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Esta campaña puede despertar los peores instintos antipolíticos
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Ramón González Férriz

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Esta campaña puede despertar los peores instintos antipolíticos

La suma de la mera demagogia electoral, por un lado, y la escenificación de la política como una lucha civilizatoria a vida o muerte, por el otro, puede dar pie a un episodio de insurgencia que ya se ha producido en otros países

Foto: El presidente de Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Sergio G. Cañizares)
El presidente de Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Sergio G. Cañizares)
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Las campañas electorales nunca son intercambios elegantes de ideas racionales y viables entre candidatos realistas. Ni falta que hace. Pero seguramente la actual está batiendo récords de absurdidad. Un rápido recuento de las propuestas inútiles, lesivas o imposibles anunciadas en los últimos días incluye la creación de un sistema público de reparto de comida a domicilio (Podemos), la presencia de una planta en cada balcón madrileño para luchar contra el cambio climático (PP), subvencionar con 10 millones de euros entradas de cine para los jubilados (PSOE), eliminar dos cuotas mensuales de autónomos al año desde un gobierno regional (Vox) o la creación de una aplicación pública en la que las usuarias de Tinder puedan comunicar el mal comportamiento de los hombres con los que quedan (Más Madrid). La lista podría ser mucho más larga.

Esto forma parte de las inevitables subastas que se producen en cualquier campaña, aunque es probable que se esté yendo mucho más lejos de lo recomendable. Al mismo tiempo, en los argumentarios de los partidos están apareciendo cuestiones mucho más graves que tienen que ver con el clima de polarización social que han creado los nuevos radicalismos ideológicos y que los viejos partidos están reproduciendo con entusiasmo. El PSOE y Podemos han convertido el pacto con Bildu, una necesidad coyuntural para gobernar, en motivo de orgullo. Vox y una parte del PP están pidiendo la ilegalización de Bildu por incluir a asesinos en sus listas, algo imposible en un Estado liberal en el que el objetivo teórico de las penas de cárcel es la “reeducación y reinserción”, según afirma la Constitución. Algunas fuerzas de la izquierda catalana están discutiendo sobre el fin de la propiedad privada y la derecha barcelonesa ha conseguido que las elecciones municipales estén dominadas por un único asunto: la seguridad ante la violencia, como si no hubiera otro problema en la ciudad. Ayuso ha dicho que estamos ante una elección binaria: “comunismo o libertad”. Parecería que unas elecciones locales y regionales rutinarias se han convertido en una lucha apocalíptica entre Lenin y Pinochet.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Domenech Castelló) Opinión
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Y hay que ir con cuidado. La suma de las dos cosas, la mera demagogia electoral, por un lado, y la escenificación de la política como una lucha civilizatoria a vida o muerte, por el otro, puede dar pie a un episodio de insurgencia que ya se ha producido en otros países: el auge de una antipolítica que no aspire a cambiar el sistema, sino simplemente, ante sus reiteradas muestras de frivolidad, a destruirlo.

La década de los tres populismos

A lo largo de los últimos años han surgido en España tres grandes movimientos insurgentes: el procés (2012), Vox (2013) y Podemos (2014). Los tres querían impugnar la totalidad de la política española. Los tres se presentaron como portavoces de un pueblo enfadado y harto de las élites. Los tres, sin embargo, pertenecían a las fuerzas del sistema y sus promotores trabajaban ya en grandes instituciones o, en su mayoría, habían probado suerte en otros partidos políticos. Procedían de las clases medias y altas de las que tradicionalmente se nutre la élite española: el alto funcionariado, la universidad, familias con tradición de dedicarse a la política, el partidismo profesional y, en menor medida, la empresa privada. Eran rebeldes que pertenecían al sistema. De hecho, a pesar de su discurso, eran movimientos abiertamente políticos, no antipolíticos, que creían en la política como herramienta transformadora y cuyo objetivo último era la conquista del Estado (o la creación de uno nuevo). Hoy, la política ha asimilado sus excesos estéticos e ideológicos y ellos están totalmente integrados en el establishment. Ya todos —los viejos y los nuevos partidos— entienden la política de la misma manera.

Los partidos tienden a jugar al límite. Pero quizá no estén calculando bien su capacidad para, luego, devolver cierta tranquilidad a sus electores

Pero la campaña actual podría suscitar algo aún peor que estos radicalismos. Ha pasado ya en otros lugares. El cómico Beppe Grillo consiguió, con sus parodias de la clase dirigente italiana, romper el sistema de partidos del país. El alucinógeno economista argentino Javier Milei, que mezcla ideas anarquistas y autoritarias, y cuya retórica destructora resulta tan atractiva para los votantes de la vieja derecha como para los del peronismo clásico, lidera algunas de las encuestas de cara a las elecciones argentinas de octubre. Recordemos que el Tea Party y sus líderes de corta vida, que, sin embargo, dieron pie a la presidencia de Trump, no se hicieron famosos por sus propuestas, sino por su enorme capacidad para promover la demolición de las tradiciones políticas. ¿Qué impide que un personaje así, surgido también del mundo del espectáculo, aparezca en España y haga que la dinámica de los partidos sea aún más inoperante?

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/Ramón de la Rocha) Opinión

Todas estas fuerzas antipolíticas han compartido un grito irracional e iracundo: “¡Que se vayan todos!”. Eso, visto retrospectivamente, todavía no ha sucedido en España, ni siquiera tras tantos años de inestabilidad. En parte, porque las barreras de entrada de nuestro sistema político son muy elevadas para quienes no tienen acceso privilegiado a él. Sin embargo, hay algo en esta campaña electoral que parece invitar a que también aquí aparezcan estas figuras: la competición con promesas imposibles, los simulacros de guerra, la conversión de la elección de concejales en Granollers o Talavera en una lucha cósmica por el alma occidental. Los partidos tienden a jugar al límite en las campañas. Pero esta vez, ante un ciclo muy largo que durará lo que queda de año, quizá no estén calculando bien su capacidad para, luego, devolver una cierta tranquilidad a sus electores.

Evitemos la antipolítica

Si algo no necesita ahora España es un ataque de antipolítica. El país debe enfrentarse a crisis complejas que requieren soluciones muy técnicas y precisas. Por supuesto, estas admiten la discrepancia ideológica: no existe una respuesta única a la crisis climática, el problema de la vivienda, la deuda creciente, el envejecimiento de la población, el atasco de la sanidad, la dependencia del turismo o los sueldos bajos. Pero no queda mucho más espacio para la demagogia y el catastrofismo.

Foto: Manifestantes protestan contra el partido de Santiago Abascal en Vallecas. (Sergio Beleña)

Las insurgencias de los años previos que lideraron los procesistas, Podemos y Vox le han hecho un enorme daño a la gobernabilidad de España, aunque con el tiempo acabaron igualándose en la competición democrática: son opciones entre malas y muy malas, pero, a pesar de su torpeza y beligerancia, no han acabado con el sistema. Sin embargo, si en lo que queda de año la política española adopta definitivamente el tono que está dominando la campaña, podríamos hallarnos ante algo peor: los deseos de destrucción pura. A todos nos conviene que eso no suceda. Los políticos podrían contribuir con cierta contención. No pasa nada porque mientan un poco en campaña, pero es probable que estén desarrollando una adicción difícil de curar.

Las campañas electorales nunca son intercambios elegantes de ideas racionales y viables entre candidatos realistas. Ni falta que hace. Pero seguramente la actual está batiendo récords de absurdidad. Un rápido recuento de las propuestas inútiles, lesivas o imposibles anunciadas en los últimos días incluye la creación de un sistema público de reparto de comida a domicilio (Podemos), la presencia de una planta en cada balcón madrileño para luchar contra el cambio climático (PP), subvencionar con 10 millones de euros entradas de cine para los jubilados (PSOE), eliminar dos cuotas mensuales de autónomos al año desde un gobierno regional (Vox) o la creación de una aplicación pública en la que las usuarias de Tinder puedan comunicar el mal comportamiento de los hombres con los que quedan (Más Madrid). La lista podría ser mucho más larga.

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