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Por qué Sumar puede funcionar (o no)

Existen dos elementos que han operado en contra de lo que se llamó 'espacio del cambio' y que deberían ser tenidos muy en cuenta en el proyecto encabezado por Yolanda Díaz: los sesgos y las expectativas

Foto: La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, durante la presentación de su proyecto Sumar. (EFE/Zipi Aragón)
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, durante la presentación de su proyecto Sumar. (EFE/Zipi Aragón)

Uno de los mayores errores en el análisis del comportamiento electoral es asimilarlo por completo a una decisión racional. Por muy frustrante que nos resulte, no se puede presuponer que una persona vaya a depositar su voto observando, únicamente, que la papeleta escogida responde a sus intereses materiales. El 'voto de clase', su racionalidad, es solo una de las variables que juegan en la decisión, pero hay otras, de corte emocional, ético o cultural, que no deberían entenderse como ajenas al proceso cognitivo que subyace al momento de elegir. En particular, existen dos elementos que han operado en contra de lo que se llamó 'espacio del cambio' y que deberían ser tenidos muy en cuenta en el —ya presente— proyecto encabezado por Yolanda Díaz: los sesgos y las expectativas.

Un sesgo cognitivo es una costumbre mental, un vicio, un pensamiento o creencia instalada que no tiene por qué responder a una realidad racional, pero que nos condiciona a la hora de percibirla, analizarla y procesarla. Nuestra mente está repleta de sesgos que, en ocasiones, nos facilitan el proceso de toma de decisiones sin causar errores determinantes. Por ejemplo, es común dar por sentado que, ante dos productos del mismo género, al más caro le corresponderá una mayor calidad. Este sesgo puede obedecer a un pensamiento racional: como los materiales del producto son mejores o se ha invertido más en su fabricación, es lógico que el precio sea más alto. Sin embargo, pueden existir otras variables que no se están teniendo en cuenta y que pueden invalidar la elección realizada en función del sesgo. Siguiendo con el mismo ejemplo, el producto puede ser más caro porque la compañía que lo comercializa ha gastado más dinero en publicitarlo o tiene un poder de mercado que le permite aumentar el precio, sin que eso suponga ni una merma en la demanda, ni mucho menos que la calidad sea superior a la de otros productos más baratos.

Foto: Yolanda Díaz y Enrique Santiago en el Congreso. (EFE/Fernando Alvarado) Opinión
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El comportamiento electoral está lleno de sesgos. Muchos de ellos —casi todos— se producen, provocan o inducen a través de la comunicación política. Ya sea la que desarrollan los partidos, la de los medios de comunicación o la que se produce en una simple conversación en la cena de Nochebuena o en una comida de empresa. La creación o modulación de los sesgos es tan importante que supone una fase previa a la batalla por hacerse con la opinión pública. La validez de los marcos que se intenten instalar o de los relatos que se pretendan ganar depende, en primera y última instancia, de los sesgos del receptor de la información. La opinión de una persona electora estaría encerrada entre muros y el sesgo funcionaría como la puerta que se abre o se cierra, con más o menos facilidad, ante un mensaje exterior que le llega.

Esto explicaría, al menos en parte, que una propuesta o un programa electoral no sean valorados simplemente por su contenido. Es decir, que una persona no vote a favor de una candidatura que le prometa que va a gobernar para que tenga un mayor salario, mejores servicios públicos o un acceso más fácil a la vivienda. O, incluso, que pueda votar a una formación que vaya a hacer justo lo contrario. En estos casos, se suele valorar solo el mensaje, evaluando aspectos como si ha sido bueno, apropiado, comprensible, convincente, realista o seductor, pero ¿qué pasa si el problema no está en el mensaje, sino en el emisor del mismo? Si la persona que recibe el mensaje alberga un sesgo que afecta a la persona que lo emite o a su partido, dará igual la 'calidad' del mismo, la puerta permanecerá cerrada y ni siquiera se valorará su contenido. La deslegitimación cognitiva de la propuesta se produce en un momento anterior a su valoración, que ni siquiera se llega a producir.

Foto: El presidente del Partido Popular, Pablo Casado, visita Matadeón de los Oteros (León). (EFE/J. Casares) Opinión

En política, se suele decir que un o una líder, o incluso una marca, están amortizados cuando la capacidad que tienen para convencer sobre sus ideas o propuestas está muy disminuida. Existen parámetros que nos sirven para llegar a esa conclusión, siendo el más evidente el resultado electoral, pero también la valoración ciudadana, la que tiene entre sus votantes reales o potenciales o la repercusión de sus mensajes en redes sociales. Todos estos parámetros, si se mantienen o se agravan en el tiempo, son signos de algo que tiene pocas posibilidades de revertirse, que se ha hecho 'costumbre', que funcionará como un sesgo difícil de levantar, independientemente de los mensajes que lance o de cómo y en qué forma los lance.

Cuando el sesgo se ha instalado, no solo es que la persona que lo tiene rechace procesar cualquier mensaje que venga a refutarlo, es que es ella misma la que dará validez a toda información que encaje dentro de lo que piensa. Esto es lo que se conoce como sesgo de confirmación y supone una anomalía que puede llevar a las personas a validar toda clase de mensajes e informaciones, aun carentes de fuentes y de rigor, siempre que concuerden con su pensamiento prefigurado. Ni qué decir tiene que eso puede incluir a propuestas políticas que, aplicando un análisis racional, les son directamente desfavorables.

En la competición electoral, resulta a veces más eficaz erosionar al emisor que su mensaje

Este fenómeno nos debe hacer pensar no solo en el mensaje, sino también en la percepción, las características y las circunstancias de la persona o la organización que lo emite. En la competición electoral, resulta muchas veces más eficaz erosionar al emisor que su mensaje. Despojando de credibilidad al líder de un partido, se puede acabar con el partido sin necesidad de rebatir o mejorar sus propuestas. Este es el mecanismo que utilizan partidos como el PP o Vox. Conscientes de que no pueden competir con una oferta programática que mejore las condiciones de vida de una mayoría social, su opción más efectiva es generar sesgos cognitivos que hagan que el electorado no atienda a las propuestas concretas, que no llegue a valorarlas, que no las deje entrar en su cabeza. Para ello, suelen desviar el debate a otros marcos más relacionados con las propiedades, características o capacidades del adversario político. Así, no solo se desactiva al adversario, además, el sesgo de confirmación facilitará que su propuesta política sea abrazada por una parte del electorado a la que objetivamente perjudica.

Esta estrategia de confrontación la deberíamos tener asumida y estudiada de cara a poder contrarrestarla pero, nada más lejos de la realidad, lo que se ha hecho desde los partidos progresistas y las fuerzas del cambio ha sido, en muchos casos, dar munición al 'enemigo'. Y aquí entra el segundo de los elementos centrales de este artículo: las expectativas.

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Uno de los recursos más característicos de los partidos creados a partir del 15-M fue la construcción de estándares éticos superiores a lo que el marco jurídico establece. Seguramente inspirados por el espíritu de impugnación de aquel estallido ciudadano, organizaciones como Podemos utilizaron valores más éticos que políticos para establecer una diferencia entre 'la casta' y ellos. Como estrategia discursiva, en el corto plazo, nadie puede negar que resultó un éxito. En un clima de desafección política, presentarse como un 'outsider' funciona incluso para Trump. En un contexto de crisis y desigualdad, señalar las condiciones materiales de vida de la clase política y algunos de sus 'privilegios' puede reportar muchos votos. Si, además, ese discurso de impugnación viene acompañado de una propuesta que promete darle la vuelta a todo como un calcetín, tiene muchas papeletas para funcionar, como así lo hizo.

Pero ese discurso maximalista de impugnación, que te puede propulsar en el corto plazo, tiene aparejada una pesada hipoteca: crea unas expectativas muy altas que se deben satisfacer demasiado rápido, teniendo en cuenta los entresijos y los pesados y largos tiempos con que funciona la mecánica parlamentaria. Además, si se utilizan elevados estándares éticos como reclamo, hay que estar muy seguro de poder cumplirlos. Hacer discurso político sobre la casa donde nunca vivirías, los años que vas a permanecer en la política o la ropa que llevas es riesgoso y hasta innecesario. El virtuosismo moral como propuesta política suele ser difícil de mantener con los hechos ('errare humanum est'). Además, con este recurso expones un flanco difícil de defender ante tu adversario y ante la opinión pública. Lo contrario a la ausencia de ética no es un exceso de ética. Querer elevar el listón por encima de lo que marcan las leyes puede parecer una ventaja a corto, pero a la larga supone la autoimposición de unas normas que tu adversario no tiene que cumplir, que el electorado no le exige. En otras palabras, sería como un partido de fútbol donde uno de los equipos se autoimpone no poder golpear el balón con la pierna derecha para demostrar que son mejores jugadores.

El virtuosismo moral como propuesta política suele ser difícil de mantener con los hechos

La unión de esta generación desmesurada de expectativas con la creación de sesgos cognitivos es definitiva. Los estándares éticos, además, están irremediablemente unidos a la persona que los establece, ensanchando el blanco al que el adversario puede disparar para generar lo que se ha comentado antes: un sesgo de corte personal, sobre el emisor, de manera que el mensaje que produce nunca llegue a procesarse y quede descartado 'ab initio'. Si a esto le sumamos la dependencia de los hiperliderazgos, la vulnerabilidad de todo un espacio político devino gigante en apenas un lustro.

Esbozada esta idea, pudiera parecer que el proyecto Sumar arranca tropezando con las mismas piedras que las de aquel lejano 2014. Sin embargo, existen importantes matices que hacen pensar que hay una voluntad de corregir aquello que, a la larga, se convirtió en una trampa. Es cierto que la piedra angular del proyecto vuelve a ser un hiperliderazgo, algo bastante comprensible si se trata de la que es, hasta la fecha, la política mejor valorada del país. El liderazgo de Yolanda Díaz difiere bastante de los que surgieron en 2014, sobre todo porque se ha forjado a partir de la consecución de resultados y políticas públicas. De hecho, ella misma insiste en describir Sumar como un movimiento 'de construcción' y no 'de impugnación', como lo fueron sus precedentes.

Foto: Díaz, junto a los participantes del proyecto Sumar. (EFE/Zipi Aragón)
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Se puede decir que, por el momento, el sesgo existente es positivo y la emisora (Díaz) tiene las puertas de buena parte de la opinión pública abiertas a su mensaje. No obstante, la solidez de este liderazgo no tiene una garantía infinita y debería utilizarse como plataforma de impulso y despegue. Quizá, por eso, la propia vicepresidenta insistió, en la presentación de Sumar, en que ella será una pieza más de todo el engranaje. Aprovechar su popularidad actual para construir un movimiento que pueda sobrevivir, sin ella, en el futuro sería una manera de protegerlo frente a los ataques, no ya a sus propuestas, sino a su persona, que ya han empezado a producirse.

Apelar a una ciudadanía protagonista no tiene por qué ser un simple instrumento de retórica populista. Es, como se demostró en el 15-M, una posición estratégica de fuerza y de defensa de la organización que se pretende construir. Si hacemos memoria, muchos fueron los ataques mediáticos perpetrados contra el 15-M, sin que consiguieran hacer mella porque, al ser un sujeto tan amplio, tan distribuido, con tantas cabezas, era imposible generar un sesgo negativo personal que lo arrastrase. De este modo, prevaleció su mensaje, sin que incorporase las vulnerabilidades, los vicios o los 'pecados' de ningún líder.

Foto: La vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, durante la presentación de su proyecto Sumar en el espacio cultural Matadero (Madrid). (EFE/Zipi Aragón)

La fortaleza frente a los ataques a Sumar dependerá, en gran medida, de la capacidad de capilarizar la iniciativa y el liderazgo por todos los rincones del país. Pero, además, requerirá de un diseño metodológico y de la aportación de unos recursos que no existieron en el 15-M y que condicionaron su escalabilidad y, sobre todo, su permanencia en el tiempo. Si se consigue el preciado y difícil equilibrio entre la centralidad de los liderazgos y la democratización de los procesos, se habrá puesto un importante dique de contención frente a los potenciales sesgos negativos que pretendan generarse en su contra.

La otra parte, la de las expectativas, es probablemente un reto aún mayor. No solo por las que ya se están levantando, las positivas que la propia Yolanda genera, sino porque debe contrarrestar otras expectativas de corte negativo, es decir, las frustraciones que el anterior ciclo político generó y que se ciernen, a modo de nubarrones, sobre el imaginario colectivo de todo el espacio político. En este punto, es necesario encontrar otro difícil equilibrio, esta vez, entre fabricar y presentar un proyecto ilusionante de país, que contraste y venza al horizonte distópico que mucha gente tiene en la cabeza, y saber transmitir las dificultades reales de conseguir hacerlo realidad. Para lograrlo, será muy importante que la alternativa que se formule, a partir de su proceso de escucha y de los grupos de trabajo que se conformen, sea un marco posibilista, riguroso y con los pies en la tierra. Para ello, debe huir de estándares morales cercanos al virtuosismo divino y acercarse a los problemas mundanos y materiales que, de verdad, afectan y condicionan la vida de los comunes. No va tanto de autoimponerse austeridades como de sacar a la gente de ellas.

Si el proyecto es capaz de alcanzar y mantener estos dos complejos equilibrios, los elementos cognitivos descritos —sesgos y expectativas— permitirán al electorado recibir y valorar lo nuclear, su propuesta política, aquello que se pretende llevar y conseguir desde las instituciones. Entonces, podremos examinar si realmente se ha sumado.

*Francisco Jurado Gilabert. Jurista. Miembro de la ejecutiva de Más País Andalucía.

Uno de los mayores errores en el análisis del comportamiento electoral es asimilarlo por completo a una decisión racional. Por muy frustrante que nos resulte, no se puede presuponer que una persona vaya a depositar su voto observando, únicamente, que la papeleta escogida responde a sus intereses materiales. El 'voto de clase', su racionalidad, es solo una de las variables que juegan en la decisión, pero hay otras, de corte emocional, ético o cultural, que no deberían entenderse como ajenas al proceso cognitivo que subyace al momento de elegir. En particular, existen dos elementos que han operado en contra de lo que se llamó 'espacio del cambio' y que deberían ser tenidos muy en cuenta en el —ya presente— proyecto encabezado por Yolanda Díaz: los sesgos y las expectativas.

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