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El fracaso de los nuevos partidos

Iglesias no fue capaz, o no quiso, de construir un partido para la compleja y plural izquierda española. En su lugar, diseñó una organización interna irrelevante cuyo poder político se centralizó en una camarilla de fieles

Foto: El exvicepresidente Pablo Iglesias, junto a la actual vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, en un acto celebrado en marzo de 2021. (EFE/Mariscal)
El exvicepresidente Pablo Iglesias, junto a la actual vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, en un acto celebrado en marzo de 2021. (EFE/Mariscal)

Pablo Iglesias tiene razón. La mejor manera de movilizar al electorado a la izquierda del PSOE es ofrecerle un partido fuerte que, por primera vez, pueda reivindicar haber ejecutado medidas de gobierno eficaces para la protección de la clase media y trabajadora, sobre todo en materia laboral y social. Esa debió ser su idea cuando en mayo de 2021 designó a Yolanda Díaz como candidata, la exitosa ministra de Trabajo del primer Gobierno de coalición de la democracia española.

Pero Yolanda Díaz (e Íñigo Errejón) también tiene razón: Podemos no es un partido fuerte. Pese a haber logrado llevar en 2015 a Carmena a la alcaldía de Madrid, interrumpiendo 26 años de gobiernos de la derecha (algo de lo que el PSOE no fue capaz), o haber posibilitado el primer Gobierno de coalición de izquierdas (sin el apoyo de Podemos al PSOE, el PP de Rajoy seguiría gobernando), a Podemos lo abandonan sus votantes. Lo que mejor define el declive de Podemos son las 'traiciones' y 'conspiraciones' con las que sus dirigentes explican su situación, y no porque estas no sean ciertas, sino porque delatan la dirección de un partido que sigue viéndose a sí mismo como una asociación universitaria. Hoy, Podemos es una coalición de cargos electos, con acceso a financiación pública, incluso con derechos de publicidad gratuita en una campaña electoral y, paradójicamente, sin partido, sin territorio y con electores en retirada.

Foto: Yolanda Díaz se reúne con responsables de la Asamblea Ciudadana por el Clima. (EFE/Luca Piergiovanni)

Iglesias no fue capaz, o no quiso, de construir un partido para la compleja y plural izquierda española. En su lugar, diseñó una organización interna irrelevante cuyo poder político se centralizó en una camarilla de fieles. Estas decisiones no se suelen tomar por gusto al poder o por maldad, sino por un error de cálculo muy habitual entre los líderes de los partidos. Gestionar la pluralidad es incómodo e irritante, te desvía de la única misión relevante: alcanzar o mantener el poder. Por decirlo en términos más académicos, los líderes actuales, sometidos a una enorme presión mediática, sacrifican la pluralidad de sus organizaciones para ganar en eficacia política, reducen los partidos a simples comités electorales donde se silencia, ya no la discrepancia, sino el más mínimo debate interno, obligando a su dirigencia a comportarte como meros 'soldados'. Esta estrategia de 'guerrilla', que puede ser muy eficaz en momentos de cambio, en 2015 llevó a Podemos a 300.000 votos del sorpaso al PSOE. Sin embargo, mantenerla es una condena a muerte: aísla al líder y a su entorno de sus propios compañeros y de su electorado. Lo que se gana en eficacia política a corto plazo, se pierde en eficacia electoral a medio y lleva a las organizaciones a una espiral de víctima/verdugo cuyo único final es, como ya ha demostrado Ciudadanos, la irrelevancia. Las formaciones políticas pensadas para el combate acaban combatiéndose a sí mismas.

¿Les ocurre igual al PSOE y al PP? No, y no solo porque ambos partidos superaron ya hace décadas la crisis constituyente (sobrevivir a sus fundadores), ni porque sean formaciones con 'poder' institucional —también lo tienen, y no poco, Ciudadanos y Podemos—. Es cierto que las primarias para elegir al líder socialista han transformado al PSOE y que Sánchez, tras el traumático episodio del comité federal y de unas primarias plebiscitarias, ha concentrado todo el poder 'nacional' en su persona, anulando cualquier control interno mientras dure su mandato. Pero las mismas normas que le permiten tal concentración de poder se la permiten también a los líderes territoriales, cuyo peso, como el de Sánchez, depende única y exclusivamente de su suerte electoral. En el PSOE, como en el PP, la naturaleza del poder está distribuida en función de los respectivos respaldos electorales territoriales, estableciendo un sutil juego de balances y egos llamado 'partido' que conserva la fortaleza suficiente para hacer dimitir a Sánchez en su día, o para cesar, más recientemente y en directo, a Casado. Pero además, el PSOE y el PP aprendieron a ser partidos plurales, capaces de disciplinar bajo sus siglas mucha más divergencia ideológica de la que queda a su izquierda y su derecha. Por poner un ejemplo, la distancia ideológica que separaba a Alfonso Guerra de Carlos Solchaga era mucho más grande que la separa hoy a Íñigo Errejón e Irene Montero.

Foto: La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz. (EFE/Fernando Alvarado) Opinión
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La diferencia entre los nuevos y los viejos partidos no es solo la naturaleza distribuida del poder, sino la generosidad (y la inteligencia) con que cientos de personalidades de ideologías muy diversas fueron capaces de cooperar bajo el mismo instrumento electoral, renunciando a siglas tan queridas como las que hoy debilitan la credibilidad de las penosas coaliciones electorales de la izquierda. También para los líderes de los viejos partidos, la pluralidad fue incómoda e irritante, pero a ninguno se le ocurrió (o ninguno pudo) centralizar sus formaciones al extremo de evitar la competencia interna. Por muy irritante que fuera la gestión de la pluralidad, esta ha sido siempre la mejor estrategia para ampliar las bases electorales, es decir, la mejor estrategia para alcanzar o mantener el poder.

Sumar es la expresión de un fracaso, la incapacidad de consolidar una formación política nacional a la izquierda del PSOE, entre la falta de visión de los líderes nacionales y la tendencia al escapismo localista de las formaciones autonómicas. El legado del 15-M, tras una década en la que ha transformado la política española, es la vuelta a la 'plataforma', la consabida fórmula de la impotencia política, que mantiene la vocación pluralista como alternativa, en lugar de como herramienta, de un partido electoral eficiente. Pero Sumar es también una expresión de voluntad, una manifestación de resistencia de la izquierda, que ya quisiera para sí el fallido espacio liberal español.

Desinflado el suflé catalán, Andalucía vuelve a marcar el ritmo electoral. Lo hizo con la llegada del PP al Gobierno de la Junta y la irrupción de Vox como fuerza política significativa en 2019. Lo ha vuelto a hacer en junio, absorbiendo a Ciudadanos y transformando definitivamente el mapa de partidos, convirtiendo el gran feudo electoral socialista en una cómoda mayoría absoluta conservadora. Falta por ver la reacción del electorado de izquierda y centro izquierda, o la reacción del electorado de centro derecha y derecha. El PSOE en el Gobierno ha demostrado que energía no le falta, girará a la izquierda cuando toque y al centro cuando haga falta, al fin al cabo, la volatilidad del electorado español no es algo que se cambie en una década y la responsabilidad de los partidos con vocación de gobierno es 'hacerse cargo' de ella. Fracasados los partidos nuevos, la batalla ya va, de nuevo, entre PP y PSOE.

*Joan Navarro es profesor de Ciencia Política y de la Administración en la UCM y socio y vicepresidente de LLYC.

Pablo Iglesias tiene razón. La mejor manera de movilizar al electorado a la izquierda del PSOE es ofrecerle un partido fuerte que, por primera vez, pueda reivindicar haber ejecutado medidas de gobierno eficaces para la protección de la clase media y trabajadora, sobre todo en materia laboral y social. Esa debió ser su idea cuando en mayo de 2021 designó a Yolanda Díaz como candidata, la exitosa ministra de Trabajo del primer Gobierno de coalición de la democracia española.

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