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No solo promesas electorales: gran parte del sistema de bienestar español es absurdo
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Ramón González Férriz

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No solo promesas electorales: gran parte del sistema de bienestar español es absurdo

A las clases medias se le cobran impuestos relativamente altos, pero no para redistribuirlos hacia las clases bajas; se les devuelve lo que han pagado en forma de servicios prestados por el Estado, muchas veces absurdos

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Javier Lizón)
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Javier Lizón)
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Avales para los pisos de los hijos de la clase media (PSOE). Herencia universal de 20.000 euros para todos los jóvenes que cumplan dieciocho años, con independencia de la renta de sus padres (Sumar). Cheques antiinflación de 500 euros para familias con ingresos de hasta 42.000 euros (Podemos). Becas para los hijos de la clase alta (PP). Cheque escolar para todos los niños, aunque sus padres sean ricos (Vox). Aumento de las pensiones máximas de jubilación (todos).

Estas han sido algunas de las medidas propuestas en las últimas semanas y meses en la política española. Su sesgo es evidente, y lo comparten todos los partidos políticos en medida parecida. A las clases medias se le cobran impuestos relativamente altos, pero no para redistribuirlos hacia las clases bajas; se les devuelve lo que previamente han pagado en forma de servicios prestados por el Estado, muchas veces absurdos. Es un sistema ineficaz para casi todas las partes implicadas.

Un acuerdo tácito

En los países modernos existe un acuerdo social tácito: pagamos impuestos, una gran burocracia estatal los procesa y luego los gasta en la creación de infraestructuras y la prestación de servicios básicos. Es una manera de crear una red de seguridad —educación para cuando necesitamos aprender, sanidad para cuando caemos enfermos, jubilación para cuando nos hacemos viejos— y de reducir las desigualdades más extremas. Podemos discutir hasta qué punto debe llegar ese proceso de redistribución, pero este tiene sentido.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Ramón de la Rocha) Opinión

Durante las campañas electorales, las promesas de redistribución se vuelven, literalmente, absurdas. Los partidos prometen nuevas formas de reparto. Los economistas serios contabilizan su coste a menudo inasumible y los periódicos explican por qué no siempre se pueden implementar, por razones de reparto competencial o capacidad estatal. Pero no pasa nada. Lo importante es que los partidos señalicen claramente lo que quieren transmitir. Y en estos últimos meses lo que han señalado es que no quieren contentar a los más necesitados (que votan menos), sino a quienes tienen una posición relativamente bienestante (aunque no carente de angustias) que son, al mismo tiempo, quienes pagan la factura pública. La existencia de una gran burocracia estatal es defendible si su principal función es trabajar en favor de una equidad difícil de conseguir. Pero si funciona, en buena medida, como un mecanismo circular en el que entra dinero procedente de ciertos sectores sociales y salen servicios prescindibles o inmerecidos para esos mismos sectores, ¿qué sentido tiene? Un ejemplo: la herencia universal que propone Yolanda Díaz se financiaría parcialmente con un impuesto de sucesiones a las rentas altas, pero los jóvenes de rentas altas que pagaran ese impuesto al heredar un piso que no fuera la primera residencia o más de un millón de euros también recibirían la herencia “pública”.

Mentalidad de clase media

Cabría consolarse pensando que, dado que España es un país más o menos rico y con una amplia clase media, es normal que la política gire en torno a las preocupaciones de esta. Y es lo que uno creería al ver que se han convertido en temas de campaña las condiciones en las que las mujeres (en su mayoría, de clase media) utilizan las aplicaciones de ligar, el fetichismo de la política barcelonesa por el Eixample y la Diagonal (zonas de clase media y alta), los viajes en Interraíl que no pueden costearse los jóvenes de clase baja por muchas ayudas públicas que reciban o cualquier otra preocupación de gente relativamente acomodada.

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Sin embargo, es probable que sea algo más preocupante. En las últimas décadas, una de las tendencias más importantes en la democracia española ha sido la práctica desaparición de los políticos procedentes de la clase trabajadora, que la entendían bien y conocían sus preocupaciones, necesidades y ambiciones. Nuestros políticos actuales son en su mayoría universitarios, de orígenes sociales parecidos, cuya imaginación política está dominada por las aspiraciones de personas que ocupan los deciles superiores de ingresos. Se suele acusar a la izquierda de tener líderes pijos que idealizan al obrero y hablan en nombre del pueblo sin saber exactamente a qué se refieren, pero algo parecido puede decirse de una derecha que cree que la manera más juiciosa de seducir a las clases bajas es, por un lado, el folclorismo y, por otro, políticas que en realidad benefician a las clases altas.

Cuando estalló en Francia el conflicto de los chalecos amarillos, pregunté a un periodista afincado en París cuáles eran los motivos subyacentes de esa explosión de ira, más allá de la coyuntura política. Me respondió que los franceses de clase media pagaban impuestos muy altos y tenían servicios de primera: podían dar por sentado que, salvo si vivían en barrios conflictivos, gozarían de una educación, una sanidad, una vivienda y unas infraestructuras decentes. “¿Cuál es el problema, entonces?”, le pregunté. “Que no pueden permitirse absolutamente nada más porque no les queda dinero”. Este no es el problema en España: nuestro modelo es menos estatalista que el francés y el sector público es en general un poco peor. Pero la política española está reflejando esa tendencia, sobre todo la izquierda, aunque también la derecha: la creencia de que el Estado debe convertirse no solo en un proveedor de servicios básicos, sino en un repartidor de ayudas incongruentes que, en ocasiones, pueden resultar incluso frívolas.

El sistema actual resulta increíblemente ineficaz para las propias clases medias y sobre todo es injusto para la gente de renta baja

No me malinterpreten: soy un ciudadano de clase media contento de serlo (y que, seguramente, tampoco entiende a las clases bajas) y un defensor del papel redistribuidor del Estado. Creo que esa es una de sus principales funciones: ejercer como una gran aseguradora para lograr que nadie se quede sin una red de seguridad. Pero el sistema actual resulta increíblemente ineficaz para las propias clases medias y sobre todo es injusto para la gente de renta baja. Que los políticos hagan promesas que no podrán cumplir a los votantes de clase media forma parte de la democracia y, en particular, de campañas electorales tan tediosas como la actual. Lo peor es que tal vez crean que su trabajo consiste en redistribuir riqueza desde la clase media que paga impuestos hacia esa misma clase media que va en Interraíl o puede echar una mano a los hijos con la entrada del piso. Y eso es un problema mayor.

Avales para los pisos de los hijos de la clase media (PSOE). Herencia universal de 20.000 euros para todos los jóvenes que cumplan dieciocho años, con independencia de la renta de sus padres (Sumar). Cheques antiinflación de 500 euros para familias con ingresos de hasta 42.000 euros (Podemos). Becas para los hijos de la clase alta (PP). Cheque escolar para todos los niños, aunque sus padres sean ricos (Vox). Aumento de las pensiones máximas de jubilación (todos).

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