la derecha de la derecha.

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