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El reformismo y nosotros, que lo quisimos tanto
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Ramón González Férriz

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El reformismo y nosotros, que lo quisimos tanto

La pretensión de reformar a fondo el Estado, desde la independencia judicial hasta el régimen autonómico o la ley electoral, fue constante durante la democracia. Hoy, esa aspiración ha sido descartada

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
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Durante buena parte de la última década, y en realidad durante la mayor parte de la democracia, una idea sobrevoló la política española: el reformismo.

Este tenía un cierto aire tecnocrático, pero se alimentaba de la indignación que provocaban en los ciudadanos comunes las disfunciones del sistema. Un desempleo siempre disparado. Las tremendas cargas burocráticas para poner en marcha una empresa. La ineficiencia de un sistema fiscal que recaudaba comparativamente poco. Una ley electoral que a muchos parecía injusta. La sensación de que las autonomías habían generado estructuras redundantes y puesto barreras al mercado interior. La dependencia política del poder judicial.

Foto: La vicepresidenta del Gobierno y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño. (EFE/Rodrigo Jiménez) Opinión
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Durante años, las propuestas de reforma abundaron y, en cierta medida, mostraron las mejores virtudes que atribuimos a la sociedad civil. Catedráticos de derecho, economistas, jóvenes politólogos metidos a blogueros, servicios de estudios de bancos y empresas, urbanistas y consultores hacían elaboradas y abultadas propuestas sobre cualquier aspecto de la vida pública española que consideraran ineficiente.

El momento propicio

En los años posteriores a la crisis financiera, cuando el colapso de la economía hacía más atractiva que nunca la idea de reformar el país, los medios de comunicación empezaron a prestarles una mayor atención. Uno veía a diario en los periódicos propuestas sobre el contrato laboral único, la reforma fiscal o la independencia del CGPJ. Se llenaban actos públicos sobre temas abstrusos, de la evaluación de políticas públicas con métodos empíricos a la limpieza de las concesiones de contratos públicos. Proliferaban las webs en las que gente sobradamente cualificada, probablemente más cómoda en su cátedra o su notaría que en Facebook, se sumaba al debate público para divulgar sofisticadas ideas sobre el Estado, las instituciones y la eficiencia.

Todos esos pequeños acontecimientos estaban regidos por dos ideas. Una era cierta: España necesitaba reformas y había que empujar a los políticos a emprenderlas. La otra resultó ser falsa: la exasperación de los españoles era tal, y la oportunidad y validez de las propuestas de reforma tan evidente, que los políticos no tendrían más remedio que ir abordándolas.

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Porque ahora todo ese impulso está muerto. No entre la sociedad civil, algunos de cuyos representantes más conspicuos parecen admirablemente incansables en la elaboración de propuestas, sino en la política y la manera en que la vemos los ciudadanos. Los dos partidos que de alguna manera quisieron encarnar ese reformismo, UPyD primero y Ciudadanos después, fracasaron por culpa de un liderazgo que resultó estar mucho más interesado en llegar al poder que en contribuir a regenerarlo, y que ni siquiera fue capaz de llegar a ese poder de manera seria: el primero desapareció, el segundo probablemente vaya por el mismo camino.

Y el PSOE y el PP demostraron tener un afilado y probado instinto conservador: saben que hay que reformar lo justo para que el sistema no decaiga más de lo debido (la reforma laboral del Gobierno actual fue razonablemente buena para lo que podría haber sido, el PSOE quiere seguir hablando de reforma de la Seguridad Social aunque no se le pongan más que parches), pero nunca enfrentarse a los problemas más profundos y enquistados del sistema, porque eso generaría demasiado descontento, en gran medida, entre la élite funcionarial.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE) Opinión

Cuando uno oía hablar en privado a Pablo Casado de lo mucho que iba a reformar España, de los planes que tenía para transformar desde la remuneración de los médicos del sistema público hasta la fiscalidad de las herencias y las empresas, uno no podía evitar pensar que tenía los días contados. Hace un par de años, el país empezaba a no tener las menores ganas de reformar nada. Y, en ese sentido, la llegada de Feijóo al liderazgo del partido, y quizás al Gobierno, encarna mucho mejor los valores de la nueva época de la política española. Quizá la oposición pueda gestionar un poco menos el día a día. Pero sin duda nadie tiene el capital político suficiente para poder reformar a fondo las instituciones del Estado. Y es probable que ni siquiera los ciudadanos tengamos ganas de embarcarnos en la sucesión de huelgas, boicots y amenazas que eso generaría.

El fin del centralismo

Particularmente llamativa es la cuestión del Estado de las autonomías, que durante todo ese tiempo muchos partidarios de la reforma profunda del sistema consideraron una de las muestras más evidentes del fracaso político español. Con el transcurso del tiempo, decían, este había dado pie a la disparidad de criterios educativos, al sistema de proteccionismo regional que ponía trabas a la prestación de servicios en autonomías que no fueran las de origen de los profesionales, a la creación de medios públicos que cultivaban visiones folclóricas y particularistas de la identidad.

Foto: El presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, acompañado por la presidenta del partido, Cristina Narbona. (EFE/Luca Piergiovanni) Opinión
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Pues bien, hoy España parece reconciliada con la redistribución del poder hacia las autonomías. En gran medida, con razón: ante la renuencia del Gobierno nacional a asumir la responsabilidad de gestionar la pandemia, las comunidades autónomas demostraron que su cercanía con los territorios que administraban les daba un grado mayor de eficiencia y que, en última instancia, el poder local es un buen contrapeso cuando el Gobierno nacional es mediocre. (Lo mismo puede decirse al revés: es bueno que los gobiernos autonómicos cuenten siempre con el contrapeso del nacional, y la competencia de las demás regiones, como demuestra el caso del 'procés' y el desgobierno de Cataluña).

Un espectáculo hipnótico

Hoy el optimismo con respecto a la capacidad de quienes gobiernan el Estado para reformarlo ha desaparecido. Ni siquiera la condicionalidad de los fondos europeos ayudará a las reformas: la Comisión Europea va a entregar esos fondos aunque España no cumpla con las prometidas o las lleve a cabo de manera cosmética o hasta contraproducente, como en el caso de las pensiones.

Foto: Pedro Sánchez, junto a la presidenta de CE, Ursula von der Leyen. (EFE/Oliver Hoslet)

Sin duda, existe la posibilidad de que, si logra el poder, la derecha gestione mejor el día a día del Estado y el país. También se puede argumentar que este Gobierno lo hace mejor de lo que lo haría uno en el que estuviera presente Vox, que generaría un número de conflictos, disputas y ridiculeces comparable al que provoca Podemos en la coalición actual.

Pero parece que todos hemos decidido que las reformas que tan bien sonaban pueden esperar: la política se ha convertido en un espectáculo personalista que nos tiene demasiado hipnotizados como para pensar a medio plazo. Es una decisión lícita, pero debemos saber que el precio que paguemos por ello puede ser alto.

Durante buena parte de la última década, y en realidad durante la mayor parte de la democracia, una idea sobrevoló la política española: el reformismo.

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