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El discurso del emérito
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Roberto R. Ballesteros

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Roberto R. Ballesteros

El discurso del emérito

El rey jubilado ha dado el primer paso hacia la reconciliación con la carta remitida a su hijo, pero el guiño es insuficiente a todas luces y reclama una continuidad en forma de disculpas

Foto: El rey emérito Juan Carlos I. (Reuters)
El rey emérito Juan Carlos I. (Reuters)

Jorge VI de Inglaterra sentía pavor a las apariciones públicas. Le generaban ansiedad. Los músculos de la mandíbula se le contraían y tartamudeaba. Pero aquellas conformaban el núcleo de su tarea como jefe de Estado. Por eso, miró a los ojos al problema. Buscó ayuda. El logopeda Lionel Logue le entrenó con perseverancia y un cariño que acabó en amistad. El rey ganó en seguridad y pronunció el discurso que da título a la oscarizada película, justo cuando Occidente necesitaba un líder que aceptara el órdago de Adolf Hitler en el albor de la Segunda Guerra Mundial.

El emérito Juan Carlos I está en una posición muy diferente, por supuesto. Ya no es rey, para empezar. Es mucho mayor, para continuar. Y todo lo que está pasando afortunadamente no guarda relación con guerra alguna, para terminar. Sin embargo, el hombre también tiene un reto en el que se juega su popularidad de forma definitiva e incluso el calificativo con el que pasará a la historia. La Fiscalía cerró la semana pasada las tres investigaciones que dieron pie a la huida del soberano jubilado hace ya cerca de dos años. Aquel ya lejano ademán de avestruz con el que reaccionó, aunque la Casa Real lo vendió como un gesto para no contaminar el reinado de su hijo, nunca podrá calificarse precisamente como un ejercicio de valentía. Tampoco los flecos en forma de sospecha que deja el ministerio público en su camino hacia el archivo allanan una virtual restauración de la reputación del monarca.

Foto: El rey emérito Juan Carlos I en 2018. (Getty)
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La Fiscalía argumenta que no puede rastrear los hechos que ponían en duda la honorabilidad del rey porque estos no son perseguibles penalmente, pues están prescritos o se cometieron antes de 2014, cuando el emérito aún estaba en el cargo y, por lo tanto, se encontraba acorazado por la inviolabilidad que le concede la Constitución como jefe del Estado. El argumento de doble filo exime a su majestad de cualquier cargo, pero no limpia su reputación, pues más bien al contrario da a entender que el rey se ha librado por ser el rey.

¿Importa que nunca haya estado siquiera imputado para que la opinión pública emita su propio juicio? Parece claro que no. La razón es que el prestigio va por otro lado. El juicio paralelo tiene lugar en un plano diferente al procesal. Se desarrolla en un espacio en el que basta un gesto, un comentario o un calificativo del 'influencer' del momento para encasillar a una persona hasta el fin de su vida y donde, del mismo modo, es suficiente con un acto de valor voceado con la propaganda adecuada para criar fama y dormir hasta la tumba.

Solo un hecho del mismo calibre pero en sentido contrario es capaz de voltear la percepción pública de alguien marcado ante sus vecinos. El duque de York hundió su imagen hasta el tercer sótano durante su discurso de clausura de la Exposición del Imperio Británico en el estadio de Wembley en 1925. Ocho años después, tras someterse a los tenaces entrenamientos de Logue, el ya rey Jorge VI articuló el elocuente alegato mencionado que pasó a la historia de la oratoria. Fue esta última imagen del monarca la que quedó para siempre en el imaginario colectivo universal.

Foto: El rey Juan Carlos y el monarca de Baréin. (EFE) Opinión
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Juan Carlos I se enfrenta estos días a su hora decisiva, a su particular 'discurso real', a la que probablemente sea su última oportunidad de dejar una impronta positiva en el recuerdo de los españoles, al menos de aquellos que otrora le respetaron, que fueron mayoría y que callan avergonzados. A sus 84 años, no parece que pueda gozar de muchas más ocasiones de recomponer su estropeada estampa para pasar a la historia con alguna dignidad. Porque en general la gente no es mala o buena, sino que está entre medias. Comete errores, tiene aciertos.

Así lo describe el propio emérito en la reciente carta remitida a su hijo, en la que asegura que permanecerá residiendo "de forma permanente y estable" en Abu Dabi. "Soy consciente de la trascendencia para la opinión pública de los acontecimientos pasados de mi vida privada y que lamento sinceramente, como también siento un legítimo orgullo por mi contribución a la convivencia democrática y a las libertades en España, fruto del esfuerzo y sacrificio colectivo de todos los españoles", asegura en una suerte de descripción a medio camino entre la disculpa por los errores cometidos y el recuerdo de lo que sí hizo bien en su mandato.

Porque el emérito vivió tiempos gloriosos en su juventud que no le fueron regalados. Lideró una modélica transición de la dictadura a la democracia, supo rodearse de valiosas cabezas y se encargó en persona de mantener la conexión con los ciudadanos. Su capacidad diplomática con quienes pensaban de forma diferente encauzó tensiones sociales, políticas y sindicales. El hoy jocoso calificativo campechano fue durante décadas un epíteto que definió un carácter único en Europa que sirvió para unir el despiezado puzle de España que habían dejado la Guerra Civil y 35 años de dictadura.

Foto: Foto: Getty Images/David Ramos.

Por debajo de aquella imagen pública, sin embargo, se fueron forjando túneles oscuros. Fluían el dinero y las faldas, dos cuestiones que a los españoles de entonces les quedaban aún lejos, a la prensa convertida en 'establishment' no le interesaba y a los fiscales ni se les pasaba por la cabeza siquiera olisquear la puerta de Zarzuela. Pero hoy los primeros, los segundos y los terceros son otros. Los miembros de los tres colectivos han crecido en sensibilidad hacia dentro y, sobre todo, de cara a la galería. El caso Malaya abrió la veda a un nuevo mundo en el que políticos, empresarios y hasta futbolistas dejaron de ser ángeles con eterna inmunidad. El Corte Inglés, los toros, el Real Madrid e incluso la izquierda abandonaron paulatinamente el estatus de marcas intocables. En el nuevo cosmos que se vislumbraba, hasta el mismísimo Eliot Ness hubiera sido una presa en potencia. El monarca, por lo tanto, no podía quedarse al margen de la irreversible tendencia.

Comenzaron entonces a brotar sus negocios ocultos cual oro negro que mana del 'fracking'. La publicación en 2018 de la conversación que había tenido lugar tres años antes entre Corinna Larsen y el comisario José Villarejo en la que la 'princesa' acusaba a su examante de cobrar una millonaria comisión por la adjudicación del AVE a La Meca caía a plomo en la sociedad española, que ya había perdido la capacidad de sorpresa tras los precedentes de Gürtel y Púnica. El asunto rompió de un hachazo el último tabú, abrió el melón de la corona en canal y la sangre comenzó a brotar a caño abierto. Ningún gesto podía ser capaz de calmar aquella hemorragia y el monarca era consciente.

La Fiscalía de Ginebra comenzó a investigar. Luego se unió la española. Las portadas de los periódicos abrían con la cara del emérito a toda plana. Los tertulianos ya no eran católicos ni tenían piedad. El monarca retirado, protagonista de la mayoría de memes viralizados por Whatsapp, se vio incapaz de luchar contra todos los elementos. Ya bastante le había costado el "lo siento mucho, me he equivocado" de 2012 como para volver a mostrar signos de debilidad ante una amenaza que, además, se adivinaba larga como un camino a la cruz. Decidió entonces abandonar el barco y mudarse con sus amigos, los del AVE a la Meca, apenas dos meses después de que se iniciara la investigación. De momento, ya ha celebrado sus últimos dos cumpleaños en esta posada.

Juan Carlos I se enfrenta estos días a su hora decisiva, a su particular 'discurso real', a la que probablemente sea su última oportunidad

Por lo tanto, a pesar del archivo de la Fiscalía, la misiva dirigida a su hijo parece insuficiente parche para tanta herida. No en vano, hoy el debate político está puesto en la implementación de cambios legislativos que eviten un nuevo 'caso real'. Sin embargo, el campechano aún tiene la posibilidad y la oportunidad de dar la cara, de mirar a los ojos a su pueblo y de, cuanto menos, pedir perdón. Para él, acostumbrado al glamour, no sería precisamente un Domingo de Ramos como el que vivió tras su gestión del 23-F. Al propio Jorge VI le costó humillarse en el fondo, que no tanto en las formas, tras insultar al que luego sería su amigo para siempre. "Si espera que un rey se disculpe, la espera puede resultar muy larga", formuló el monarca inglés para significar lo que no quería pronunciar frente a Logue el plebeyo.

El perdón es un paso necesario para avanzar en la vereda de la reconciliación con su pueblo así como en el de la cinceladura del busto de su memoria, dos conceptos que no tienen por qué ir ligados pero que podrían estar vinculados según sea la escenificación del momento. Richard Nixon no tuvo más remedio que agachar la cabeza en 1977 ante el célebre David Frost después de que el entrevistador le pusiera en evidencia en 'prime time'. Tras confesar que había participado en la ocultación del Watergate, solo le quedaba el bálsamo de la disculpa. "Estuve involucrado en un encubrimiento", admitió Nixon. "Me arrepiento profundamente de todos esos errores", añadió. "Defraudé a mis amigos, defraudé a la nación y, lo peor, defraudé a nuestro sistema de gobierno, a los sueños de los jóvenes y al pueblo americano; voy a tener que llevar esa carga conmigo el resto de mi vida", concluyó el presidente antes de zanjar su vida pública para siempre ante millones de telespectadores. "El pueblo necesitaba escucharlo", valoró Frost para dar carpetazo ante la opinión pública a un escándalo que marcaría para siempre la percepción de la corrupción política también en el resto del mundo.

Es ineludible. Si el emérito no da la cara, su reinado pasará a la historia ensombrecido no solo por la sospecha que sella la postura de perfil que ha puesto tras el relato de la Fiscalía, sino también por la imagen de presa que huye de su depredador que dejará en el recuerdo colectivo. Su frente de combate hoy no está en el campo de batalla, sino en la opinión pública. Carlos V e incluso el primer Borbón español, Felipe V, probablemente los monarcas que más empuñaron la espada con sus propias manos, lo habrían sabido identificar. Jorge VI lo hizo. Localizó a su enemigo interno, se dejó ayudar, se enfrentó a sus miedos y el pueblo le aplaudió.

*Roberto Ruiz Ballesteros, director de Comunicación de Litigios de PROA Comunicación

Jorge VI de Inglaterra sentía pavor a las apariciones públicas. Le generaban ansiedad. Los músculos de la mandíbula se le contraían y tartamudeaba. Pero aquellas conformaban el núcleo de su tarea como jefe de Estado. Por eso, miró a los ojos al problema. Buscó ayuda. El logopeda Lionel Logue le entrenó con perseverancia y un cariño que acabó en amistad. El rey ganó en seguridad y pronunció el discurso que da título a la oscarizada película, justo cuando Occidente necesitaba un líder que aceptara el órdago de Adolf Hitler en el albor de la Segunda Guerra Mundial.

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